Un gobernante, ¿cuándo se forma? ¿Qué es lo más determinante en su vida que pueda ser aprovechable en el momento en el que dirige un país? Para John Fitzgerald Kennedy, la gran esperanza que tuvo el mundo occidental, desde la decencia y la fe en la libertad y la solidaridad, pudo ser su primer viaje a Europa. El presidente de Estados Unidos, asesinado en Dallas en 1963, viajó por la Europa nazi, la de 1937, aunque todavía sin los excesos que derivarían en la II Guerra Mundial, para disfrutar de la vida, y para aprender y admirar el arte de la vieja Europa. Tenía 20 años, y lo hizo con un amigo de la universidad de Harvard, Lem Billings, un homosexual que se le llegaría a insinuar, --aunque él le dejaría claro que lo suyo eran las chicas--, durante dos meses, dispuesto a tomar lecciones y a reflejar todo ello en un diario. La editorial Vegueta ha rescatado aquellas impresiones, El diario secreto de John F. Kennedy, unos diarios, con abundantes fotografías, que se habían conservado en la Biblioteca Presidencial John F. Kennedy en Boston. El diario de juventud de Kennedy es prometedor, aunque también refleja sus inseguridades y la torpeza en el análisis, impresionado por tópicos que se han mantenido durante décadas, como los que destacan a “las razas germánicas”, como más ordenadas, tranquilas, civilizadas y serias, frente las “razas del sur de Europa”, algo que sirvió, por enésima vez, durante la crisis financiera y económica de 2008, cuando se culpabilizó a países como España o Grecia, frente a la ‘inmaculada’ Alemania. Pero no culpemos ahora a Kennedy de ello.
El que sería presidente de Estados Unidos 25 años después de aquel viaje, se dejaba seducir por las ciudades y pueblos franceses, y por el orden de los alemanes. Y constataba la popularidad de Hitler y de Mussolini, en esa Europa ya tomada por el fascismo, al interpretarla como un triunfo de la “propaganda”. Kennedy y su amigo Lem visitan Francia y llegan hasta la frontera con España, que ya está en plena Guerra Civil. Pasan también por Italia, Austria y Alemania, y finalizan el periplo en los Países Bajos y Bélgica, justo antes de volver a Estados Unidos desde Inglaterra donde se desplazan por ferry. Y siempre viajan con un Ford Cabriolet, que han embarcado desde Norteamérica. El libro que ha editado Vegueta, con traducción de Lidia Pelayo, cuenta con un prólogo exhaustivo de Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia Española (RAE) y con edición y epílogo de Oliver Lubrich, profesor de Literatura Comparada de la Universidad de Berna.
El diario secreto de Kennedy es una joya política y literaria. El joven JFK pregunta, se comunica, vive la vida, y toma notas. Lo que descubre es una Europa que no tiene nada que ver lo que él ha conocido en Estados Unidos. La idea de la libertad, el funcionamiento de un sistema democrático, el poder de la propaganda, el orden y la vigilancia, la seducción del fascismo, ¿qué había pasado en sociedades que ya habían experimentado ¡y de qué manera! la crueldad de la guerra?
El joven estudiante, con una enorme complicidad intelectual con su amigo Lem –nunca abandonarían esa amistad, con las puertas abiertas para él en la Casa Blanca, cuando Kennedy llegó a ser presidente—no percibe el peligro inminente. Es la Europa de 1937, solo un año después de los Juegos Olímpicos de Berlín, donde el nazismo propaga toda su capacidad de seducción. Tras pasar por Reims y visitar su catedral –a Kennedy le encantaba ver todas las catedrales posibles—el chico de veinte años, hijo de Joseph Kennedy, embajador de Estados Unidos en Londres, señala: “Mi francés ha mejorado un poco. Billings se está volviendo francés. Me fui a la cama pronto. Reina el sentimiento generalizado de que no habrá otra guerra”. ¡Vaya!
Los dos jóvenes saben, sin embargo, las consecuencias que ha tenido la Gran Guerra en Europa, y también han admirado el arte que se ha creado para denunciar guerras como la de España, con el fascismo en todo su apogeo. Kennedy y Billings se quedan impresionados con el Gernika de Picasso, al visitar el Pabellón de la República de la Exposición Universal en París. Y viajan hasta Irún, sólo tres meses después del bombardeo de la Legión Condór sobre Gernika. La necesidad de arte es permanente para los dos estudiantes, que recorren catedrales y museos, las de Ruan, San Pedro, Colonia, o el Duomo, o lugares tan especiales como El Louvre, el Vaticano o el Deutsches Museum. Y, claro, La última cena de Leonarco da Vinci en Milán, o el David, de Miguel Ángel, en Florencia. Alemania la recorren bien. Están en Múnich, en Núremberg, en Wurtemberg y Colonia, con parada “corta” en Frankfurt.
En Múnich, Kennedy recoge impresiones que dejan al lector pegado a las páginas de los diarios. “Me levanté tarde y no demasiado animado. Tuve una charla con el propietario, que es seguidor de Hitler. No hay duda de que estos dictadores son más famosos dentro del país que fuera por la efectividad de su propaganda”. Lo que sorprende y encanta al mismo tiempo a Kennedy es el orden en las calles alemanas. Ese orden indicaría, a su juicio, “que las razas nórdicas ciertamente parecen ser superiores a las latinas. Los alemanes son demasiado buenos; por eso la gente se agrupa en su contra, lo hace para protegerse”.
El defensor de las democracias, de la colaboración con los países latinoamericanos, el “ciudadano berlinés” que rechazaría para siempre la política de apaciguamiento que llevaron a cabo los británicos de Chamberlain con los nazis, se había dejado impresionar en su juventud por esa propaganda fascista. Y de esos errores de apreciación escribe el profesor Lubrich en el epílogo. Pero los diarios, las anotaciones de Kennedy en 90 páginas que brinda Vegueta a los lectores, son un regalo para poder entender cómo se hace un gobernante, cómo se desarrolla el que sería el gran líder político occidental, con unas esperanzas que se vieron truncadas con su asesinato.
Seguir los diarios de Kennedy, con esa costumbre de las buenas familias norteamericanas de pasar una parte de la juventud en Europa, es algo fascinante, porque se vuelve a esa época que sigue siendo tan turbia y delirante: los años treinta en la vieja Europa, con tics que se reproducen casi noventa años después.