José Antonio Marina (Toledo, 1939) defiende una filosofía que ayude, que sea práctica. Considera que la filosofía es “un servicio público”, y que lleva ya un tiempo alejada de ese cometido, porque ha decidido hacerse “el harakiri”. Su posición es clara: “El pesimismo tiene un prestigio intelectual que no merece, no se haría nada con los agoreros”. Con esa premisa como frontispicio, Marina sigue su investigación sobre la construcción de una teoría de la inteligencia. Acaba de publicar Historia universal de las soluciones, en busca del talento político (Ariel), con la convicción de que no podemos cruzarnos de brazos. La política debe servir para solucionar problemas, y, por ello, el filósofo reclama “pasar del conflicto al problema”. Si se llega a esa transformación, entonces se podrán hallar las soluciones. Pone su atención sobre el poder, sobre los gobernantes, pero también sobre los gobernados. Y lanza un grito de alerta: "Hay una fascinación por verse sometido al poder de la que debemos advertir", asegura en esta entrevista con Letra Global, en relación a la querencia por caudillos populistas.
Marina mira, por tanto, hacia los gobernantes y hacia los gobernados. Reclama una academia para cada una de las partes, con la necesidad de llegar a una especie de consenso, siempre con la racionalidad en primer término. Si la apuesta fuera convincente, si se dejara de presentar todo como un conflicto, para que pudiera derivar en “problema”, entonces llegarían las soluciones. Y en el libro se analiza, incluso, una cuestión tan espinosa como el problema político que ha planteado Catalunya en los últimos años. “Está claro que se podrían llegar a una solución, pero siempre que se admita que hay un problema, que ha habido un problema durante mucho tiempo”, señala.
Los gobernantes, sin embargo, necesitan una “escuela” para saber cómo gobernar, porque lo que aprenden está centrado casi en exclusiva en el logro del poder. El poder como finalidad, algo que los políticos aprenden ya en su tierna juventud, cuando se enrolan en las juventudes de los partidos políticos. “Es una perversión de la política, que se ha convertido en el acceso y en la gestión del poder. Se ha dejado atrás la máxima de Aristóteles, que hablaba de la felicidad pública en cuanto podía resolver problemas. En la Constitución de 1812 se fija el concepto de pública felicidad como misión del gobierno. Y lo que ha pasado es que la política se distancia del mundo de la ciudadanía, y eso es catastrófico. Lo ha favorecido la propia academia, al separar al político de la llama sociedad civil. Y políticos somos todos, los que vivimos en la Polis, y debemos desarrollar nuestro talento político como ciudadanos. Todos somos políticos y luego hay gobernantes y gobernados”, insiste José Antonio Marina.
Una escuela para el gobernante, propone Marina. Pero, ¿para aprender qué facetas? Desde esa premisa según la cual el aprendizaje se basa en la lucha por el poder, el filósofo reclama más pericia y competencia. “Ser político no se aprende en las facultades de ciencias políticas, donde, en realidad, se enseña a cómo analizar la política, más que a otra cosa. Se debe conocer una materia, profundizar en algún ámbito para poder, luego, responsabilizarse de ello. En mi carrera me han pasado cosas increíbles. Hay la idea de que el puesto del político dirá, por sí mismo, lo que se debe hacer. Pero el desconocimiento no puede ser tan grande. Recuerdo en el mundo educativo que determinados ministros de Educación no conocían ni cómo funcionaba el sistema. ¡Ya me lo dirán los asesores!, me decían, pero no puede ser. Se debe conocer el ámbito de responsabilidad”.
La conversación avanza sobre la propia fascinación por el poder. En la serie House of Cards, el protagonista, Kevin Spacey, se siente decepcionado con un ex colaborador, que ha elegido una empresa privada para ganar dinero. Y señala que se ha equivocado, porque quiere una casa cara con una gran piscina, sin pensar que eso es circunstancial, que lo importante “es el viejo edificio que supone el poder político”. Es decir, tener el poder es fascinante, no la riqueza. Marina asume ese punto de partida, pero entiende que lo más fascinante es otra cosa. “Está la fascinación del que no quiere mandar. El poderoso ha hecho lo necesario para teatralizar el poder, como algo sublime. Pero ¿y la fascinación que se sintió por el poder de Hitler, por ejemplo? Un pueblo gozosamente sometido al poder, sometido por el representante del pueblo alemán. ¿Cómo es posible? Hay una fascinación por verse sometido al poder de la que debemos advertir. Hay muchos influencers, porque la gente quiere ser influida. ¿Recordamos la fascinación de los estudiantes en su momento por Mario Conde? Era la encarnación del poder”.
Marina se refiere también sobre los que alcanzan el poder. ¿Qué les pasa? “Cuando uno llega a un puesto de poder, cambia, y no es por maldad. Es que ve las cosas de otra manera. Está científicamente demostrado. Hay una pérdida de empatía, y una desconfianza sobre todo lo que le rodea. Por eso se rodea de personas inferiores”.
