El veranillo de la vida
La literatura y el cine han tratado la jubilación con mofa y también con respeto. Retiro y vejez dejaron de ser sinónimos: cinco libros y tres películas nos lo explican
20 agosto, 2021 00:00La jubilación, la vejez, la tercera edad, como cada uno quiera llamar a la etapa de la vida en la que acaban las obligaciones laborales, se pone de actualidad cada vez que el Gobierno de turno plantea soluciones para asegurar el futuro del sistema público de pensiones. Las cifras y sus proyecciones, tanto de gasto como de ingresos, son claras y fáciles de entender, pero siempre originan grandes polémicas. La invención del retiro pagado tal como ahora lo conocemos es relativamente reciente, apenas tiene siglo y medio, pero ha generado una gran producción literaria tamizada casi siempre por la ironía y la comedia. Con rarísimas excepciones, hasta hace bien poco la mofa ha estado presente en cualquier intento de aproximación.
Las dos novelas en castellano que mejor abordan el fenómeno y que se alejan claramente de ese tratamiento fueron editadas el mismo año, 1959, y escritas por autores nacidos en 1920; por lo tanto, solo tenían 39 años en el momento de publicarlas, y, pese a esos paralelismos, 10.000 kilómetros separaban a sus autores. Los personajes centrales de ambos relatos son funcionarios, en el sentido más estricto de la expresión en la primera historia y de mentalidad en la segunda. A los dos les persiguen la soledad, la memoria y la muerte; el pesimismo.
Miguel Delibes publicó en La hoja roja la historia de un hombre de 70 años, recién retirado que se enfrenta con temor a su nueva realidad. Mario Benedetti nos cuenta en La tregua la vida de alguien aún más metódico, 20 años más joven que el primero –en aquella época los empleados de ciertas empresas de Uruguay podían cesar muy pronto– que anhela cumplir los 50 para dedicarse a no hacer nada, aunque ciertas sospechas de aburrimiento le nublan sus felices perspectivas. En ambas novelas el trabajo tiene un gran protagonismo.
El escritor castellano nos explica que Eloy Núñez (Don Eloy) es verdaderamente un hombre completo solo mientras acude cada día a la oficina, que la jubilación se ha convertido en la antesala de la muerte porque su empleo le daba una justificación existencial que ha perdido al cruzar para siempre la puerta del despacho; una discapacitación de la que no ha sido consciente hasta ese mismo momento. Al uruguayo Martín Santomé le pasa algo semejante: aspira al retiro para dedicarse al ocio –ahí es donde él cree que se esconde el paraíso– sin saber que la búsqueda de la felicidad probablemente no merece esfuerzo alguno: apenas dura unos instantes, es una simple tregua en un mundo difícil en el que lo único constante es el dolor y la muerte. Su propia biografía lo demuestra. La historia de La tregua se ubica en uno de los zigzagueantes periodos de prosperidad de Uruguay, en aquel momento a años luz de España en lo que a costumbres sociales y libertades políticas se refiere.
Delibes recoge el testigo de los pensadores españoles de finales del siglo XIX que se resistieron a la idea del progreso como nuevo credo, como un objetivo nacional. En el momento de escribir La hoja roja –alusión a la lámina que apare en los librillos de papel de liar tabaco para avisar de que se agota–, España iniciaba la etapa del desarrollismo a que dio lugar el primer plan de estabilización, acababa de matricularse el Seiscientos número cero y las industrias de algunas zonas del país absorbían la mano de obra que el campo expulsaba.
El escritor vallisoletano abordó esta misma cuestión en otras obras, como Diario de un jubilado, que fue llevada al cine por Francesc Betriu. El guión de Rafael Azcona hizo irreconocible el texto original después de profundizar en aquella sosegada crítica a la sociedad de consumo aún en pañales hasta transformarla en la disección vitriólica de la vida de los españoles enganchados a los concursos televisivos con la mirada puesta en el apartamento en Torrevieja.
Benedetti y Delibes tratan la jubilación como algo muy distinto al júbilo, con incertidumbres económicas, pero sin centrar la vida de sus protagonistas en esas penurias. La soledad y el amor egoísta que renace en los viejos desplaza todo lo demás. En los dos casos el punto de partida para abordar la soledad y el miedo de Eloy y Martín es el respaldo que el Estado presta al retiro laboral –entonces también era así en Uruguay, aunque luego adoptó un sistema mixto de reparto y capitalización–, un apoyo mínimo, pero suficiente. Viven con cierta estrechez, pero el bolsillo no manda en su existencia, aunque la condicione.
