La casa de papel (moneda)
La serie constituye un producto de entretenimiento digno pero no consigue enganchar ni sus personajes transmiten credibilidad
9 junio, 2018 00:00Confieso que no le había hecho el menor caso a la serie de Álex Pina La casa de papel cuando la emitió Antena 3. La historia de unos atracadores que se hacen fuertes en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre mientras imprimen billetes a cascoporro no me interesaba demasiado, la verdad, aunque Úrsula Corberó es una mujer tan atractiva que a punto estuve de empezar a ver algún episodio. Lamentablemente, siempre había algo que me apetecía más en esos momentos. Tras su traslado a Netflix y su éxito internacional --funciona de maravilla en Francia, Italia o Turquía, donde hay quien la considera subversiva para el régimen de Erdogan--, me picó de nuevo la curiosidad. Y la discreta insinuación de mi querido director para ver si salía en algún momento de mi torre de marfil catódica y de pago acabó de inclinar la balanza a favor de La casa de papel. ¿Me estaría perdiendo algo estupendo?
Pues la verdad es que no. Tras tragarme tres episodios de la primera temporada, llegué a la conclusión de que había hecho bien manteniéndome a una distancia prudencial de la serie. Hay algo en la historia que no engancha, que no te deja con ganas de ver el siguiente episodio y que te lleva a desinteresarte de las andanzas de esos atracadores supuestamente justicieros que, al imprimir su propio dinero, en realidad no le están robando nada al pueblo. Los personajes, pese al esfuerzo de los guionistas, carecen de la necesaria enjundia y no resulta fácil empatizar con ellos. La protagonista, Tokio (la señorita Corberó) es un personaje resultón, en la línea de los de Luc Besson, pero cargado de tópicos. Solo el líder de la banda, conocido como El Profesor, tiene cierta fuerza, pues parece albergar en el coco algo que va mucho más allá de un simple atraco.
Formalmente, eso sí, La casa de papel es impecable y no te hace pasar esa vergüenza ajena que a menudo generan los thrillers nacionales, donde nunca te acabas de creer ni a los villanos ni a los polis y en que las secuencias de acción están fatalmente resueltas. En ese sentido, La casa de papel está al nivel de las series de Olivier Marchal: un poco más de trabajo en los personajes la habría hecho mucho más interesante. Lo que ha salido es un entretenimiento digno, aunque lastrado por un tono moderniqui y tarantinesco, que puede captar fácilmente a un público más interesado en los sorprendentes giros de guion y en la pirotecnia de la puesta en escena que en los personajes bien trazados a nivel humano y sometidos a circunstancias estresantes.
Puede que la cosa mejore a media temporada. O que la segunda sea mejor que la primera. Puede que me falte paciencia o tiempo, pero me temo que, cumplido el trámite con tres episodios, me voy a pasar a otros asuntos más apetecibles. Que, por cierto, se me amontonan.