Kenneth Branagh: Shakespeare, Poirot y Belfast
El actor, director y cineasta británico, uno de los grandes favoritos a los Oscar con ‘Belfast’, ha transitado con talento y versatilidad por todos los géneros del mundo del espectáculo
24 marzo, 2022 21:05En Mi semana con Marilyn, una película que recrea el rodaje de El príncipe y la corista, Kenneth Branagh (Belfast, 1960) interpreta a Laurence Olivier, que hizo el papel del príncipe del título, la dirigió y acabó al borde del ataque de nervios porque la corista era Marilyn Monroe, con sus sistemáticos retrasos, incapacidad para memorizar los diálogos e ínfulas de actriz del método. Resulta curioso que Branagh acabase interpretando a Oliver, el mejor actor británico de su época, porque, desde su aclamada actuación con solo 23 años en un Enrique V de la Royal Shakespeare Company, la crítica empezó a llamarlo “el Olivier de su generación”.
Sin embargo, fue otro eminente actor shakesperiano, Derek Jacobi, quien le insufló la pasión por el teatro: Branagh lo vio con quince años en un montaje de Hamlet y decidió que quería dedicarse a eso (después Jacobi lo dirigirá en varios montajes teatrales y aparecerá como actor en cuatro de sus películas). Kenneth Branagh inicia a partir del mencionado Enrique V una carrera meteórica en el teatro británico. En 1987 crea su propia compañía, The Renaissance Theatre Company, y años más tarde la Kenneth Branagh Theatre Company, con sede en el Garrick del West End londinense.
Sobre las tablas, ha interpretado piezas emblemáticas como The Entertainer del angry young man John Osborne (en su estreno en 1957 un consagrado y reticente Laurence Oliver dio un vuelco a su carrera al aceptar el papel protagonista por recomendación de Arthur Miller, que estaba entonces en Londres acompañando a Marilyn en el rodaje de El príncipe y la corista). Brannagh también ha rescatado comedias tempranas del injustamente denostado Terence Rattigan, llevó a Londres el Edmond de Mamet y como director montó en el West End, y después en Broadway, la exitosa comedia The Play that I Wrote (un homenaje a Morecambe y Wise, legendaria pareja de cómicos televisivos ingleses, aquí apenas conocidos). El grueso de su carrera teatral ha girado alrededor de Shakespeare, con montajes de Ricardo III, Romeo y Julieta, Macbeth, Cuento de invierno…Y esto se refleja en su faceta de cineasta, ya que ha rodado cinco adaptaciones de la obra del Bardo: un drama histórico, una tragedia y tres comedias.
Su debut como director fue en 1989 precisamente con Enrique V, que también interpretó, siguiendo los pasos de Olivier, que también se estrenó como director con esta obra en 1944. Las dos películas abrevian la pieza casi a la mitad. La de Olivier se rodó en plena Segunda Guerra Mundial y se le encargó como parte del esfuerzo patriótico. En realidad, no tenía que dirigirla él, pero acabó poniéndose tras las cámaras después de que renunciaran William Wyler y Carol Reed. Olivier toma una decisión interesante: la película arranca como la representación de la obra en The Globe en la época de Shakespeare y este artificio teatral se mantiene durante la primera hora de metraje, hasta que mediante el parlamento de un personaje pasamos a los campos de batalla reales.
En su versión, Branagh mantiene el juego entre la representación y la realidad con otro recurso: abre –y cierra– la función Derek Jacobi en el papel del coro, recitando su texto en un estudio de cine vacío, hasta que abre unas puertas tras las que aparece el mundo real. La diferencia más reseñable probablemente sea que el Enrique V de Branagh muestra de un modo más brutal la violencia, tanto en el campo de batalla –escenas con un Christian Bale que entonces tenía quince años– como en el ahorcamiento de Bardolph ordenado por el rey, que en la obra original y en la versión de Olivier ocurre fuera de escena.
Su siguiente incursión shakesperiana llega en 1993 con Mucho ruido y pocas nueces, la primera de las tres comedias que adaptará. De las tres es la de planteamiento más clásico por fidelidad al texto y ambientación, y en ella pone en práctica un tipo de reparto que repetirá en posteriores adaptaciones: mezcla actores ingleses de formación clásica y versados en la recitación de los versos del dramaturgo con actores americanos que no necesariamente tienen una sólida formación teatral. El motivo tiene, obviamente, más que ver con cuidar la taquilla a ambos lados del Atlántico que con una decisión estética innovadora.Lo más destacable de la película –y diría que una de las claves del gran éxito que cosechó en su momento– es el dinamismo, la festiva celebración de la joie de vivre de la que Branagh logra empapar esta versión, explorando tanto los juegos de seducción y tensiones amorosas, como la pura comicidad de la obra.
