La tristeza de Andy Warhol
Una miniserie analiza su vida, en la que el artista quiso ser una máquina, sin una aparente relación con el sexo, para dejar de sufrir
1 abril, 2022 16:29Al pluriempleado Ryan Murphy le ha quedado tiempo para producir una miniserie documental sobre Andy Warhol (Pittsburg, Pensilvania, 1938-Nueva York, 1987, hijo de emigrantes checoslovacos cuyo apellido real era Warhola) que es de las cosas más tristes que pueden verse actualmente en las plataformas de streaming. Eso sí, además de triste, Los diarios de Andy Warhol es una excelente biografía del artista (en seis episodios) que se centra en la faceta que el interesado más descuidó públicamente, su vida sentimental, que durante años se consideró inexistente (Warhol insistía en aparentar ser asexual y aseguraba desear ser una máquina) o reducida a una serie de experiencias de mirón homosexual poco proclive a la consumación y al intercambio de fluidos. Aunque Murphy aprovecha para colar su militante agenda gay en todo lo que hace, hay que reconocer que en este caso está justificado y que el guionista y director Andrew Rossi ha realizado un buen y asaz exhaustivo trabajo sobre esa vertiente de la vida de Warhol que el artista tanto se empeñó en mantener oculta y que, en la práctica, se reduce a dos grandes historias de amor frustradas por diversos motivos, propios o ajenos, y un montón de novios esporádicos de usar y tirar.
Durante los años 80, mientras la gente caía como moscas a causa del SIDA, muchos acusaron a Warhol de despreciar la oportunidad de presentarse como un paladín de la lucha contra la enfermedad y dedicarse, básicamente, a mirar hacia otro lado. Pero es que había algo vergonzante en la sexualidad del artista, que jamás se apuntó al orgullo gay, aunque, como dice su amigo Christopher Makos, nunca salió del armario porque nunca se había metido en él previamente. Estamos hablando de un niño tímido, enclenque y mariquita de Pittsburgh al que zurraban los negros del barrio vecino al suyo cuando volvía a casa del colegio, enseñándole desde muy pronto que más le valía pasar desapercibido si no quería tener problemas; un niño que se fue a Nueva York a los 20 años con una vaga intención de dedicarse al arte y que no tardaría mucho en fabricarse una coraza ante el mundo y un personaje que, en cierta medida, lo acabaría devorando: el del artista pop aparentemente frívolo que se pirraba por ir a fiestas, conocer famosos y venderles retratos a los ricachones de Park Avenue. Warhol fue ese personaje --o interpretó muy bien el papel, rozando el ridículo en ocasiones--, pero también fue un artista peculiar, un imán para el talento ajeno y un icono tan pop como sus propios cuadros.
Feminista chiflada
Llevó siempre una doble o triple vida --tras las juergas del sábado en la Factory de Union Square, el domingo iba a misa con su madre, comía con ella y veían juntos la serie favorita de la vieja, Vacaciones en el mar, en uno de cuyos episodios acabó saliendo Andy de artista invitado--, esquivó siempre las oportunidades de hablar claro y nunca se desprendió de la tristeza surgida en la infancia, cuando se dio cuenta de que era diferente en prácticamente todo a la gente que le rodeaba. Se obsesionó por la fama, pero en las fiestas se mostraba ausente y pasaba muchísimas horas más solo que la una o hablando por teléfono (de sus conversaciones con Pat Hackett surgieron esos dietarios en los que se basa la serie).
Este peculiar meapilas gay (estaba obsesionado por la figura de Jesucristo, tal vez porque cuando era pequeño, su madre lo llevaba a misa hasta cuatro veces al día) solo sintió la necesidad de tener una pareja estable después de que la feminista chiflada Valerie Solanas le disparara en junio de 1968 y le dejara la vesícula en un estado muy frágil (Warhol murió en 1987 mientras se la extirpaban, operación que retrasó todo lo que pudo por su temor a los médicos y a los hospitales). Convivió doce años con Jed Johnson, joven dulce y hogareño que lo acabó plantando por un arquitecto cuando vio que Andy no estaba por la labor de hacer vida doméstica y se empeñaba en pasar las noches en el Studio 54 de Steve Rubbell. Aprendida la lección, Warhol se enamoró del productor de la Paramount Jon Gould, homosexual de armario empeñado en negar la evidencia de su condición y que entraba y salía de la vida del artista sin acabar de reconocer que entre ellos había algo más que una amistad (acabó muriendo de SIDA, pero negando hasta el último momento que tuviera esa enfermedad). Nuestro hombre también se enamoró del joven prodigio del grafiti Jean-Michel Basquiat, pero tuvo que conformarse con una relación a lo madre-hijo porque Basquiat, aunque había ejercido esporádicamente de chapero para poder comer, no se mostraba muy dispuesto a llevar el indudable cariño que sentía por Warhol hacia la esfera física.
Una máquina para dejar de sufrir
La miniserie que nos ocupa está narrada por el propio Warhol a través de la lectura de fragmentos de sus diarios (la voz del actor que lo interpreta ha sido tratada con un programa de inteligencia artificial para parecerse a la original), trufados de reflexiones melancólicas sobre la existencia muy propias de cualquiera al que le han empezado a joder la vida desde la infancia. Son los comentarios de alguien que, aparentemente, lo tiene todo, pero que, en realidad, cree no tener nada y considera que la vida es un timo. El relato se completa con intervenciones de sus amigos más cercanos, y aunque se echa de menos a algunos (sobre todo a John Cale y Lou Reed, que le dedicaron tras su muerte un disco excelente, Songs for Drella), el resultado es un puzle que traza un retrato tan verosímil como entrañable de alguien que se esforzó por ser lo más enigmático posible cuando le movían los deseos más básicos de cualquier ser humano: amar y ser amado (como nos recuerda la canción de los créditos).
Aunque no descuida su vertiente artística y creativa, Los diarios de Andy Warhol destaca por ofrecer el relato más completo posible de la existencia de alguien que se pasó la vida ocultándose tras diferentes máscaras. Alguien que aspiraba a ser una máquina para dejar de sufrir y que ahora, desde el otro mundo, consigue que empatice con él cualquier persona mínimamente sensible y dispuesta a encajar como buenamente pueda la inmensa tristeza que desprende este largo, brillante y necesario documental en seis entregas.