Veinte años después del mayo del 68, una empresa llenó las vallas publicitarias de Francia con un anuncio: “1968: cambiar la vida; 1988: cambiar la cocina”. El escepticismo cínico y la desilusión respecto al futuro se imponían sobre las ansias de transformación social. “Cambiar la vida” era uno de los principales lemas del situacionismo, cuyo máximo representante fue Guy Debord. Una consigna revolucionaria que había cuajado en el lenguaje ordinario. Un anhelo universal y eterno.
La editorial Pepitas de Calabaza acaba de reeditar uno de los mejores estudios sobre la obra de Debord. Su título es, simplemente, el nombre del personaje, aunque el autor, el filósofo alemán afincado en Italia, Anselm Jappe, reconoce que no es una biografía, quizás porque Debord es uno de esos raros especímenes que intentan y casi consiguen adecuar su forma de vivir a su forma de pensar. O viceversa: “Nada puede excusar que la vida no sea absolutamente apasionante”, escribió. Más de medio siglo después de la aparición de su obra clave (La sociedad del espectáculo) la consigna de vivir sigue, valga la redundancia, viva. Aunque más como deseo que como realidad. Y los deseos insatisfechos no mueren De ahí, quizás, la vigencia de un pensador que llenó de esperanzas y lemas el mayo del 68 francés, extendiendo su influencia hasta nuestros días.
Guy Debord (1931-1994) reconocía la influencia de Guillem d’Apolinaire y de Isidore Lucien Ducasse, conde de Lautréamont. Pero también se percibe en él el rastro de su trato con el surrealismo (al que acabaría combatiendo por considerarlo un factor de alienación). No menor influencia tuvieron sus coetáneos Henry Lefebvre y Cornelius Castoriadis. Con ambos mantuvo relaciones intelectuales intensas y con ambos acabaría rompiendo. Negó el valor de Jean-Paul Sartre, pero el mismo nombre de situacionismo, que enlaza con la “moral de situación” propugnada por Sartre, evidencia que las obras del filósofo francés provocaron en él algo más que rechazo. Los escritores cercanos al PCF fueron objeto sistemático de su crítica, igual que una de las corrientes filosóficas dominantes: el estructuralismo. Un pensamiento funcionarial, escribió, “garantizado por el Estado”.
Tanto en La sociedad del espectáculo como en los textos que durante 12 años publicó la revista de la Internacional Situacionista, hay una vindicación de la vida y una crítica mordaz de las ataduras que la dificultan, ataduras que Debord vincula a la organización productiva del sistema capitalista. El capitalismo, sostenía, cosifica al hombre y lo aliena, le impone una ideología. Emplea este término en el sentido que le da Marx en La ideología alemana. La ideología es una visión deformada de la realidad. Deformada porque la situación objetiva del hombre le impide una visión global y ajustada. Sólo mediante la crítica de lo dado es posible acceder a la realidad. Sin ella, el individuo tiene una percepción incompleta, reforzada por las visiones del mundo que transmiten los medios de comunicación convertidos en espectáculo. El espectáculo sustituye a la realidad, la falsifica y deforma, siguiendo las consignas de poderes ocultos que sirven a intereses perfectamente detectables. Debord veía un ejemplo en el terrorismo de los setenta, especialmente el italiano. Dospechó siempre de la connivencia de los servicios secretos con los autores del asesinato de Aldo Moro y con las actuaciones tanto de las Brigadas Rojas como de las tramas negras parafascistas. El espectáculo del terrorismo, sostenía, tiene como objetivo convertir la violencia del Estado en un mal menor.
La principal aportación del estudio de Jappe es conectar el pensamiento de Debord con el marxismo. Aunque buena parte del eco situacionista en el mundo postsesentayochista tuvo tintes libertarios, la base argumental de su fundador es esencialmente marxista, hija de una lectura de Marx y de la interpretación hecha por Georg Lukács en Historia y conciencia de clase. Debord insiste: el capitalismo transforma en valor de cambio (mercancía) los valores de uso. El hombre arrojado al mercado de trabajo capitalista deja de ser un fin en sí mismo para convertirse en un valor de cambio. Pierde el control de su tiempo que deviene mercancía. Pero no debe percibirlo como un sometimiento, sino como un ejercicio de libertad: la libertad de mercado.
La alienación afecta al individuo particular y a su articulación en la clase obrera. Al alienarse, el proletariado, portador de los valores revolucionarios, pierde su capacidad de transformar el mundo, incluso la de pensar en la transformación.
Cambiar la cocina
Entre los muchos atisbos de profetismo de Debord figura el de haber vaticinado el proceso de proletarización de las clases medias y, en paralelo, la tentación de algunos pensadores de izquierdas de encontrar un nuevo sujeto revolucionario que ocupara el trono dejado vacante por el proletariado: los países del tercer mundo y sus luchas anticolonialistas, el feminismo, los movimientos estudiantiles, los inmigrantes, las propuestas de liberación sexual y, en general, cualquier minoría marginada. En vano. Ninguno de ellos ha sido capaz de enarbolar un estandarte universal. El último grupo social que hizo algo así fue la burguesía. “La burguesía y el proletariado, son las dos únicas clases revolucionarias de la historia, pero en condiciones diferentes: la revolución burguesa está hecha; la revolución proletaria es un proyecto nacido sobre la base de la revolución precedente, pero difiriendo de ella cualitativamente”, resume Jappe.