En las otras dos comedias que adapta opta por planteamientos más rompedores, sobre todo en Trabajos de amor perdido (2000), en la que mantiene apenas un 25% del texto original y convierte en un musical estilo Hollywood clásico, con canciones de Irving Berlin, Cole Porter y Gershwin, y vistosas coreografías. El resultado dejó en estado de shock a más de un purista, pero es un ejercicio de reelaboración de material shakesperiano estimulante. La tercera comedia, un proyecto que se retrasó en varias ocasiones y acabó produciendo HBO, es Como gustéis (2006), más fiel al original, aunque traslada la acción al Japón del siglo XIX al que habían llegado los primeros comerciantes europeos después de que el célebre cómodo Perry se plantara en la bahía de Edo y planteara un ultimátum: o el país se abría al comercio extranjero o se liaba a cañonazos.
El do de pecho shakesperiano lo da Branagh con su Hamlet de 1996, y aquí a la comparación con la versión de Olivier se unen algunas más, ya que es una de las obras más llevadas a la pantalla. Está la de Zeffirelli, rodada poco antes con un esforzado Mel Gibson tratando de dar la talla, pero junto con la de Olivier la otra adaptación de referencia es la rodada en 1964 por el ruso Grigori Kozintsev –autor también de un extraordinario Rey Lear y de una versión del Quijote con La Mancha recreada en las estepas–, que utilizó la traducción al ruso realizada en 1941 por Boris Pasternak.
Branagh opta por trasladar la ambientación al siglo XIX en un ficticio reino centroeuropeo, pero lo de verdad relevante de su versión es que es la única que en cine reproduce la pieza original hasta la última coma, lo cual da como resultado una película de cuatro horas, de la que, por presiones de los angustiados productores, se extrajo una versión reducida que se estrenó en algunos países. La integridad del texto por sí sola no basta, como es obvio, para conseguir una adaptación loable. Si lo es finalmente es porque Branagh se sirve de ella para poder explorar con inteligencia todos los ángulos –el de la crisis existencial, el familiar, el político– que tiene la obra, algunos de los cuales tienen que sacrificar o jibarizar las versiones que prescinden de partes sustanciales del texto original.
La pasión shakesperiana del cineasta dará todavía una obra más, que en este caso no es una adaptación, sino una recreación de los últimos años de vida del dramaturgo. En El último acto (2018) –cuyo título original, It’s All True, es mucho más agudo y certero– Branagh se da el gustazo de interpretar al mismísimo William. También dirige, pero no participó en el guión, que es obra de Ben Elton, un todoterreno que ha ejercido de guionista (participó en series como The Young Ones y Blackadder), cómico televisivo, dramaturgo y autor de novelas cómicas.
De entrada no parecería la persona más adecuada para asumir semejante tarea. Sin embargo, arma un hermoso homenaje a Shakespeare, al que presenta cuando, tras los años de gloria teatral londinense, regresa a Stratford con la familia a la que dejó atrás. Como todo el mundo sabe, de la vida del dramaturgo se sabe poco y hay incluso quien duda que sea el autor de tamaño corpus literario (hay una película que no está mal, Anonymous, que explora una de las hipótesis más publicitadas: que Shakespeare fuese una tapadera para el conde de Oxford, Edward de Vere, supuesto autor de las obras).
Por lo tanto, lo que propone Elton tiene mucho de fantasía (de ahí el ingenioso y paradójico título inglés), pero una fantasía que está bien enraizada en los datos que sí se conocen con certeza sobre el autor y que el guión utiliza con inteligencia. La película merece verse, aunque solo sea por disfrutar de la escena en que Shakespeare (interpretado pro Branagh) recibe la visita del conde de Southampton (interpretado por Ian McKellen) y ambos recitan –dándole cada uno un matiz distinto– el célebre soneto 29, supuesta declaración de amor al conde, acaso el secreto destinatario de los sonetos. Hay en la obra de Branagh como director otro proyecto más tangencial con Shakespeare: En lo más crudo del crudo invierno (1995), modesta película rodada en blanco y negro, sobre un grupo de actores que ensayan un Hamlet en una abadía abandonada. Esta comedia, que pasó sin pena ni gloria pese a sus méritos, es una declaración de amor al teatro y los actores.
