Éric Rohmer, el don de recrear el mundo
Se cumple el primer centenario del nacimiento del director francés, pieza esencial del movimiento de la ‘Nouvelle Vague’ y figura clave en el puzzle del cine moderno
9 junio, 2020 00:00A finales del pasado marzo, Éric Rohmer hubiera cumplido cien años, pero, seguramente aliado con la pandemia desde el más allá –el cálculo definitivo–, el viejo maestro se habrá frotado las manos en su mullida nube al haber pasado tan desapercibido para las escrituras de urgencia que suelen rodear a efemérides, celebraciones y gorigoris. Lo de la nube es una metáfora hasta cierto punto, ya que Rohmer –no hay que descartar que por ahí se amortigüe el eco de su centenario– ha sido quizás el último gran cineasta creyente: inseparabilidad de la fe en Dios y en el cine como fuente de recompensas, de donaciones, para el obstinado que sabe esperar y anhela dejarse sorprender (fue, como apuntaron sus biógrafos de excepción, Antoine de Baecque y Noël Herpe, uno de los mejores hijos de Stromboli).
Nos referimos con esto a que Rohmer siempre resultó complicado para las mentes estrechas y superficiales que juzgan rápido y se dejan llevar por las apariencias. Clásico y conservador por un lado, moderno y experimentador por otro, el cineasta lo envolvió todo con velos de misterio, empezando por su identidad –Éric Rohmer fue sólo el más famoso de los heterónimos de Maurice Schérer, quien hasta el final mantuvo separada su vida de discreto esposo católico y padre de dos hijos de su otra familia, la del cine–, lo que le permitió ejercer esos equilibrios entre contrarios –se reconocería ferviente hegeliano, lo que, en su opinión, fue la más profunda seña de identidad que compartiera con el resto de compañeros de la Nouvelle Vague– de los que se alimentó tanto su existencia como su obra, ésta en tanto que reflejo encriptado y ficcionado (suerte de profundización y ensanchamiento) de la primera.
Éric Rohmer (Tulle, 1920, París, 2010)
Existió entonces, siempre y primero, el Rohmer antirrevolucionario y redentor. El firme defensor de la tradición como fuente de verdadera modernidad, como aquello que, frente a nosotros pero oculto, hay que revelar mediante el cine: la única y última herramienta que, regresando, permite rescatar el brillo de las artes que la precedieron, prolongarlas, sin por ello confundirse con la literatura (fundadora en sus primeros pasos, los Cuentos morales), el teatro (la representación como táctica, juego, trampa, destino, en sus Comedias y proverbios) o la pintura (la Historia sólo concebible desde una arqueología de sus visiones y el respeto escrupuloso de sus textos: de La Marquesa de O a Los amores de Astrea y Celadón, pasando por Perceval le Gallois o La inglesa y el duque). Si acaso, un poco con la música, que en su amalgama de movimiento, tiempo y sentimiento, Rohmer encontraba tan cercana a la piel visual y sonora del cine, ritmos, tonos, contrapuntos, que habitan en sordina toda su obra.
La rodilla de Clara (1970)
Este Rohmer órfico que mira hacia atrás tiene su origen en el inquieto Maurice de juventud, literato mucho antes que cinéfilo, lector atento que escribe ya por entonces la gavilla de nouvelles de las que luego de la conversión extraerá pacientemente el grueso de su cine; también el admirador de la Condesa de Ségur y el frecuentador del pensamiento tradicionalista y monárquico: coqueteos maurrasianos que sobre todo le sirvieron para cimentar una estrecha y fructífera amistad con Paul Gégauff y Pierre Boutang. De aquí, igualmente, emerge ese lado blanchotiano tan suyo, una vocación por la desaparición y el secreto que alientan su misantropía y se traducen, estéticamente, en una meticulosidad artística que hace de la obra la única realidad que merece la pena.
