¿Fracasa la política? ¿Por qué? Quiero más ayuda social, un sistema fiscal más justo, pero estoy enfadado con el mundo, y no voy a pagar el IVA en unas obras que he encargado. Estoy preocupado con la contaminación ambiental en la ciudad donde vivo, habría que tomar medidas y espero que las autoridades locales hagan algo de inmediato, y también que habiliten zonas para que pueda aparcar mi moto, que ya tiene más de quince años. ¿A qué responden todos estos mensajes? Queremos una política eficaz, coherente, con responsables políticos que actúen en favor del bien común, pero pesa más el interés individual. Entonces, ¿es lógico lo que nos pasa, o, mejor dicho, es inevitable? ¿No hay nada que hacer?
No vayamos tan lejos. El profesor de Democracia Institucional Comparada en el Nuffield College de la Universidad de Oxford, Ben Ansell, propone todo un tratado para entender y corregir los problemas de las democracias occidentales, para que dejemos a un lado la tentación de los populismos y nos podamos centrar en las cosas tangibles, en las que sí se pueden mejorar. Lo hace en Por qué fracasa la política, las cinco fallas de nuestro sistema político y cómo evitarlas (Península).
La premisa es sencilla, pero hay que digerirla: “Lo primero que hay que reconocer es que el interés personal es inevitable y no algo inmoral, ni el nuestro ni el de los demás. Lo que nos impide alcanzar objetivos colectivos es que nuestros intereses individuales colisionan entre sí. Por consiguiente, en lugar de deplorar el interés personal, debemos diseñar instituciones y seguir normas que nos permitan canalizarlo”. Y eso implica algo complicado en estos momentos, sea en España o en el conjunto de países de la Unión Europea, o en Estados Unidos: “Esto quiere decir que todos nos lo deberíamos pensar dos veces antes de tachar las instituciones políticas que nos rodean de ineficaces o corruptas (¡aunque a veces lo sean!)”.
Ansell juega fuerte. Se toma en serio los anhelos de los ciudadanos, que, en la mayoría de ocasiones, son honestos y se encuadran en el bien común, en mejorar las condiciones del mayor número posible de seres humanos. La cuestión es que la política, con las instituciones que ha creado, no sabe cómo atender las demandas que recibe, pero es que, además, entra en contradicciones: por lo que intenta proteger y lo que trata de impulsar. Son las “fallas” del sistema.
Las contradicciones son de la política en tanto que son las nuestras, las de los ciudadanos. Se ambicionan objetivos como sociedad, pero como ciudadanos no queremos hacer el esfuerzo para lograrlos, porque se antepone el interés individual. ¿Por qué pagar el IVA si se puedes ahorrar un dinero? Ya lo pagará otro por mí. “Anhelamos la igualdad, siempre y cuando no sea nuestra riqueza la que está en juego; abogamos por la solidaridad, pero más cuando la recibimos que cuando la damos; exigimos más seguridad, pero no a cambio de nuestras libertades, y queremos una economía próspera, pero lo que nos hace más ricos a corto plazo, nos empobrece a largo plazo”. Es un patrón que se repite: “Nuestro propio interés perjudica nuestra capacidad para alcanzar objetivos colectivos”, señala Ansell.
Una de las cuestiones más claras que ilustra esas contradicciones es la del cambio climático. En 1956 en The New York Times se publicaba un artículo en el que se daba cuenta de ello: “El calentamiento de la Tierra podría deberse al aumento del dióxido de carbono en el aire”. El autor era Waldemar Kaempffert, que retomaba una teoría formulada en 1861, pero que no se había tomado en serio. Las emisiones de dióxido de carbono de origen humano podrían estar calentando la atmósfera de forma permanente”. Hay un consenso científico que se ha alcanzado con el paso del tiempo. Pero la política no ha podido lograr una acción conjunta. “No sabemos cómo conseguir que alguien actúe en consecuencia, a pesar de que es algo que nos afecta a todos. ¿Por qué hemos demostrado tanta pasividad, si desde hace décadas sabemos que el cambio climático supone una terrible amenaza para la humanidad?”
La política ha acabado siendo considerada como un vocablo negativo. ‘Se hace demasiada política’, ‘todo es política’, son comentarios que denotan un menosprecio. Pero la política es la acción colectiva, y se debe entender bajo ese significado. Es, por tanto, más necesaria que nunca para superar los legítimos intereses personales. Es necesaria para que actúe como una especie de corsé que nos limite y que controle el propio sistema democrático, que nunca puede ser entendido por el “poder del pueblo”, porque, ¿quién es el pueblo, y quién hablará en nombre de él? No será otro que un autócrata, que un populista.
