Jordi Ibáñez Fanés, profesor de Filosofía en la Universidad Pompeu Fabra, acaba de publicar Trías y el joven Trías, libro formado por tres partes muy diferentes con un denominador común: la obra de Eugenio Trías. La conoce bien, ya que es coordinador del Centro de Estudios Filosóficos Eugenio Trías (CEFET) que gestiona los fondos legados por el filósofo barcelonés. Primero describe la evolución de su pensamiento, partiendo del hecho de que, aunque de forma inconsciente, la teoría del límite aparece ya insinuada en los primeros escritos. Se trata de un análisis ordenado, de corte académico; si bien es un texto interpretativo y no un mero resumen.
“Tres herederos risueños”, segundo capítulo, contextualiza histórica e intelectualmente la obra de Trías, vinculándola a la de otros dos pensadores que comparten algunas peculiaridades: desde la voluntad de innovación, hasta las influencias ajenas a las filosofías dominantes. Son Xavier Rubert de Ventòs y Fernando Savater. El título procede de la comedia de Max Ophuls Die lachenden Erben, usado en singular por José María Valverde al referirse a Rubert en el prólogo a El arte ensimismado.
El último capítulo está dedicado, aunque no sólo, a los textos de Trías sobre cine, desde el supuesto que conectan con su obra filosófica. Es, quizás, el escrito más sugerente y en él resulta difícil no ver, además, algunas reflexiones sobre la narración y la ficción que deben de preocupar al Jordi Ibáñez también novelista.
“La filosofía es impensable sin los filósofos, sin su vidas”, escribe Ibáñez Fanés. Esto explica sus idas y venidas a El árbol de la vida, el volumen autobiográfico de Trías, cuyo principal defecto es que sólo cubre 33 años. La idea fuerza de la obra de Trías es la del límite, espacio intelectual y ontológico en el que se mueve el hombre. Una idea conectada tanto con la noción de sombra de su primer texto publicado, como con la de demarcación, que hace que la filosofía se enfrente a los saberes que son y a los que pretenden serlo.
Se diría, apunta el autor en una de las posibles interpretaciones de la obra de Trías, “que en realidad el filósofo siempre estuvo pensando y dando vueltas a lo mismo, que la cuestión del límite, como corte y articulación, estuvo prefigurada desde el comienzo”. Y más adelante: “El límite es una idea evidente en toda la conceptualización de la sombra en su primer libro: un saber-luz que proyecta una sombra”. Así, no es casual que “Trías, en 1970, expusiera, y hay que suponer que sin ser consciente de ello, una suerte de programa para su filosofía futura”.
El énfasis inicial de Trías sobre la sombra no oculta que “una filosofía es tanto más poderosa cuanto menor espacio deja en sombra”, según escribió en Metodología del pensamiento mágico, donde “encontramos perfectamente anticipado el ambicioso programa de la filosofía del límite”.
Sostiene Ibáñez Fanés que “siempre hubo dos Trías” y que cuando distingue entre Trías y el Trías joven no remite “a dos momentos distintos de una misma vida, sino a dos caras de una misma moneda viva y en circulación a lo largo de toda la vida del filósofo”. En La dispersión, obra primeriza, muy diferente al resto, “nos encontramos con el Trías escéptico y melancólico ante su época junto con el Trías provocador y perfectamente integrado en la iconoclastia del momento”.
Al hablar de las influencias, Kant y Wittgenstein aparecen mucho más frecuentemente que Hegel, a quien Trías dedicó su tesis doctoral (El lenguaje del perdón). En los años en los que aparece La filosofía y su sombra, en la Academia española dominaba aún un tomismo rancio y empezaba a declinar el existencialismo sartriano. Heidegger será recuperado a partir de los ochenta, asociado al pensamiento débil. Pero se insinuaban ya el pensamiento analítico y un marxismo que remitía a la dialéctica hegeliana.
