El jurado del premio Comillas de biografía que concede la editorial Tusquets acertó plenamente el pasado mes de enero al distinguir Hasta el último aliento, un trabajo de investigación periodística de altísimo nivel realizado por Manuel Calderón sobre un tema capital en la memoria del último franquismo: la historia de los salteadores de bancos del MIL (Movimiento Ibero de Liberación), de sus víctimas, especialmente el empleado de banca Melquíades Flores, crímenes, al que Jordi Soler Sugrañes dejó ciego de un tiro, y el joven subinspector Francisco Anguas, asesinado por Salvador Puig Antich cuando trataba de desarmarle, y de la ejecución de éste mediante garrote vil en la cárcel Modelo de Barcelona.
Digo que el jurado ha acertado porque tenemos aquí un libro bien escrito, de lectura apasionante aunque turbada, deontológicamente sólido (el autor ha hablado con todos o casi todos los supervivientes de aquellos hechos) e intelectualmente honesto, pues Calderón no se concede el derecho a especulaciones atrevidas y ociosas sino que se atiene a los hechos y a los dichos.
Y porque Hasta el último aliento viene a arrojar luz, una luz clarísima que gracias al premio no podrá ser ignorada ni orillada sobre unos acontecimientos que hoy alguna gente intelectualmente poco rigurosa o deshonesta, políticamente interesada, desinformada o sencillamente necia, enturbia con falsedades, especulaciones, maniqueísmos y romanticismos de película kitsch. Convertir a Puig Antich en un héroe popular, en un “mito”, como hacen algunos, es no entender, o no querer entender nada. Algunos llegan a la bajeza de acusar de la muerte de Anguas a sus propios compañeros de la policía.
Por cierto que en algunas páginas el autor se detiene a detallar el armamento que manejaba cada uno de los pistoleros del MIL, el calibre y la marca, dónde y cómo lo conseguían y hasta por qué en el fatal tiroteo del 25 de septiembre de 1973 en la portería del número 70 de la calle Gerona (de Barcelona) las balas que dispararon los policías sólo hirieron (en la boca y en el hombro) a Puig Antich, mientras que los disparos de éste, que había acudido a una cita imprudente armado con una navaja y dos pistolas, y había tomado la determinación de no dejarse coger vivo (confirmada por sus propios compañeros), mataron en el acto a Anguas.
Expondremos algunos de los aciertos del libro, de los cuales no es el menor la abundancia de detalles sobre los orígenes familiares y la vida en la clandestinidad, à bout de souffle, de Puig Antich y demás miembros de la banda, en escenarios de una Barcelona burguesa tan próxima, tan nostra, que la lectura es apasionante. Pero claro que uno de los mayores valores del reportaje de Calderón es de reparación moral: el de poner el foco también sobre las víctimas del MIL (hasta ahora sombras anónimas) y sobre las consecuencias terribles (depresiones, suicidios) que tuvieron para las familias Anguas y Flores las actividades libertarias de los hermanos Solé Sugranyes –eran once, de los cuales varios fungían en la banda, el más desalmado e imbécil de los cuales, a juzgar por sus actos, parece que era Jordi--, Puig Antich y demás activistas.
Muchas veces las grandes convicciones revolucionarias son sólo la interfaz idealista de un narcisismo descomunal al que proporciona la justificación para manifestarse paroxísticamente y sin pararse a considerar las consecuencias en los desventurados que se interponen en el camino de su voluntad de poder. Enamorados de su propia libertad y de su misión histórica revolucionaria (¡nada menos que una misión histórica!), que les permitía perpetrar atracos a mano armada y llamarlos “expropiaciones”, ni Puig Antich ni los hermanos Solé Sugranyes ni los demás aventureros del MIL manifestaron nunca sombra de arrepentimiento por el daño causado ni enviaron sus condolencias a las familias que destruyeron. Por lo que le cuentan a Calderón (y me contó a mí Emili Pardiñas, alias Pedrals), disfrutaban como enanos de aquella vida al margen de la ley. En tácita simpatía con los grupos violentos de izquierdas que proliferaban a principios de los años setenta en Francia, Italia y Alemania, vivían la vida como una aventura, se tomaban todas las libertades que les apetecían, atracaban bancos en una época en que era relativamente fácil hacerlo… Todas sus neuronas y sinapsis chorreaban adrenalina, y encima estaban contribuyendo a la demolición no ya del franquismo, sino del capitalismo.
Sin embargo, la deriva desnortada y chapucera de sus acciones, su nulo calado en el movimiento antifranquista clandestino, para el que los del MIL eran unos aventureros indeseables y perjudiciales, la fatiga y los roces personales entre los miembros, y la convicción de que la policía les pisaba los talones, todo presagiaba la catástrofe, la “caída”. Puig Antich era de los que pensaban en la conveniencia de disolver la organización, enterrar las armas y, en su caso, exiliarse en Suiza y empezar allí una nueva vida.
Palabras bien medidas
Su aventura duró poco, entre 1971 y 1973. Entre otros motivos porque para cubrirse y borrar pistas eran de una despreocupación o torpeza casi inverosímil. Cuando tenían que abandonar a toda prisa un piso o un coche “quemado” lo dejaban lleno de pistas. En su primera acción, el asalto a una oficina de pago en un piso del Ensanche, regida por dos septuagenarias, al salir sin cubrirse el rostro el peluquero de la barbería en la acera de enfrente reconoció a Jordi Solé… porque era su peluquero: y es que operaban en su propio barrio o en los alrededores de la segunda residencia familiar. Puig Antich se dejaba olvidada la mariconera en el futbolín de las Atracciones Caspolino, y dentro de ella… la pistola, la agenda con la documentación y las llaves de su casa, como para que la policía pudiera entrar sin forzar la puerta. Y a la hora de dar el último golpe antes de disolverse, cometieron la desfachatez de volver a asaltar el primer banco que habían desvalijado: como una especie de broma provocativa, un alarde de desenvoltura que resultó fatal.
Una historia breve y triste por los cuatro costados, que no dejó como legado sino ruina y miseria y dolor; una historia que está grabada en la memoria de mi generación, que algunos quieren convertir en mito heroico, y sobre la que Calderón ha investigado acudiendo a las fuentes, dando voz a quienes nadie antes se había molestado en dársela, para decir sobre este desdichado asunto las últimas palabras. Palabras bien medidas y hasta diría que nobles, si todo, en este asunto, no fuera en el fondo tan desastroso, amargo e irremediable.