En 1979, tras una larga guerra civil, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSNL) se hizo con el poder en Nicaragua. Terminó así la dictadura de Anastasio Somoza Debayle, hijo del también dictador Anastasio Somoza García. Los sandinistas fueron reconocidos de inmediato por los países de la órbita soviética y aplaudidos por la mayoría de la izquierda. El somocismo provocaba un rechazo casi unánime, incluso en su principal protector, Estados Unidos, sobre todo tras el asesinato televisado del periodista estadounidense Bill Stewart.
El año 1979 apuntaba a la esperanza para la izquierda. Cayó Somoza y antes había caído el Sha de Persia. Pocos esperaban la evolución posterior vivida en ambos países. Lo de Irán era previsible: las religiones nunca son garantía de libertad, pero Nicaragua fue una sorpresa, tal vez porque nadie conocía los orígenes: César Augusto Sandino. La revolución sandinista formó parte de un supuesto marxismo tropical y fue la última ilusión de una izquierda que se obnubiló probablemente por ignorar las raíces metamíticas del sandinismo. Éste funcionó como aglutinante contra el somocismo. Luego, fuese la revolución y no hubo nada, más allá de los intentos de algunos de sus dirigentes de perpetuarse en el poder.
Sandino fue uno de esos personajes a los que la muerte santifica. Su martirio sirvió de manto bajo el que ocultar una confusión total, una indigestión de ideas mal aprendidas, mezcladas sin sentido, que sirvió de base para explicar un sentimiento real de opresión, la que sufría toda América al sur de Río Grande y Nicaragua en especial. Parodiando a Ho Chi Min, los sandinistas eran comunistas por anticapitalistas y la izquierda los jaleaba por su oposición al imperialismo yanqui.
Augusto Nicolás Calderón Sandino nació el 18 de mayo de 1895 en la aldea de Niquinohomo, Masaya, hijo de Gregorio Sandino, un agricultor ni rico ni pobre, y de una de sus sirvientas, Margarita Calderón. Su madre lo abandonó y quedó al cuidado de la familia paterna. En 1921, se peleó con Dagoberto Rivas, miembro de una de las sagas conservadoras. Tuvo que huir para evitar una justicia al servicio del poderoso rival. Empezó así su formación, entre recolectores de caña de Honduras, mineros de Guatemala, buscadores de petróleo de México. Aprendió algo de los misioneros de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, de la masonería, del budismo, de lo que fuera que tuviera forma de idea.
Volvió a Nicaragua en 1926, pero Dagoberto era aún más poderoso y Sandino acabó en el monte, formando su propio grupo guerrillero, tras haber trabajado brevemente en la mina de San Albino, donde proponía el sabotaje para derrotar la opresión imperialista y capitalista.
Su primer combate fue el asalto al cuartel de El Jícaro. El grupo, formado por una decena de hombres había conseguido armas en el mercado negro hondureño. El ataque fue un fracaso, pero se salvaron huyendo. Espoleado por el triunfo, que consistía en seguir vivo, Sandino escribió una carta al cabecilla de los liberales, el general Moncada, para ofrecerle sus servicios y pedir armas. La respuesta fue negativa.
En diciembre, Sandino estaba con su pandilla en un burdel cerca de las montañas de La Segovia. Supo que en las cercanías acampaban tropas gubernamentales y convenció a las prostitutas de que imitaran a Judith, entrando en el campamento de Holofernes. Las mujeres agotaron a los soldados y abrieron paso a los guerrilleros que se hicieron con un montón de armas. Luego, ellos y ellas partieron hacia los montes vecinos dispuestos a dar vida a una nueva Nicaragua. Mientras, Estados Unidos imponía una paz que Sandino, ascendido por sí mismo a “general de los hombres libres”, rechazó con rotundidad.
El 18 de mayo de 1927 se casó con Blanca Arauz, hija del telegrafista de San Rafael del Norte. Una mujer decidida que aceptó pasar la luna de miel en las montañas, al frente de la columna guerrillera. El colectivo estaba formado, además de por el matrimonio, por otras 29 personas, cifra que, según Sandino, coincidía con el número de apóstoles llegados a la tierra para dar origen a la humanidad, hace 56 millones de años.
En la cosmología elaborada por Sandino la vida procedía de Neptuno y llegaba a la tierra a través de 29 elegidos, entre los que estaban Adán y Eva. Jesús nacía para la revolución, que culminaba Saulo tras un encarnizado combate con Moisés. Él mismo y su esposa Blanca eran la encarnación de José y de María, nacidos en Nicaragua, la tierra elegida para dar la libertad al infinito mundo.
Escribió una carta a los países vecinos invitándoles a incorporarse a la República Centroamericana, embrión de la Confederación Indohispana, que acabaría con el demonio imperialista. Antes fundó la Escuela Magnético Espiritual de la Comuna Universal, desde donde impartía lecciones universales, una parte de las cuales se las llevaba el viento y otra acababa calando entre los humillados campesinos.
La boda de Sandino fue espectacular. Los novios la habían querido íntima y discreta, pero estaba allí Saturnino García Marote, que decía haber sido alcalde en su pueblo, cuyo nombre ni él mismo recordaba, y que se empeñó en “hacer las cosas bien”. Los guerrilleros cortaron decenas de palmas, engalanaron el templo y alfombraron la calle por la que desfiló Blanca del brazo del telegrafista. Abrió el cortejo Saturnino, que vestía un sobretodo blanco y llevaba en alto una estrella de David forrada con papel de plata. En el altar la esperaba el flamante general. Sus distintivos eran un pañuelo rojo y negro anudado al cuello y un ancho cinturón del que colgaba un espadín surgido de algún cuento de los que se narraban en el monte durante anocheceres sin luz.