La relación entre el poder y el mundo de la economía es constante. ¿Quién es más determinante? Aquí el filósofo tiene claro que se ha producido siempre un equívoco. El discurso imperante es que es la fuerza del dinero, la esfera de lo económico, la que fuerza al político, que se ve impotente. “Al político le interesa mucho que ese discurso se imponga, porque así se lava las manos. Porque sabemos que no es así. Que el poder está por encima de todo”.
En ese viaje constante entre el gobernante y el gobernado, Marina ve más interesante centrarse en el gobernado. Porque el cambio que se experimenta es más profundo. “Hemos visto ahora con una encuesta en Catalunya que un alto porcentaje de jóvenes prefiere vivir en una dictadura si ésta le asegura el bienestar económico. No se valora la libertad como principio político, y eso es lo que sucede con las llamadas democracias no liberales. Es lo que se difunde desde China, que dice que Occidente se ha equivocado al poner el acento en la democracia. Para China lo importante es la armonía, porque las democracias son egoístas y narcisistas, y eso está calando. No tenemos capacidad argumental, porque estamos perdiendo la influencia de la argumentación en la política. Un mensaje de Twitter es muy corto. Vale para consignas o cuñas publicitarias, o para memes, pero no para argumentar. Popper señalaba que había que combatir con argumentos y no entre personas. Y lo que hacemos es que nos tiramos tuits. Es de una pobreza intelectual tremenda y eso colabora en la desconfianza con la política que se ha creado por parte de la gente. Estamos como en el boxeo”.
La cuestión, sin embargo, es que las democracias se ven erosionadas porque han perdido eficacia. Marina ve comprensible que eso suceda, pero, entonces, se debe incentivar lo que él defiende: hallar soluciones, desde una premisa. “El conflicto debe dar paso al problema, cuando se entiende que hay un problema, entonces se buscan las soluciones”. Para el filósofo, la cosa está clara: La democracia es un régimen muy costoso, la comodidad no va con la democracia, va con la dictadura. Yo he dicho como algo exagerado, pero que se entiende, que hay en España un inconsciente político franquista. Porque todavía hay esa percepción de que otros lo arreglarán todo. La famosa lucecita de El Pardo. Cuando las cosas no funcionan, se dice que se nos está timando. Pero lo que hay que recuperar es el verdadero sentido de la acción política, sin trivializarlo todo como ahora”.
¿Entendemos cómo funciona el sistema democrático? En la conversación surge lo sucedido en Catalunya en los últimos diez años, que se recoge en el libro. Se acusaba a los independentistas de no tener cultura política, al confundir la voluntad de una mayoría con los equilibrios entre mayorías y minorías que garantiza una democracia liberal. Marina señala: “No sólo tenemos que utilizar, sino comprender las instituciones. Hay que explicar por qué las cosas se hacen de una determinada manera. El voto cautivo es una aberración democrática. Todo se plantea en formato conflicto, y lo que debemos hacer es plantearlo como formato problema, con capacidad para debatir y escuchar los argumentos del otro”.
El filósofo va más allá: “Comprender al otro es una obligación moral”. Sin embargo, las cosas no van en esa dirección. El ambiente político en Estados Unidos es de extrema polarización. Y algunas voces no descartan que si Trump pierde las elecciones se pueda producir una Guerra Civil. Marina se escandaliza con ello, y recuerda que él defendió la asignatura de Educación para la Ciudadanía. “Se atacó y se tergiversó de tal manera que fue imposible”, señala, insistiendo en que la idea nació de la Conferencia de Lisboa, que diseñaba una Europa con una sociedad tecnológicamente avanzada pero que, al mismo tiempo, debía prepararse ante la desafección política.
Marina destaca que no se puede situar la política como un campo entre ganadores y perdedores. “Hay que ir cambiando la mentalidad de la gente, y transformar el conflicto en problema. Lo que sucede es que a todos los políticos les interesa vivir en el conflicto, estar en lucha es una demostración de mando”. Y, de la misma forma, “a todos les gusta más la política exterior que la interna, porque en la política exterior todo es fuerza, pura y dura”.
¿En España eso puede cambiar, o el conflicto se ha hecho casi estructural? Marina suelta un rápido “no”. No cambiará a corto plazo. “No, y por una razón, y es que creo que los políticos no son peores que en el pasado. Lo que pasa es que es peor la conversación, que es descendente. La lógica es de confrontación, de frase demoledora. Esa dinámica descendente es un descenso al infierno. Mientras no se cambie, no se podrá hacer nada. Porque digámoslo claro: a todo partido político le encantaría ser partido único”.
José Antonio Marina reclama el papel de la filosofía en la vida pública. Y abomina de la actual filosofía. “La filosofía es un servicio público, pero hemos entrado en una fase en la que, con Foucault, la filosofía se ha hecho el harakiri. El pesimismo tiene un prestigio intelectual que no merece. No se haría nada con los agoreros”.