Y en antítesis complementaria de todo esto, el espíritu combativo del cineasta que, para poner en marcha su vocación neoclásica del gusto por la belleza inmutable que atraviesa las épocas, necesita reventar lo establecido, el inmovilismo industrial del cine, los absurdos corporativismos, la ordenación jerárquica del negocio. Hablamos aquí del faro guía de la Nouvelle Vague, de quien actuara de primer puente teórico-crítico y fuera el modelo práctico entre los pioneros del pensamiento cinéfilo moderno y las jóvenes generaciones de los Truffaut, Godard, Rivette y compañía, con quienes mantuvo una relación no exenta de tensiones que el paso del tiempo y la consagración de todos ellos han suavizado en la mayoría de relatos historiográficos de aquellos movidos años.
Rohmer, hábil gestor de su independencia –libertad adquirida con no pocos apuros y que supo administrar a través de dos productoras, Le films du Losange primero y, luego, desde sus propias entrañas, la Compañía Éric Rohmer, para aquellas películas donde practicara su más perfeccionado modelo de amateurismo sostenible–, fue, dentro de los márgenes del sistema, el más libre entre sus contemporáneos, más cerca en intenciones de otros versos sueltos –como el recientemente desaparecido Jean Douchet, Pierre Zucca o el sin par André S. Labarthe– que de la generación de los jóvenes turcos.
El rayo verde (1986)
Sería precisamente el fracaso de Le signe du Lion (1962), su carta de presentación en el cine de la nueva ola, lo que le hizo comprender que para mejor expresar la aleación entre los itinerarios de sus personajes –físicos por la ciudad, espirituales al ir calando en ellos las impresiones de los sentidos– y el conflicto de sus subjetividades en refriega por dominar el espacio-tiempo, no había que asaltar ningún cielo profesional, sino todo lo contrario, ir despojándose de todo lo que engordaba y aplastaba la producción, incluso en el joven y ligero cine moderno.
Con las Comedias y proverbios –hallazgos reconcentrados en El rayo verde o Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle, entre 1986 y 1987– alcanza Rohmer la fórmula industrial y estética que lo convertiría en legendario, un cine cuyo inimitable tono personal lograba un perfecto acomodo en la milagrosa serialidad del pequeño formato: película de 16 milímetros, equipo reducidísimo de jóvenes técnicos –sin script, ayudantes, maquilladores, decoradores, responsables de vestuario– y mayoría de actores no profesionales, que se plegaron al deseo de Rohmer de ser el cineasta más libre y autosuficiente desde los tiempos de Lumière, a cuyas tomas inaugurales –puesta en escena cuidada pero a la vez abierta a la irreductibilidad de lo real y sus esplendorosos dones– se apuntaba en este auténtico retorno al origen, ya a la naturaleza, ya a los espacios urbanos, como quien se abre a la vida con todos sus avatares, caprichos y peligros para registrar el teatro cotidiano en el que todos nos movemos.
En estos films que son como esbozos, muchos de ellos, en palabras de la más estrecha de sus colaboradoras –Françoise Etchegaray–, “films de vacaciones”, es decir, rodados a espaldas de los ritmos corrientes del trabajo, Rohmer practica un perverso arte de la emboscada sobre su particular troupe de jóvenes intérpretes –muchas, proustianas jeunes filles en fleurs, como las inolvidables Marie Rivière, Béatrice Romand, Rosette o la malograda Pascale Ogier– a los que introduce en ficciones que se aprovechan de sus maneras de ser y pensar, de la psicología y el comportamiento que han enamorado (castamente) o interesado al cineasta en el intenso trabajo previo al rodaje, para colorearlas de manera irrepetible: laboratorios abiertos a la improvisación pero férreamente concebidos que terminan por transmitir esa arrolladora sensación de naturalidad por la que el cine, al decir de su maestro André Bazin, devenía en asíntota de la realidad.
El amor después del mediodía (1972)
Rohmer, que se definía como un hombre sin imaginación, exploró creativamente esta porosidad entre-vidas, arrinconando la originalidad en beneficio de un vampirismo de lo cotidiano gracias al hábito cada vez más perfeccionado de inspirarse en todo lo que le rodeaba. La frase del personaje de Radiguet le vino al pelo: “No es en la novedad, sino en la costumbre, donde encontramos los mayores placeres”. Estas parábolas a la vez frescas y densas ponen en escena los variados suspenses del día a día –frutos del voyeurismo, de espionajes y seguimientos, de la articulación, en definitiva, de la óptica con el movimiento– que en la vida corriente nos convierten en pequeños (a veces ridículos) metteurs en scène, demiurgos de una concatenación de representaciones que deseamos señorear.