Shakespeare aparte, Branagh ha llevado al cine otras tres piezas teatrales. La primera es Swan Song, un cortometraje de 1992 a partir del monólogo del viejo actor de Chejov, al que interpreta John Gielgud –la película, por cierto, ganó el Oscar al mejor cortometraje–, la segunda es una es una ópera –La flauta mágica (2006)– y la tercera, un brillante juego teatral de Anthony Schaffer: La huella (2007), cuyo título original es el más cabal Sleuth (detective, sabueso). Esta obra tuvo una notabilísima adaptación al cine en 1972, dirigida por Mankiewicz, con Laurence Olivier y Michael Caine. Tan notabilísima que pesa como una losa sobre la versión de Branagh.
Su película no logra hacer olvidar el original, ni siquiera contando con Harold Pinter como guionista. Lo más interesante es que Caine, que en la anterior versión interpretaba al joven seductor, hace ahora el papel del viejo escritor de novelas policiacas cornudo y su antiguo rol pasa a un muy apropiado Jude Law. Shaffer fue, por cierto, también autor del guión de El hombre de mimbre (1973), imprescindible película de culto de Robin Hardy con un Christopher Lee desatado y uno de los finales más aterradores de la historia del cine, y de Frenesí de Hitchcock. Era el hermano gemelo de Peter Shaffer, el autor de Equus y Amadeus.
Repasados los vínculos teatrales del cine de Branagh, que son fundamentales para entender su carrera como director, diremos que esta podría dividirse en dos grandes etapas: la primera es la que va desde su debut con Enrique V hasta La huella en 2007. En ella están el grueso de las adaptaciones teatrales y otras tres películas que aún no hemos mencionado: Morir todavía (1991), muy interesante tentativa de noir de aires clásicos con un toque de amour fou y dimensión metafísica –lo que la emparenta con Retrato de Jennie de William, Dieterle y Vértigo de Hitchcock–; Los amigos de Peter (1992), un éxito desmesurado en su momento, pero que es poco más que un retrato generacional correcto que se benefició del impacto de sacar el tema del sida cuando en cine era casi tabú (se estrenó un año antes que Filadelfia, otra película de interés más bien discreto que devino fenómeno sociológico por su retrato de la enfermedad).
Y por último Frankenstein de Mary Shelley (1994), adaptación escrupulosamente fiel al original literario –de ahí su título– rodada tras el éxito del Drácula de Bram Stoker de Coppola, realizada con el mismo criterio. Donde Coppola consigue una película operística, fastuosa, barroca, que aporta su interesante granito de arena al extenso canon vampírico, a Branagh le sale una obra grandilocuente y pomposa (tanto en la puesta en escena como en su actuación en el papel del mad doctor), que ni de lejos aguanta la comparación con la fuerza poética de las dos obras maestras de Whale de los años treinta –Frankenstein y La novia de Frankenstein–, ni con el gótico colorista de las adaptaciones de la Hammer. Y en cuanto al imaginario del monstruo, aquí interpretado por Robert De Niro con un maquillaje que busca representar a la criatura como una suma de pedazos de carne zurcidos, está muy por debajo del robótico Boris Karloff maquillado por el gran Jack Pierce y del Christopher Lee de la Hammer maquillado por otro grande de los efectos especiales, Roy Ashton.
Quizá valga la pena apuntar que, en los inicios de esta primera etapa, durante la década de los noventa del pasado siglo, Branagh patinó peligrosamente desde las páginas de las secciones de cultura a las de los tabloides por su matrimonio con Emma Thompson y posterior divorcio por infidelidades, en su caso la relación con Helena Bonham-Carter, a la que conoció durante el rodaje de Frankenstein. Por suerte para él, tras la ruptura con Bonham-Carter las aguas volvieron a su cauce y Branagh a las páginas de cultura.
En 2011 –tras cuatro años sin rodar como director, y aquí empieza la segunda etapa– Branagh hizo algo acaso digno de salir en un tabloide, al menos por el revuelo que causó: dirigió la adaptación de Thor para Marvel y a partir de aquí encadenó varios impersonales trabajos de dirección de blockbusters para grandes estudios. Ante el pasmo general que provocó su decisión de rodar Thor, hubo quien optó por tirar de tópicos y decir que Branagh aportaba sus conocimientos shakesperianos a un personaje de cómic con una dimensión épica y trágica. En fin, para mí que no. Partiendo de la base de que no tengo el más mínimo prejuicio contra los cómics superheróicos y de que creo que se han hecho un puñado de películas de extraordinaria ambición a partir de este universo (los Batman de Nolan y el de Matt Reeves, Logan de James Mangold, las series Watchmen y The Boys, Joker de Todd Phillips…) lo cierto es que la propuesta de Branagh no pasa de discreta y es mejor la tercera entrega de la saga, Thor Ragnarok que dirigió con más ingenio y menos pompa Taika Waititi (que, por cierto, está a punto de iniciar el rodaje de la adaptación de El incal de Jodorowsky y Moebius).