Ansell parte de la democracia, como una de esas cinco fallas del sistema. La queremos, nos gusta, decimos que no podríamos defender otra cosa, pero también creemos que no acaba de resolver nada, porque no hay manera de alcanzar consensos. En el otro lado aparece el modelo chino, pero tampoco nos agrada. ¿Qué hacer? La democracia sin restricciones provoca el caos. Es necesario limitarla, para, precisamente, protegerla. Y lo que se apunta es que es necesario ofrecer fórmulas nuevas que garanticen un gobierno responsable, con más instituciones democráticas. Mejorar la democracia “con más democracia”. El problema está ligado a los sistemas electorales, a la mejor representación de los ciudadanos. En España es, tal vez, el principal problema en los últimos años. El sistema funciona, pero los consensos sobre algo fundamental son cada vez más difíciles, y se acaba de formalizar un acuerdo para formar un ejecutivo con muchos pequeños grupos parlamentarios, frente a una oposición fuerte. ¿Son llevaderas las democracias a partir de acuerdos frágiles?
El deseo de igualdad debe hacer frente, también, a su propia trampa. En ningún otro lugar se ilustra mejor que en Estados Unidos. Si se quiere garantizar los derechos económicos a todo el mundo, no se podrá restringir que el 0,1% acabe reteniendo el 20% de toda la riqueza. Habrá y hay multimillonarios, como Jeff Bezos, que defenderán esa libertad, como todo ciudadano norteamericano. Pero, ¿se puede sostener un país en esa desigualdad galopante? Aquí Ansell hace alusión a los sistemas fiscales, que han ido perdiendo fuerza en las últimas décadas. Y la política no se atreve a recuperar la fiscalidad de los años cincuenta o sesenta. Ha dado por perdida esa batalla, y eso repercute en el sistema. Los impuestos han dejado de ser populares. No se quieren pagar. Una propuesta es la de incidir en el Impuesto de Patrimonio, una idea que defiende el economista Piketty. Para Ansell “es donde las disparidades siguen siendo perniciosamente altas”.
En cuanto a la solidaridad, la necesidad de comprensión y de entender al otro es determinante. “La política fracasa porque cuando intentamos cuidar del prójimo, caemos enseguida en la trampa de la solidaridad: la solidaridad solo nos importa cuando la necesitamos”. La cuestión es que, además, la solidaridad va por barrios: para mi grupo social, para mi grupo étnico, o para mi grupo religioso. En este bloque se apunta como posible ayuda la Renta Básica Universal, que tiene sus defensores, pero también muchos detractores. Pero se aboga por un concepto más amplio que supere a quién y cómo se debe ayudar. Es el llamado “nacionalismo cívico”, y que pasa, también, por una mayor transparencia: qué pagamos y cómo lo pagamos y para ayudar a quién: “Si en lugar de disimular la financiación pública mediante deducciones ayudáramos a la gente a entender qué es lo que paga con sus impuestos, el apoyo a lo público se afianzaría en lugar de debilitarse. Quienes defienden un mayor apoyo público a la solidaridad tienen que ser abiertos y transparentes en lo referente a lo que paga la ciudadanía, en lugar de ocultarlo a golpe de legislación fiscal”.
Sobre la seguridad, muy cuestionada durante la pandemia del Covid, con todos los ciudadanos encerrados por el virus, aunque con legislaciones distintas, el gran dilema es establecer los límites de una vigilancia que ha sido cada vez más exhaustiva. Y la rendición de cuentas es exigible. La política debe entrar en ese campo, sin titubeos. “Si queremos que las actuaciones policiales sigan rigiéndose por el consentimiento y que la sociedad civil tenga control sobre el ejército, necesitaremos mecanismos claros de rendición de cuentas y que desde la política se impida que haya encubrimientos entre los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad”.
En cuanto a la prosperidad, la clave es que la política sirva para pensar a medio y largo plazo, para planificar, algo denostado porque se asoció a los regímenes comunistas sin libertades políticas, pero que Occidente ha abandonado sin tomar conciencia de su importancia. Las instituciones han dejado de pensar en el largo plazo. Y un crecimiento económico de hoy es un empobrecimiento mañana. La fuerza del “mercado” no es suficiente, y el Estado se ha desentendido. ¿Qué hacer? “Para escapar de la trampa de la prosperidad debemos adquirir compromisos a largo plazo, contenernos y tratar de no sucumbir a las tentaciones cortoplacistas”. En ocasiones eso se ha hecho, “como cuando regulamos la banca con el fin de evitar que la especulación desestabilice el sistema financiero”.
La llamada de atención de Ansell es que la política sirve, es útil. Las alternativas, en realidad, no existen. La política fracasa cuando se interioriza que podemos solventar problemas sin ella. Pero sin decisiones colectivas, sin acuerdos sobre lo público, no habrá salvación, viene a decir el autor. La política es ardua, compleja, dura, pero, ¿la alternativa es dejarnos ir en función de los intereses individuales? La acción colectiva resuelve problemas y conflictos. Hagan política y no tachen a nadie de inmoral, porque los intereses individuales los defendemos todos. Existen. No podemos cerrar los ojos. ¿Todo eso se podría aplicar ahora a España? Jueguen. La política está entre nosotros.