La resistencia de Sandino se consolidó pese a los acuerdos entre liberales y conservadores impuestos por Estados Unidos, y creció hasta que el gobierno nicaragüense tuvo que reconocer el poder de un ejército dueño de la mitad del territorio; eso sí, la mitad más pobre y más rural, medio abonado para el confuso mensaje sandinista que, sorprendentemente, atravesó las fronteras y los océanos hasta hacerse efímeramente universal.
Desde sus perdidas montañas, Sandino escribía compulsivamente. Al general Moncada, ya presidente, le pedía que abandonara el Gobierno que ilegítimamente ocupaba; a los países vecinos les urgía a celebrar una conferencia de la que habría de nacer la Federación Indolatinoamericana Continental y Antillana, contrapeso al coloso del norte; al mundo entero le pedía que reconociera al Ejército para la Defensa de la Soberanía Nacional de Nicaragua, que dominaba un amplio territorio con capital en el El Jícaro, ahora Ciudad Sandino.
Cambió también su nombre: de Augusto Nicolás Calderón Sandino a César Augusto Sandino. Explicaba que, en realidad, era el propio san José y Blanca, su esposa, era María, encarnados ambos en la forma de nicaragüenses para mejor ser comprendidos por el pueblo.
Finalmente, el gobierno de Juan Bautista Sacasa, que había sucedido al general Moncada en la presidencia, aceptó negociar con la guerrilla. Tras tiras y aflojas varios, el general de los Hombres Libres y viajó hasta Managua, donde entró aclamado el 16 de febrero de 1934.
Durante unos días se habló. Se negoció y se pactó. Y ambas partes decidieron celebrarlo.
El 21 de febrero de 1934 un grupo de jóvenes señaló a Sandino el peligro que suponía el general Anastasio Somoza. No hizo caso, convencido de que nadie se atrevería a actuar contra él hallándose bajo el cobijo de la bandera blanca de las negociaciones de paz.
Esa tarde noche debía ir desde la casa del ministro de Agricultura, Sofonías Salvatierra al palacio presidencial, donde se había previsto una cena. Salió en un Chevrolet conducido por Francisco Rodríguez, chófer habitual del ministro. Les acompañaban su padre, Gregorio Sandino, y los generales sandinistas Juan Pablo Umanzor y Francisco Estrada.
Poco antes Anastasio Somoza se dirigía, en un coche sin distintivos, a la embajada de Estados Unidos para mantener un encuentro con el embajador Arthur Bliss Lane. La charla no fue larga. Luego se reunió con 14 jefes y oficiales de su absoluta confianza.
“Caballeros, vengo de la legación americana y tengo el completo apoyo del ministro Lane. Mi opinión personal es que Sandino se ha convertido en un gran peligro para el cuerpo de la Guardia Nacional, que es la columna vertebral de la patria. Nuestro futuro depende hoy exclusivamente de nosotros”.
La noche del 21 de febrero había caído sobre Managua. Un camión circulaba en la oscuridad con las luces apagadas. El conductor cruzó el vehículo en mitad de la calle, para impedir el paso al coche de Sofonías Salvatierra. Un soldado le dio el alto. El vehículo se detuvo. De entre las sombras aparecieron varios militares. Una metralleta entró por la ventana abierta; una voz ordenó apagar los faros y una mano encendió las luces interiores del coche.
Los soldados apuntaron a los ocupantes:
“Abajo”.
Sofonías bajó el primero y le siguió Sandino.
Una voz tronó desde la oscuridad:
“¿A qué esperan para desarmarlo?”
Sandino no se resistió.
Los subieron al camión y los condujeron hasta el cuartel del Hormiguero. En el patio la guardia dividió al grupo: Sofonías Salvatierra y Gregorio Sandino quedaron allí; Sandino y sus ayudantes fueron subidos a un transporte que llevaba la placa GN1. En él viajaban el capitán Lizandro Delgadillo y el teniente Carlos Eddie Monterrey. Los prisioneros iban sentados atrás, en la caja, rodeados de soldados. El vehículo ni fue lejos. Paró en un solar situado en el viejo camino de Granada y Masaya, llamado Los Guanacates, porque crecían allí dos de estos árboles.
La luna hacía que las figuras fueran perfectamente visibles. Las vigilaba atentamente el sargento Rigoberto Somarriba, mientras empuñaba con fuerza su ametralladora Browning.
“Me retiro al camino. Cuando dispare el revólver, ordene la ejecución de estos tres hombres”, dijo Monterrey.
“Quiero orinar”, pidió Sandino.
“Hágalo aquí mismo no más, jodido”, respondió un soldado.
“No pida nada, mi general, déjelos que nos maten”, apuntó Estrada.
Estrada regaló un pañuelo rojo y negro de seda a uno de los soldados. Umanzor dio lo que le quedaba de un paquete de cigarrillos de la marca Esfinge a Monterrey, que aún no se había apartado. Se movió, sacó el revólver, sonó un disparo y luego más.
Sofonías Salvatierra y Gregorio Sandino los oyeron y supieron lo que había pasado. Seguían en el patio del Hormiguero, sentados en unas sillitas que les había llevado un guardia.
Apenas se apagó el eco del último tiro, Gregorio Sandino musitó en voz queda: “No hay caso. Quien se mete a redentor, acaba crucificado”.
Noventa años después, los que se reclaman sus sucesores andan crucificando a la disidencia.
Epitafio: En Nicaragua yace hoy una parte de la esperanza.