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“Si hay en el cine alguna obra realmente inexpugnable a los asaltos de la interpretación es, sin duda, la de Buñuel”. Miguel Marías, en su reciente ensayo sobre el director aragonés, Otro Buñuel (Athenaica), deja clara con esta frase la dificultad que siempre ha entrañado el análisis de una obra cinematográfica que oscila entre la seriedad y la parodia, el humor y la gravedad, renuente su autor a ofrecer significados estables y predecibles. Como dijo él mismo alguna vez, la clave de la imaginación de Buñuel está en esa aleación tan suya de la extrema represión de su educación católica con la libertad radical que le proporcionó el surrealismo. El férreo control del sentido visual propio del catolicismo es asaltado una y otra vez por la insurgencia surrealista –lo que no se ve contra lo que se ve– propiciando con ello un constante desplazamiento semántico que, por su naturaleza, nunca puede concretarse en un significado definitivo.

Pero a pesar de ese límite, Miguel Marías, crítico veterano, nos ofrece en este libro la sabia meditación de toda una vida sobre el cine de Buñuel, enfrentándose a tópicos, simplificaciones y rutinas que muchas veces, como él mismo admite, han empobrecido una obra que por otra parte no ha hecho más que crecer en complejidad a lo largo de los años. Marías valora especialmente los inicios de Buñuel en el cine mudo –Un chien andalou y L’Âge d’Or–, reivindica con inteligentes razones la etapa mexicana, a menudo menospreciada por la precariedad de las producciones, y reordena y discute al Buñuel maduro, de Viridiana a Tristana o las últimas películas francesas.

Luis Buñuel retratado por Salvador Dalí

A menudo discrepa del consenso y juzga, por ejemplo, negativamente Viridiana, que le parece una película excesiva y forzadamente buñueliana. Sorprende, por cierto, su observación de que esta película presenta una “injustificada abundancia de planos de pies”, cuando la podofilia es uno de los rasgos fetichistas más característicos de Buñuel, desde el beso del pie de la estatua en La edad de oro hasta la tremenda escena de Tristana –tan admirada por Hitchcock– en la que se ve por primera vez la pierna ortopédica de Catherine Deneuve.

Pero más allá de estas y otras cuestiones discutibles, lo cierto es que las reflexiones de Marías son siempre incitantes e inteligentes e invitan a pensar el cine de Buñuel más allá de sus clásicas señas de identidad. Hay en particular una cuestión que hoy en día ha adquirido más relevancia que en tiempos del director. Comentando el documental Las Hurdes. Tierra sin pan, Marías dice que se trata de un “documental inverosímil”, algo que a su juicio solo puede sorprender si no se tiene presente que el fomento de la incredulidad ante lo que se ve es el rasgo del cine de Buñuel más decisivo; probablemente el más característico, ya que se trata de una estrategia paradójica que ha cultivado solo él, en exclusiva”. Después, “todo el cine ha aspirado a la verosimilitud, a la credibilidad, a mantener al espectador fascinado en la butaca gracias a la consecución –por unas vías u otras– de la ilusión de realidad”.

'Otro Luis Buñuel' ATHENAICA

El cine mudo supuso una revolución en la forma de representar la realidad que, por su propia limitación técnica –la falta de sonido–, suspendía el principio de verosimilitud. Nadie antes había visto a la humanidad reducida a sus gestos en movimiento y en silencio, una novedad registrada, entre otros, por un escritor como Kafka, cuyos personajes se mueven muchas veces como los del cine mudo. Hasta la invención del sonoro, el cine pudo constituirse en un arte único, dueño de un lenguaje y unos recursos que no tenían ni la pintura ni la literatura ni la fotografía. A nadie se le ocurría confundir una película de Griffith, Eisenstein o Chaplin con la realidad, por mucho que las primeras películas aterrorizaran o desafiaran el sentido del espacio de los espectadores. Más tarde, la invención del sonoro redujo, paradójicamente, las posibilidades de ese arte, igualándolo con formas de representación más clásicas y convencionales, de vuelta al redil del supuesto realismo.

Pero los mejores directores, como por ejemplo Chaplin, con su fabulosa meditación sobre un arte en vías de extinción que es Luces de la ciudad (1931), nunca olvidaron el germen fundacional de su medio expresivo. Muchos de los grandes cineastas del sonoro, como Hitchcock o el mismo Buñuel, empezaron en el mudo y supieron conservar esa especificidad de un lenguaje que, como cualquier arte, no recrea la realidad sino que la produce, alumbrándola. Stanley Kubrick lo dijo con rotundidad: “En el cine no fotografiamos la realidad sino la fotografía de la realidad”. La “vocación realista” del cine es una trampa que, como observa lúcidamente Marías, Buñuel saboteó como ningún otro director, demostrando con ello que muchas veces lo que llamamos realidad es justamente lo que no se ve, lo que no podemos ver o lo que no queremos ver. En ese sentido, es muy pertinente la cita de Paul Klee que el autor trae a colación: “El arte no reproduce lo visible, sino que hace que algo sea visible”.

Miguel Marías

Bajo esa óptica, las películas que Marías destaca y reivindica en la filmografía de Buñuel adquieren una significación especial, sobre todo El gran calavera, Él –en efecto una obra maestra minusvalorada–, Abismos de pasión, El ángel exterminador y, ya en la etapa francesa, Ese obscuro objeto del deseo, su última obra, de la que Marías hace una valoración muy justa. En sus últimas películas, y muy particularmente en esta, Buñuel acertó a vislumbrar lo que sería el mundo del siglo XXI, azotado por el terrorismo, las pandemias y la omnipresencia de las noticias como única fuente de realidad.

Nunca el cine, por otra parte, ha conseguido explorar con tanta profundidad, humor, violencia y sadismo la obsesión irresoluble e impenetrable del deseo como en la relación que Fernando Rey establece con una misma mujer encarnada por dos bellezas tan distintas como Ángela Molina y Carole Bouquet. Por no hablar de la escena final, una de las más bellas y enigmáticas que jamás se han rodado, en la que aparece una mujer zurciendo, antes de que estalle una bomba, imagen con la que Buñuel enlazó con Un perro andaluz, muy bien descrita por Marías como la primera que se basó en “una agresión al espectador”, por la célebre escena del ojo rajado.

Otra cita de Breton que Marías comenta explica en buena parte la extraña coherencia de toda la obra de Buñuel: “Lo que hay de admirable en lo fantástico es que ya no hay nada fantástico: no existe nada más que lo real”. Ese grado de irreductible complejidad imaginativa, por cierto, es lo que explica que Buñuel fuera capaz de adaptar a novelistas tan distintos como Galdós, Emily Brontë o Peirre Louÿs, sin traicionarse ni a sí mismo ni a ellos. La audacia de su imaginación es hoy un tesoro más revulsivo que su día precisamente porque impugna nuestra vigente complacencia con los dogmas de la actualidad, ese sucedáneo de una realidad verosímil a fuer de convencional e inocua.