Por eso sentimos tan cercanos a los protagonistas del cine de Rohmer, y de ahí, a su vez, la fuente de la conmoción ético-estética que producen sus películas: reflejan, en detallada miniatura, el trabajo del cineasta como maquinador y domador; uno, como aquí, agarrado a la fe de que no hay contingencia que no sea feliz, “que todo es fortuito, excepto el azar”. Rohmer, que tantas veces ejerció su profesión primera –la pedagogía– a través del cine, supo convertir su práctica profesional en un espejo paralelo a su vida en el que disolver –o al menos atemperar sin miedo– su identidad e ideología. En su caso, el cine se transfiguró en escuela de escepticismo, de duda. Un mundo alternativo donde difuminarse y, claro, poder mentir, disfrutar de las mieles de la enunciación falsaria cuando convenga.
Cuento de otoño (1998)
Un poco de todo esto que atropelladamente resumimos aquí se puede ampliar con mayor gozo y provecho en dos grandes libros que la efeméride ha traído consigo en Francia. Por un lado, Le sel du présent (Capprici), las 500 páginas en las que Noël Herpe ha recuperado al Rohmer crítico, un perfil hasta ahora pasado por alto (debido sobre todo a que el propio cineasta, perfeccionista en lo que a la escritura teórica se refiere, nunca los encontró meritorios y hubiera preferido, en todo caso, escribir algo nuevo a partir de estas letras inaugurales), pero donde espejea una de las múltiples caras del polifacético Schérer: el crítico serio, cristiano, occidental, que intentaba, desde la mítica revista Arts, convencer de la importancia del cine al lector culto no cinéfilo; asimismo el escritor rápido, periodístico, que completaba notas sobre festivales, curtiéndose en la frivolidad, resplandores del ingenio e inevitables injusticias.
Junto al joven Rohmer, arqueólogo del rastro mítico ya invisible para los moradores del siglo que se desperezaba tras la segunda conmoción bélica, comparece el cineasta moderno en el heterodoxo diario que Françoise Etchegaray ha firmado para Exils, Contes de mille et un Rohmer, una impagable colección de anécdotas profesionales y personales desde la preparación de El rayo verde a esa postrera y mágica encarnación del esprit de enfance que fue El romance de Astrea y Celadón (2007); una singladura profesional y personal que parte del encuentro con un Rohmer en la madurez creativa y rehuyendo la poltrona y desemboca alrededor del anciano Schérer en coma, una vez transgredido el umbral (a ella fue a la única a la que tímidamente se le permitió) entre las dos vidas, entre los dos universos. Etchegaray, además de recuerdos (polémicas y encontronazos muy jugosos los de la financiación de La inglesa y el duque, obra maestra de fina inteligencia que supuso la sonada ruptura de Rohmer con Les films du Losange), esparce con suprema elegancia, al hilo del repaso a una vida, algunas de las más preciosas consideraciones nunca antes escritas sobre el cine de su admirado compañero.
Gracias a la lealtad y a una comprensión íntima que se demuestra alérgica a la veneración incondicional, se atiende en este libro confesional a la ya veterana voz de una mujer que salta entre presente y pasado para hablar de un amigo querido y respetado del que le separaban treinta años. Su dibujo tierno y algo melancólico refuerza los trazos de un auténtico artista que tuvo la insistencia como perenne blasón; de uno para quien la vida en su diversidad fue la fuente inagotable de inspiración, y lo real una invitación para la puesta en escena (el cine como ocupación constante) antes que cambiar el mundo. A éste, en todo caso, sólo cabía respetarlo, y nunca forzarlo si oponía resistencia. Cuestión de creencia y también de superstición: On fait avec, et jamais contre.