Las dos novelas describen la cruda realidad de un hombre inactivo pese a tener garantizada la subsistencia, una novedad histórica en sus respectivos países y en la mayor parte del mundo: vivir sin tener que trabajar. La jubilación, esa nueva fase de la vida, quizá la única en la que el personaje es plenamente consciente del cambio, un cambio que será el último. ¿El precipicio?
–Por qué es tan horrible la vida, abuelo”.
Estas frases forman parte del diálogo entre August Brill y su nieta Katya Furman, una jovencita que atraviesa una crisis y a la que el periodista jubilado de 72 años no sabe dar una respuesta menos derrotista. Él quiere verlo así, aunque sabe que miente. Brill dedica sus largas noches de insomnio a inventar historias porque no quiere recordar la suya propia, y mucho menos a Sonia, su esposa muerta hace apenas dos años, junto a la que tuvo una buena vida, incluso intensa. El filtro de la senilidad lo ennegrece todo, y prefiere no atormentarse. Un hombre en la oscuridad. Así tituló Paul Auster la novela en la que cuenta una decrepitud que se empeña en dar la espalda a un pasado repleto de vivencias hermosas. Un presente fúnebre pesa mucho más.
Mientras que para Auster la jubilación es un soporte realista para tratar la vejez, otros autores han preferido abordarla de forma colateral, incluso con un tono desenfadado. En el cine se hizo famosa Cocoon (1985), una película sobre la tercera edad que se le ocurrió al argentino David Saperstein después de visitar a los padres de su mujer en el retiro dorado de Florida y encontrarlos, junto a sus colegas de balneario, pendientes de la bolsa y los mercados financieros, más entretenidos en ver crecer sus ahorros que en disfrutar de las posibilidades que estos les ofrecían. En lugar de abordar el fenómeno de frente, prefirió tocarlo tangencialmente y centrarse en el divertimento, algo así como el regreso a la infancia.
Julie Gravas también quiso utilizar la ironía para explicar en su cinta Tres veces veinte (2011) la historia de Adam, un arquitecto que no acaba de encajar la sesentena y su paso a un segundo plano en la profesión, la víspera de la retreta. Su mujer, Mary, vive un tránsito semejante que también la tiene perdida. Y es que, como alguien ha dicho, “hacerse viejo no es para blandengues”. La hija de Costa-Gravas prefiere dar su propio enfoque a las cosas, y donde su padre habría visto un choque social producto de la división del trabajo y la explotación, ella opta por aplicar una visión amable de final feliz y sonrisa pacificadora ante el inevitable desenlace de la vida. ¿Quién no ha intentado alguna vez demostrar lo joven que es, pese a lo que diga la partida de nacimiento? Desmentir al registro civil. ¿Quién no ha pensado alguna vez que la juventud está sobrevalorada? Pues eso.
Mario Aldana es otro arquitecto, un poco más joven que Adam, pero ya en la cincuentena, al que un ataque de vértigo marca un antes y un después de su vida. En La otra parte del mundo, Juan Trejo, describe un viaje desde la madurez de la cincuentena, pero al revés. Siguiendo el esquema de El mago de Oz, el autor traza un personaje que no tiene claro lo que quiere, pero que poco a poco se da cuenta de que lo que realmente desea es volver a una vida de la que huyó utilizando el trabajo y el éxito profesional como excusas para no afrontar lo que más le importaba, pero que a la vez más le comprometía y desafiaba. La cincuentena no es, en este caso, la puerta para una nueva etapa, sino la del retorno para regresar al lugar del que nunca habría salido de no ser por el huracán que lo transportó a un mundo imaginario.
Isabel Coixet va un poco más allá y sitúa en el medio siglo una nueva ventana de oportunidad, el inicio de una fase con sus propios atractivos, quizá más placenteros que los juveniles, sobre todo para quienes han tenido una adolescencia contenida. Otra vida. La directora barcelonesa elige Benidorm –Nieva en Benidorm– porque es el lugar ideal para mostrar cómo y en qué emplean su existencia los jubilados europeos en esa mole de cemento que se ha comido uno de los rincones más bonitos del Mediterráneo español. En un escenario construido con exotismo impostado, negocios inmobiliarios turbios, alcohol, prostitución y drogas, dos personas que ya han superado esa primera fase pueden iniciar una nueva etapa. Hace un siglo, el hombre era consciente de la brevedad de la vida a los 30 años, pero ahora esa certeza no se revela hasta pasados los 50, como le ocurre a los personajes de Coixet, Gravas y Trejo.
