Imágenes del miedo / DANIEL ROSELL

Imágenes del miedo / DANIEL ROSELL

Cine & Teatro

El Apocalipsis según el cine

El séptimo arte nos ha enseñado a imaginar (en imágenes) el miedo, la ruina y la soledad que, tras la expansión del coronavirus, se ha instalado en nuestras vidas

4 abril, 2020 00:10

Si se han dado ustedes una vuelta por las redes sociales en estas últimas dos semanas, desde que se decretó el estado de alarma en nuestro país a causa de la crisis sanitaria provocada por la expansión del COVID-19, se habrán encontrado con bastantes memes sobre el fin del mundo. De estos chistes virtuales, el que más abunda, tal vez porque es aquel con el que más nos identificamos, es el que hace sorna sobre cómo el Apocalipsis nos ha pillado a todos en pijama en el sofá y mirando alguna serie de Netflix en vez de en primera línea de fuego, emulando a los héroes y heroínas de acción de las películas.

Sin obviar a los miles de profesionales que sí están exponiéndose cada día al contagio, la situación de parálisis y de encierro doméstico que estamos viviendo provoca bastante extrañeza. No solo por la facilidad con la que hemos pasado de la épica a lo escatológico, sino por cómo la sensación de irrealidad se multiplica exponencialmente cuando comparamos este confinamiento –más o menos burgués– con la infinidad de ficciones catastróficas que nos han enseñado qué sucedía y cómo había que actuar cuando el pánico se desataba. Desde el inicio de los tiempos, el miedo a perderlo todo, sobre todo la vida, nos ha llevado a prefigurar escenarios y distintas formas apocalípticas. Ahora esas imágenes de angustia, horror y castigo nos engullen, demostrándonos que “la realidad es un edificio construido con los cimientos de lo imaginario”, como escribe José Francisco Montero en el prólogo de La paranoia contemporánea. El cine en la sociedad de control (Trea).

La paranoia contemporánea

Hemos aprendido cómo son las formas del caos y de la ruina a partir, en su mayoría, de lo que hemos visto en el cine; imágenes en movimiento que replican, en no pocas ocasiones, motivos visuales de la pintura o la literatura. ¿De qué lugar parten sino los escenarios ruinosos de la seminal Alemania, año cero (1947), de Robert Rossellini? Como recuerda Antoni Marí en su capítulo dedicado al motivo visual de la ruina en el compendio Motivos visuales del cine (Balló y Bergala), la ruina “es una imagen y una idea que se ha mantenido a lo largo de la cultura de Occidente”. En la Biblia y otras obras de la literatura clásica hemos visto a ciudades como Nínive, Persépolis o Sodoma, sucumbir “a la ira de Dios contra los hombres y a las fuerzas de la naturaleza”. Las primeras imágenes del miedo provienen de la noche de los tiempos, aunque su carácter mítico y su idea del castigo pervivan con fuerza tanto en el formato fílmico fotoquímico como en el digital. 

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El mundo y sus escombros

Volvamos al Apocalipsis y a la ruina. A la imagen de los escombros. Aunque en la pintura el concepto de la ruina se ha utilizado para evocar la nostalgia de un pasado esplendoroso, en el arte audiovisual, y mucho más en el contemporáneo, este tipo de imágenes suelen situarnos en un escenario “donde germinan los huevos de la serpiente”, esos espacios del futuro que – según Marí– sirven para hacer brotar las sucesivas crisis por venir, según sea el tipo de miedo hegemónico de cada momento. 

En la película de Rossellini se nos hablaba de una ruina física y moral, sin atisbo de esperanza en el futuro. Es una mirada diametralmente opuesta a la de Vengadores: Endgame (Joe Russo y Anthony Russo, 2019), donde aparece un mundo en ruinas a causa del temible chasquido de Thanos, que recurría a la serie de cómic Guantelete del Infinito en su obra previa, Vengadores: Infinity War, una película que mostraba el escenario de la resurrección que sirvió para reconciliar a los superheroicos Vengadores, cuyas relaciones fueron turbándose por encontronazos políticos. La fábula marvelita de los hermanos Russo queda muy lejos de la gravedad de las imágenes de Rossellini, pero tal distancia también nos recuerda que las amenazas de nuestro presente poseen una envergadura de otro calado distinto. 