La recuperación kantiana llegaría más tarde. Por eso sorprende la agudeza de Ibáñez Fanés al detectar la presencia del criticismo en Trías. La de Wittgenstein es diferente. La lectura profunda de este autor la hará Eugenio Trías más tarde. Ibáñez Fanés aporta una cita, procedente de la documentación depositada en la UPF: “Somos seres escindidos, cortados, atravesados por un límite interior que separa lo meramente fisiológico de lo intencional, lo inconsciente de lo consciente, el olvido del recuerdo, el lenguaje que usamos para comunicarnos del lenguaje que nos habita y que nos habla, el pensamiento que pensamos de lo que nos piensa, lo adquirido y aprendido libremente (…) El límite es la cuerda floja en que vivimos”.
Si bien, “hay dos límites que definen una vida: el nacimiento y la muerte”. Juega aquí el tiempo, noción que Trías trata más ampliamente en sus textos musicales. Escribe Ibàñez Fanés: “El horizonte del que espera y el horizonte del que teme son muy distintos (…): el mundo del hombre feliz nada tiene que ver con el mundo del hombre infeliz. Quién habita un lugar y espera algo que puede o debe aparecer en el horizonte, contemplará ese horizonte, de modo muy distinto, en función de si lo que espera algo deseable o algo temible peligroso”.
Los aspectos biográficos de Trías están muy presentes en su concepción metafísica. Pero no sólo. Hay en él una voluntad de ser y de expresarse que se transmuta en una voluntad de estilo, de decir y de crear, sobre todo, un lenguaje adecuado al pensamiento. Enlaza con esto el segundo capítulo, en el que, aun reconociendo que los tres autores analizados no son los únicos filósofos en la España de en torno a 1970, cree advertir en ellos características comunes. Entre otras, su ruptura con el pasado y la presencia de influencias ajenas a las entonces dominantes en las academias españolas.
A partir de los años ochenta, cada uno seguirá un rumbo distinto: Rubert “dejará de producir textos filosóficamente interesantes”. Trías desarrollará “su particular travesía en el desierto, a menudo incomprendida” hacia un “sistema” que se abre con Filosofía del Futuro. “Savater iniciará una evolución hacia una ética más liberal”. Los tres mantuvieron, también, cierta distancia hacia la Academia. “Conscientes de su inteligencia y su talento, los tres compartieron la clara ambición de hacerse oír como intelectuales singulares”.
El tercer capítulo es, en cierto sentido, el más cercano a Eugenio Trías. Ibáñez Fanés lo puebla de preguntas, tan presentes en la obra del filósofo. Hay dos muy tempranas: “¿Cuál es el vínculo entre contar e interpretar? ¿Y qué relación guarda esta cuestión con la filosofía de Eugenio Trías?” La respuesta estrictamente filosófica llega casi de inmediato: “Del mismo modo que al contar la película se la interpreta, en el límite, al vivirlo, al experimentarlo existencialmente -o si se prefiere al convertirlo en un ethos, en doble sentido del lugar que imprime carácter y del carácter que marca el lugar-, se da sentido como límite”.
El lector no debe detenerse ahí. Hay que seguir, si le es fácil, habiendo revisitado Vértigo, Persona y Fresas salvajes, porque además de Vértigo, “ninguna otra película, permite meditar mejor sobre la cuestión del límite que Persona (…) Vértigo, marca la experiencia limítrofe entre la vida y la muerte, expresada en la zona del deseo y sus fantasmas -o fantasías-, Persona la marca en la zona también limítrofe donde se juegan lo incomunicable y lo indecible”. El análisis fluctúa entre la narración fílmica, sus zonas de sombra, y que Trías hace y se hace ya que “el punto ciego de una historia guarda un parentesco conceptual con la cuestión del límite”.
Pero tal vez sea mejor dejar un cierto suspense sobre este texto, asumiendo que, como sostiene Ibáñez: “Se dirá que todas las historias de suspense y de misterio tienen un fuera de campo, un punto ciego, una zona de desconocimiento que constituye, precisamente, la mecánica que permite que el suspense funcione”, expresiones que tal vez se puedan vincular a las zonas de sombra del joven Trías”.