El “socialismo real” fue un fracaso porque confundió el objetivo que no era planificar la economía y aumentar el nivel de vida sino “dar sentido a la vida”. La burguesía puede pactar subidas salariales y mejoras sociales, siempre que mantenga a la gente en la banalidad. De ahí que el espectáculo niegue lo existente (sobre todo el conflicto) y ofrezca un monólogo permanente, vetando cualquier posibilidad de diálogo que ofrezca acceso a la crítica. El proletariado pierde el poder sobre la vida. “La cuestión”, escribe Debord, “no es comprobar que la gente vive más o menos pobremente, sino que siempre vive de una manera que se le escapa”.
Debord quiso ver en el mayo francés del 68 el triunfo de su visión de la historia. Se cuestionaban los valores políticos y morales, la explotación laboral y la estructura jerárquica de las familias, el consumo y el ocio.
Tanto la Internacional Situacionista como su predecesora, la Internacional Letrista, a la que también perteneció Debord, nacieron con espíritu iconoclasta frente a los valores dominantes. De preferencia, de forma irreverente. Dos ejemplos: durante la Pascua de 1950 uno de sus miembros entró en la catedral de Nôtre Dame ataviado con hábito dominico, subió al púlpito y anunció a la feligresía la muerte de Dios. Asimismo, en la primera película de Debord se incluyen no pocos minutos de silencio en negro. Un anticipo de lo que Peter Handke convertiría en la pieza teatral Insultos al público.
Esta voluntad de provocación bebe del ambiente de aquellos años. Tras la segunda guerra mundial, la economía crece y las condiciones de vida mejoran. La propia técnica deja de ser percibida como una amenaza para ser contemplada como una posibilidad que mejorará las condiciones de los oprimidos. El desmoronamiento de las ilusiones, lo que pasó a llamarse “desencanto”, llegó después, cuando la voluntad de cambiar la vida empezó a ser considerada inviable y muchos se conformaron con cambiar la cocina.
No fue el caso de Debord. Se mantuvo crítico hasta el final, convencido de que los cambios no pueden ser parciales. De ahí su escaso aprecio por movimientos no universales, como el hippismo. Debord siempre defendió una visión global, que empezara por depurar el lenguaje, colonizado por la clase dominante: “Hay que aceptarnos o rechazarnos en bloque. No discutimos pormenores”, escribió.
La unión de vida y obra
Debord fue también un adelantado en la denuncia de la sociedad de consumo, una trampa más del fetichismo de la mercancía. El aumento del ocio que se produce en los sesenta no significa la liberación del trabajo. El mundo sigue organizado en torno a la compraventa de la fuerza de trabajo y el acceso a bienes de consumo se convierte en “un deber añadido para las masas”. Un factor más de alienación. El “obrero redimido del total desprecio que le notifican las modalidades de organización y vigilancia de la producción, fuera de ésta se encuentra tratado aparentemente como una persona importante, con solícita cortesía, bajo el disfraz de consumidor”. Pero ese “consumidor real” consume ilusiones. “La mercancía es esta ilusión efectivamente real, y el espectáculo su manifestación general”, sintetiza Anselm Jappe. “La organización del ocio se ha convertido en una necesidad para el Estado capitalista y para sus sucesores marxistas. En todas partes el ocio se limita al embrutecimiento obligatorio de los estadios o de los programas televisivos”.
Incluso el arte, aparentemente actividad creativa, deriva en factor alienante, sustituyendo a la religión hasta convertirse en un nuevo “opio del pueblo”. Debord propone destruirlo o llevarlo a la vida “No queremos trabajar en el espectáculo del fin del mundo sino en el fin del mundo del espectáculo”. El arte es objeto de consumo, de alienación, asociado a los procesos de manipulación de los medios de comunicación que repiten una consigna para convertirla en la verdad mientras silencian lo que no quieren que se sepa, hasta que deja de existir. Y es que, después de todo, cada época privilegia sus propios verbos esenciales. Los griegos apostaron por el ser; la sociedad del capitalismo, por el tener; en el presente importa el aparecer. Lo que no se publicita no existe. Parte del espectáculo consiste en construir la ocultación, añadida a la mentira. Quizás por eso en vida fue sistemáticamente vilipendiado. En marzo de 1984 fue asesinado a tiros en un aparcamiento uno de sus mejores amigos, Gerard Lebovici, empresario de éxito que no dudó en cambiar de rumbo para cambiar su vida. Se llegó a sugerir, sin pruebas, que Debord estaba implicado en esa muerte. Escribió Consideraciones sobre el asesinato de Gerard Lebovici para desmentir las acusaciones. Diez años después, Debord, que padecía polineuritis alcohólica, puso fin a su vida. Antes pidió a sus amigos que quemaran los manuscritos de los tomos tercero y cuarto de Panegírico, un texto autobiográfico. Una vez más unía vida y obra, forzando el fin abrupto de ambas.