Pascal Bruckner ha bautizado esa frontera como el “veranillo de la vida”, una nueva oportunidad para quienes sienten la necesidad de seguir adelante, de disfrutar sin resignarse al cartón piedra de los parques temáticos. Un instante eterno es el broche de una serie de cuatro ensayos que el filósofo francés inició en 1995 con La tentación de la inocencia y que bien podría resumirse en esta sentencia: “Solo hay una forma de retrasar el envejecimiento: permaneciendo en la dinámica del deseo”.
Bruckner sostiene que el enorme incremento de la longevidad del último siglo únicamente condicionaría en positivo nuestra vida si no fuera porque lo que en realidad prolonga la medicina es la vejez; nadie puede ampliar la década de los 30 o los 40. Sin embargo, considera que la mirada debe ser optimista y generosa porque la vida no es un regalo, sino un préstamo que hemos de devolver a quienes nos suceden en las mejores condiciones posibles.
El crecimiento de la esperanza de vida y el deseo de acometer nuevas experiencias son fenómenos paralelos a los intentos de los gobiernos por retrasar la edad de jubilación más allá de los 65 años, un empeño que no encuentra el eco que debiera. Apenas un 5% de los franceses han aceptado la posibilidad de desarrollar trabajos complementarios con la pensión, el mismo porcentaje de españoles que se han acogido a la fórmula que permite cobrar más a cambio de retrasar voluntariamente el retiro.
La perspectiva de la vejez de este pensador francés (72 años) es vitalista y entusiasta, pero no deja de ser realista en todo momento. Ser anciano no es una enfermedad de la que uno deba recuperarse: “A cualquier edad, la salvación está en el trabajo, el compromiso, el estudio”. Por eso sentencia que tanto los ciudadanos como los estados deben aplicar fórmulas flexibles para evitar que la jubilación sea el paradigma de una gran conquista que se convierte en una calamidad para sus beneficiarios.
La jubilación, la vejez, la tercera edad, como cada uno quiera llamar a la etapa de la vida en la que acaban las obligaciones laborales, se pone de actualidad cada vez que el Gobierno de turno plantea soluciones para asegurar el futuro del sistema público de pensiones. Las cifras y sus proyecciones, tanto de gasto como de ingresos, son claras y fáciles de entender, pero siempre originan grandes polémicas. La invención del retiro pagado tal como ahora lo conocemos es relativamente reciente, apenas tiene siglo y medio, pero ha generado una gran producción literaria tamizada casi siempre por la ironía y la comedia. Con rarísimas excepciones, hasta hace bien poco la mofa ha estado presente en cualquier intento de aproximación.
Las dos novelas en castellano que mejor abordan el fenómeno y que se alejan claramente de ese tratamiento fueron editadas el mismo año, 1959, y escritas por autores nacidos en 1920; por lo tanto, solo tenían 39 años en el momento de publicarlas, y, pese a esos paralelismos, 10.000 kilómetros separaban a sus autores. Los personajes centrales de ambos relatos son funcionarios, en el sentido más estricto de la expresión en la primera historia y de mentalidad en la segunda. A los dos les persiguen la soledad, la memoria y la muerte; el pesimismo.
Miguel Delibes publicó en La hoja roja la historia de un hombre de 70 años, recién retirado que se enfrenta con temor a su nueva realidad. Mario Benedetti nos cuenta en La tregua la vida de alguien aún más metódico, 20 años más joven que el primero –en aquella época los empleados de ciertas empresas de Uruguay podían cesar muy pronto– que anhela cumplir los 50 para dedicarse a no hacer nada, aunque ciertas sospechas de aburrimiento le nublan sus felices perspectivas. En ambas novelas el trabajo tiene un gran protagonismo.
