La muerte consiste en un tránsito, lo mismo que la existencia se reduce a una suma, no siempre afortunada, de sucesivas metamorfosis. En la cultura clásica se la representa como una breve travesía: el cruce de la laguna Estigia desde una orilla (la de los vivos) hasta otra (el lado de los difuntos). Hay quien teme llegar a este destino unívoco, que a todos nos iguala; otros, en cambio, no están convencidos de que la ribera opuesta –terra incognita, llamaban los latinos a las regiones que nos son desconocidas– exista en realidad, salvo como una piadosa alegoría de lo irremediable. Para las civilizaciones antiguas, sabias conocedoras de la realidad de las cosas terrestres, aunque las expresasen condensadas en mitos y cosmogonías, la extinción de la carne (y también la agonía del alma) era tratada desde una consoladora óptica humana. Sea por piedad o por decoro, el caso es que el finado nunca lo era por completo –se trataba de un alma en proceso de peregrinación– y la travesía fatal, que se le encomendada a Caronte, se equiparaba aun viaje fluvial hacia otro estado espiritual.
Tan concreta es la idea de la muerte de los clásicos grecolatinos que al barquero había que pagarle –como tasa– una moneda de oro. El capitalismo, que no es una invención moderna, sino ancestral, nace con el viático. De las múltiples ideas sobre la muerte, además de constatar la honda persistencia del misterio, que ninguna religión conjura por completo, se obtiene una síntesis sobre cuál es el sustrato cultural de las civilizaciones. Sobre este tema escribió hace medio siglo un ensayo colosal Philippe Ariès –Historia de la muerte en Occidente (Acantilado)– que habla al mismo tiempo del pretérito y del porvenir. La muerte, eterna dama sin descanso, no muere nunca. Ni siquiera es pasado.
Hasta hace noventa años, a pesar de la abundancia de rituales funerarios, desde el antiguo Egipto a la muerte medieval, desde las guerras (dogmáticas) de religión al suicidio, nadie hubiera pensado que los seres humanos fueran capaces de desarrollar una concepción industrial –a gran escala, mecanizada, con pretensiones científicas– del asesinato, pero el nazismo logró hacerlo Convirtió el exterminio de los judíos, los discrepantes políticos y las criaturas más débiles, nuestros semejantes, en una perfecta cadena de montaje, cegado –con entusiasmo– por el totalitarismo. Con una precisión asombrosa, casi demoníaca.
Existen muchos libros que cuentan cómo fue el ascenso y el cénit del horror nacionalsocialista. Tenemos abundantes biografías sobre el Belcebú de los arios y conmovedores testimonios –entre ellos el de Primo Levi– de lo que suponía ser encerrado en un campo de concentración. Ninguno nos parece equiparable a las memorias de József Debreczeni, un periodista y escritor húngaro que en 1944, antes del desembarco de los aliados en Normandía, fue deportado a dos de estas prisiones a cielo abierto del Reich: Auschwitz y Gross-Rosen. También conoció Dörnhau, un campo hospitalario, el crematorio gélido donde se espera el fin. Debreczeni logró sobrevivir. Toda su familia fue exterminada.
Al salir del noveno círculo del infierno, unos seis años después, escribió acerca de su calvario sin dramatismos, con una desconcertante y casi inhumana frialdad, levantando así la mejor acta del sumidero moral en el que Alemania, la nación de los grandes músicos y los filósofos, “y también la de los grandes sádicos”, se instaló en la Segunda Guerra Mundial. Crematorio frío (Debate) es la crónica de este descenso al Hades. Un libro que describe, con un pormenor asombroso y alucinado, la tortura infinita que practicó el nazismo.
Voltaire escribió: “Dios es un comediante que actúa ante un público que tiene demasiado miedo para reírse”. En los campos de concentración las deidades eran los torturadores y los asesinos –ambos solían coincidir– y la audiencia, sus famélicas víctimas. El libro, escrito desde dentro, en primera persona, pero con la necesaria distancia que exige un reportaje periodístico, es estremecedor. Debreczeni hace una inmersión integral en la experiencia (inhumana) de estar cautivo de un muladar.
Los editores han dispuesto, a modo de frontispicio, un mapa del Gran Reich donde aparecen un sinfín de puntos cuadrados. Cada uno de ellos corresponde a una fábrica distinta de la misma muerte. Toda Alemania, y buena parte de los países limítrofes ocupados, estaba regada de estos pozos negros, donde se practicaba el negocio del exterminio. Son los temibles espacios de la Shoa. Las embajadas terribles del Holocausto.
La narración del periodista húngaro, que venía de realizar trabajos forzosos y estuvo cuatro meses entre Auschwitz y Gross-Rosen, comienza con la primera estación de esta muerte industrial: el interminable trayecto, en trenes sellados durante días, de las reses hebreas a exterminar en los mataderos de Hitler. Hacinados, sin alimentos, sin agua, sin aire, y tras dos días sin poder hacer sus necesidades, las víctimas del mal absoluto no tardaban en convertirse en bestias.