A Thor le siguió en 2014 Jack Ryan: Operación sombra (de nuevo: no tengo ningún prejuicio contra los thrillers y las películas de acción trepidante: Mad Max; Fury Road es una obra maestra, los Bond de Daniel Craig me parecen estupendos y última entrega de Misión imposible una gozada), con la que Branagh no aporta nada sustancial al género. La cosa fue a peor con Cenicienta (2015), que comete dos pecados: de grandilocuencia y de cursilería. Y como guinda una anodina adaptación de Artemis Fowl (2020).
¿Qué llevó a Branagh a convertirse en un director al servicio de presuntos blockbusters hollywoodienses a los que no logra aportar un sello propio? Acaso la respuesta la tengan su gestor financiero o su psicoanalista, pero estas películas provocan perplejidad (otros directores-actores como Welles o Cassavetes aceptaban papeles en películas mediocres para financiar sus obras como cineastas y preservar sus estándares de calidad). De todas estas películas descaradamente comerciales que ha acometido Branagh, las más reivindicables son las dos adaptaciones que ha hecho de Agatha Christie en su doble faceta de director y actor: Asesinato en el Orient Express (2017) y Muerte en el Nilo (2022).
Ambas cuentan con versiones previas (la del Orient Express de Sidney Lumet es una de las mejores traducciones de Christie a la pantalla junto con Diez negritos de René Clair y Testigo de cargo de Billy Wilder) y aunque no aportan nada trascendental al extenso corpus de películas basadas en obras de la novelista británica, están rodadas con elegancia y se ven con agrado. Quizá lo más destacable sea la interpretación que hace Branagh de Hércules Poirot. Más allá de Peter Ustinov, el Poirot de referencia sigue siendo la antológica composición que hizo David Suchet en la serie televisiva iniciada a finales de los ochenta, pero Branagh crea un Poirot de enormes bigotes (cuyo origen se explica en el prólogo de Muerte en el Nilo) y cierta capa de melancolía bajo la excentricidad que resulta interesante.
En esta segunda etapa solo hay dos películas que rompen con el desacomplejado salto al blockbuster de Branagh: la ya comentada El último acto y Belfast (2021), que en contraste con el grueso de impersonal producción reciente resulta ser su película más personal, ya que recrea su propia infancia en la ciudad hasta que la familia decidió abandonarla por la creciente violencia política. Rodada en blanco y negro –con unos preciosos toques de color conectados con la magia que representa el cine para el niño–, la película se ha comparado con Roma por esta decisión estética y por la conexión con el mundo infantil y la recreación del pasado.
Pero la propuesta de Branagh –él mismo lo ha reconocido así– tiende más a la idealización del pasado, frente al rigor con el que Cuarón recreaba el México de los años 70 y a la austeridad formal con la que contaba la historia, lo cual acababa potenciando la fuerza emocional de la epifanía de la escena de la playa. Branagh hace una película más sentimental, más emotiva, en la que busca lucirse en el trabajo de dirección con encuadres de intensidad pictórica. ¿Anuncia Belfast un regreso a un cine más personal o es flor de un día?
Para cerrar, mencionaré que en paralelo al teatro y a su labor como director, Branagh ha ido desarrollando una carrera como actor en la que protagonizó una obra de Woody Allen –Celebrity– ha interpretado en televisión al explorador Shakelton y al detective Wallander, hizo de Gideon Lockhart en Harry Potter y la cámara secreta y ha intervenido en papeles secundarios como, un general alemán en Valkyria, el heroico comandante de Dunkerque o el malvado ruso de Tenet, acento incluido. Su papel más reciente, para televisión, es en This Sceptred Isle de Michael Winterbottom, todavía no estrenada en España (llegará en otoño). ¿A quién interpreta? A Boris Johnson en los momentos iniciales de la pandemia. Les aseguro que cuesta distinguir al Boris original del de ficción que hace Branagh con un maquillaje increíble.