El escritor castellano nos explica que Eloy Núñez (Don Eloy) es verdaderamente un hombre completo solo mientras acude cada día a la oficina, que la jubilación se ha convertido en la antesala de la muerte porque su empleo le daba una justificación existencial que ha perdido al cruzar para siempre la puerta del despacho; una discapacitación de la que no ha sido consciente hasta ese mismo momento. Al uruguayo Martín Santomé le pasa algo semejante: aspira al retiro para dedicarse al ocio –ahí es donde él cree que se esconde el paraíso– sin saber que la búsqueda de la felicidad probablemente no merece esfuerzo alguno: apenas dura unos instantes, es una simple tregua en un mundo difícil en el que lo único constante es el dolor y la muerte. Su propia biografía lo demuestra. La historia de La tregua se ubica en uno de los zigzagueantes periodos de prosperidad de Uruguay, en aquel momento a años luz de España en lo que a costumbres sociales y libertades políticas se refiere.
Delibes recoge el testigo de los pensadores españoles de finales del siglo XIX que se resistieron a la idea del progreso como nuevo credo, como un objetivo nacional. En el momento de escribir La hoja roja –alusión a la lámina que apare en los librillos de papel de liar tabaco para avisar de que se agota–, España iniciaba la etapa del desarrollismo a que dio lugar el primer plan de estabilización, acababa de matricularse el Seiscientos número cero y las industrias de algunas zonas del país absorbían la mano de obra que el campo expulsaba.
El escritor vallisoletano abordó esta misma cuestión en otras obras, como Diario de un jubilado, que fue llevada al cine por Francesc Betriu. El guión de Rafael Azcona hizo irreconocible el texto original después de profundizar en aquella sosegada crítica a la sociedad de consumo aún en pañales hasta transformarla en la disección vitriólica de la vida de los españoles enganchados a los concursos televisivos con la mirada puesta en el apartamento en Torrevieja.
Benedetti y Delibes tratan la jubilación como algo muy distinto al júbilo, con incertidumbres económicas, pero sin centrar la vida de sus protagonistas en esas penurias. La soledad y el amor egoísta que renace en los viejos desplaza todo lo demás. En los dos casos el punto de partida para abordar la soledad y el miedo de Eloy y Martín es el respaldo que el Estado presta al retiro laboral –entonces también era así en Uruguay, aunque luego adoptó un sistema mixto de reparto y capitalización–, un apoyo mínimo, pero suficiente. Viven con cierta estrechez, pero el bolsillo no manda en su existencia, aunque la condicione.
Las dos novelas describen la cruda realidad de un hombre inactivo pese a tener garantizada la subsistencia, una novedad histórica en sus respectivos países y en la mayor parte del mundo: vivir sin tener que trabajar. La jubilación, esa nueva fase de la vida, quizá la única en la que el personaje es plenamente consciente del cambio, un cambio que será el último. ¿El precipicio?
–Por qué es tan horrible la vida, abuelo”.
Estas frases forman parte del diálogo entre August Brill y su nieta Katya Furman, una jovencita que atraviesa una crisis y a la que el periodista jubilado de 72 años no sabe dar una respuesta menos derrotista. Él quiere verlo así, aunque sabe que miente. Brill dedica sus largas noches de insomnio a inventar historias porque no quiere recordar la suya propia, y mucho menos a Sonia, su esposa muerta hace apenas dos años, junto a la que tuvo una buena vida, incluso intensa. El filtro de la senilidad lo ennegrece todo, y prefiere no atormentarse. Un hombre en la oscuridad. Así tituló Paul Auster la novela en la que cuenta una decrepitud que se empeña en dar la espalda a un pasado repleto de vivencias hermosas. Un presente fúnebre pesa mucho más.
Mientras que para Auster la jubilación es un soporte realista para tratar la vejez, otros autores han preferido abordarla de forma colateral, incluso con un tono desenfadado. En el cine se hizo famosa Cocoon (1985), una película sobre la tercera edad que se le ocurrió al argentino David Saperstein después de visitar a los padres de su mujer en el retiro dorado de Florida y encontrarlos, junto a sus colegas de balneario, pendientes de la bolsa y los mercados financieros, más entretenidos en ver crecer sus ahorros que en disfrutar de las posibilidades que estos les ofrecían. En lugar de abordar el fenómeno de frente, prefirió tocarlo tangencialmente y centrarse en el divertimento, algo así como el regreso a la infancia.