Apenas unos días antes, esas ancianas que viajaban camino del cadalso eran bondadosas señoras burguesas, con nobles canas en el cabello, preocupadas por el menú familiar del domingo, los hombres –jóvenes y maduros– leían el periódico o iban al cine, y los niños guardaban en sus libros escolares postales y pétalos de flores robadas.
“Creo que la asombrosa metamorfosis se produjo allí, en aquel punto desconocido de Europa del Este, al borde de un frondoso bosque, junto al terraplén. Fue allí donde las personas de aquel tren infernal se convirtieron en animales”. Así arranca este via crucis, en el que la muerte depende del azar –la alineación de los prisioneros en una fila o en otra– y fenecer gaseado se anhela como un destino más benigno que la tortura y la esclavitud.
Debreczeni no sólo documenta el depuradísimo método industrial del asesinato en masa. Con un temple envidiable, no exento de una ironía escabrosa, sin caer nunca en vacua la épica de resistencia, traza también una radiografía –sin atenuantes ni eufemismos– de cómo es la condición humana en una situación extrema.
La panorámica que retrata parece un lienzo de El Bosco, una fantasía medieval, fruto de la pesadilla de un monstruo que, sin embargo –y aquí reside parte de la actualidad de su relato– se convierte de forma acelerada en un hecho real. Los presos, transportados como ganado a los centros de reclusión, son sometidos a un primer triaje arbitrario –unos son gaseados de inmediato, otros tienen el privilegio de morir de agotamiento, hambre o devorados por los piojos– y comienzan a ser deshumanizados. Les quitan su nombre, les dan un número.
No se trata de metáforas: los rapan, los dejan desnudos –una señal de que se encontraban en una estación término era que los nazis no separaban las pertenencias porque no tenían intención de devolvérselas– y los hacinan en barracones con letrinas mugrientas, donde primero mudaban en crisálidas y luego, igual que en el relato de Kafka, se convertían en esqueletos vivientes.
Lo más estremecedor de la crónica de Debreczeni no es la descripción y exactitud con la que retrata la crueldad, sino los detalles minúsculos, precisos, de la inversión de valores que tenía lugar en las cárceles hitlerianas, que eran un correlato –impresionista y plástico– del espanto. La perversidad suprema, inducida por las circunstancias pero aceptada, incluso disfrutada, no se limita a los nazis. También la ejercen los judíos contra sus hermanos de confesión.
El mal siempre es un acontecimiento ecuménico. Los primeros prisioneros que llegaban a un campo –explica el periodista húngaro– se convertían en una suerte de aristocracia carcelaria: esclavos que torturaban a esclavos a cambio de la promesa de recibir un poco más comida, sobrevivir un día mas o tener tabaco.
Los cigarrillos eran el oro vegetal y la moneda de curso comercial entre los reos de Auschwitz y Gross-Rosen. Los escasos actos de piedad de los soldados y carceleros –castigados por los nazis con la muerte– consistían en dejar caer un cigarrillo encendido o una colilla al suelo para que los recojan los prisioneros. El pecado capital es robar comida, cosa que hacían los mayorales de los campos, que repartían entre sus familiares y amigos –con la anuencia de los alemanes– los cargos y privilegios de su pasajera condición.
La muerte en el Reich era fría y blanca, pero hasta abrazarla, durante las vísperas, había que padecer la inmisericorde burocracia que imponían unos prisioneros a otros con el regocijo de los nazis y de las empresas alemanas, que acudían a los campos para capturar mano de obra casi gratuita. La vida de un esclavo judío, que perfectamente podía haber sido un comerciante de telas o un acomodado banquero en su vida anterior, valía dos marcos. Su muerte no costaba nada.
“Esta jerarquía nobiliaria reflejaba” –escribe el periodista húngaro– la moderna interpretación que los nazis hicieron del consejo de divide et impera. Y la furia sádica que entonces imperaba lo llevó a su culminación en Auschwitzlandia, ese Estado fantasmagórico que apestaba a excrementos y ante cuyo edificio fronterizo, la casa del escribiente, nos encontrábamos en ese mismo instante”. Un páramo perfumado a todas horas, todos los días, todas las noches, por un maloliente humo de color marrón, fruto de la combustión de la carne. El legado del totalitarismo. “Hasta el momento, tres millones de cuerpos se han convertido en humo. Es un milagro que las máquinas aguanten”.
Nunca ha sido tan real el verso de Dante sobre las puertas del Infierno: Lasciate ogni speranza. De la lectura del memorial de Debreczeni se sale conmovido, destrozado y sonámbulo. Al terminarlo uno entiende el milagro de estar vivo y comprende –sin necesidad de leer ningún libro de Historia– el trance por el que pasaron aquellos difuntos. Es lo más parecido a subir en la barca de Caronte, cruzar la laguna mitológica que separa a los que están aquí de los que se marchan para siempre, pisar la playa de la muerte y regresar. Una obra maestra.