Julie Gravas también quiso utilizar la ironía para explicar en su cinta Tres veces veinte (2011) la historia de Adam, un arquitecto que no acaba de encajar la sesentena y su paso a un segundo plano en la profesión, la víspera de la retreta. Su mujer, Mary, vive un tránsito semejante que también la tiene perdida. Y es que, como alguien ha dicho, “hacerse viejo no es para blandengues”. La hija de Costa-Gravas prefiere dar su propio enfoque a las cosas, y donde su padre habría visto un choque social producto de la división del trabajo y la explotación, ella opta por aplicar una visión amable de final feliz y sonrisa pacificadora ante el inevitable desenlace de la vida. ¿Quién no ha intentado alguna vez demostrar lo joven que es, pese a lo que diga la partida de nacimiento? Desmentir al registro civil. ¿Quién no ha pensado alguna vez que la juventud está sobrevalorada? Pues eso.
Mario Aldana es otro arquitecto, un poco más joven que Adam, pero ya en la cincuentena, al que un ataque de vértigo marca un antes y un después de su vida. En La otra parte del mundo, Juan Trejo, describe un viaje desde la madurez de la cincuentena, pero al revés. Siguiendo el esquema de El mago de Oz, el autor traza un personaje que no tiene claro lo que quiere, pero que poco a poco se da cuenta de que lo que realmente desea es volver a una vida de la que huyó utilizando el trabajo y el éxito profesional como excusas para no afrontar lo que más le importaba, pero que a la vez más le comprometía y desafiaba. La cincuentena no es, en este caso, la puerta para una nueva etapa, sino la del retorno para regresar al lugar del que nunca habría salido de no ser por el huracán que lo transportó a un mundo imaginario.
Isabel Coixet va un poco más allá y sitúa en el medio siglo una nueva ventana de oportunidad, el inicio de una fase con sus propios atractivos, quizá más placenteros que los juveniles, sobre todo para quienes han tenido una adolescencia contenida. Otra vida. La directora barcelonesa elige Benidorm –Nieva en Benidorm– porque es el lugar ideal para mostrar cómo y en qué emplean su existencia los jubilados europeos en esa mole de cemento que se ha comido uno de los rincones más bonitos del Mediterráneo español. En un escenario construido con exotismo impostado, negocios inmobiliarios turbios, alcohol, prostitución y drogas, dos personas que ya han superado esa primera fase pueden iniciar una nueva etapa. Hace un siglo, el hombre era consciente de la brevedad de la vida a los 30 años, pero ahora esa certeza no se revela hasta pasados los 50, como le ocurre a los personajes de Coixet, Gravas y Trejo.
Pascal Bruckner ha bautizado esa frontera como el “veranillo de la vida”, una nueva oportunidad para quienes sienten la necesidad de seguir adelante, de disfrutar sin resignarse al cartón piedra de los parques temáticos. Un instante eterno es el broche de una serie de cuatro ensayos que el filósofo francés inició en 1995 con La tentación de la inocencia y que bien podría resumirse en esta sentencia: “Solo hay una forma de retrasar el envejecimiento: permaneciendo en la dinámica del deseo”.
Bruckner sostiene que el enorme incremento de la longevidad del último siglo únicamente condicionaría en positivo nuestra vida si no fuera porque lo que en realidad prolonga la medicina es la vejez; nadie puede ampliar la década de los 30 o los 40. Sin embargo, considera que la mirada debe ser optimista y generosa porque la vida no es un regalo, sino un préstamo que hemos de devolver a quienes nos suceden en las mejores condiciones posibles.
El crecimiento de la esperanza de vida y el deseo de acometer nuevas experiencias son fenómenos paralelos a los intentos de los gobiernos por retrasar la edad de jubilación más allá de los 65 años, un empeño que no encuentra el eco que debiera. Apenas un 5% de los franceses han aceptado la posibilidad de desarrollar trabajos complementarios con la pensión, el mismo porcentaje de españoles que se han acogido a la fórmula que permite cobrar más a cambio de retrasar voluntariamente el retiro.
La perspectiva de la vejez de este pensador francés (72 años) es vitalista y entusiasta, pero no deja de ser realista en todo momento. Ser anciano no es una enfermedad de la que uno deba recuperarse: “A cualquier edad, la salvación está en el trabajo, el compromiso, el estudio”. Por eso sentencia que tanto los ciudadanos como los estados deben aplicar fórmulas flexibles para evitar que la jubilación sea el paradigma de una gran conquista que se convierte en una calamidad para sus beneficiarios.