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Fotograma de Alemania, año cero de Rosellini. 

Este esquema dual que aparece en los relatos cinematográficos del fin del mundo es un modelo cultural reiterativo: o se trata del impotencia ante un destino irremediable, como sucede en La jetée (1962), de Chris Marker, o también en El tiempo del lobo (2003), de Michael Haneke; o el Apocalipsis aparece como la prueba de fuego con la que el ser humano debe redimirse, como propone Andrei Tarkovsky en la bellísima Sacrificio (1986), donde el cineasta ruso imaginó el fin del mundo en la celebración del cumpleaños del protagonista, un escritor que, desesperado por el horror profetizado, ofrece todo cuanto tiene para salvar a la humanidad. 

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Doce monos, de Terry Gilliam

Quizás el Charlton Heston de El último hombre… vivo (Boris Sagal, 1971) o, para aquellos que prefieran versiones contemporáneas, el Will Smith de Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007) tengan poco que ver con ese niño superviviente que interroga a Dios en los últimos compases de Sacrificio, pero no cabe duda de que son avatares del sueño de resurrección que acompaña a la ficción de tintes catastróficos; supervivientes de un horror que, como le sucede al protagonista de Los últimos días (2013), de Álex y David Pastor, avanzan entre los escombros urbanos en busca de algo que les recuerde su condición de humanos. El afecto. 

Virus e histeria 

El silencio que recorre estos escenarios post-apocalípticos contrasta con el sonido que solemos asociar al pánico: el grito. Dice Jacques Aumont en Motivos visuales del cine (Galaxia Gutenberg) que “no está claro que un personaje que grita nos dé miedo, pero sin duda la hipótesis más probable es que él sí tiene miedo”. El grito nos enseña, en el gesto de abrir la boca, la interioridad de ese miedo que provoca un efecto-reflejo en el espectador: a más miedo, más gritos y mayor histeria. Se trata un proceso que, si lo pensamos bien, tiene algo de vírico. Es imposible huir de él. 

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La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), de Don Siegel

A partir de la mitad del siglo XX, cuando el mundo se dividió en bloques y emerge el miedo atómico, el cine factura películas donde se propagan, como una pandemia, el terror y la sospecha. La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), de Don Siegel, nos enseñó a descifrar en una invasión extraterrestre y vírica el miedo al comunismo, anticipando así que la ciencia-ficción de serie B iba a ser el terreno propicio para narrar los miedos contemporáneos, metamorfoseados bajo monstruos gigantes, alienígenas imposibles o muertos vivientes –resultado, muchos de ellos, de experimentos atómicos y bacteriológicos– o criaturas hijas de las teorías de la conspiración. 

En este ámbito, podemos un sinfín de ejemplos: La noche de los muertos vivientes (1968) o The Crazies (1973), ambas de George A. Romero; La amenaza de Andrómeda (1971), de Robert WiseEstallido (1995), de Wolfang Petersen; Doce monos (1995), de Terry Gilliam; 28 días después (2002), de Danny Boyle; Contagio (2011), de Steven Soderbergh; Virus (2013), de Kim Sung-Su; o Train to Busan (2016), del también surcoreano Yeon Sang-ho

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Una imagen de Contagio, de Steven Soderbergh

Como sucede con el coronavirus, los relatos de monstruos e histeria no entienden de fronteras. Su iconografía ha ido mutando de cinematografía en cinematografía según sea el tipo de miedo que prevalece en cada momento concreto. No obstante, todas estas ficciones insisten en una cuestión ciertamente terrible: aparte de la idea de haber sido testigo de la infección en masa, al superviviente hay que añadirle la posterior soledad en un mundo abismal que ha dejado de ser, ya por siempre, el que conocíamos.

Confinamiento y alienación 

La sensación de claustrofobia que provocan los grandes espacios abiertos y deshumanizados es una constante en el cine de Michelangelo Antonioni. No hay mejor ejemplo al respecto que el desenlace de El eclipse (1962). Una catástrofe –¿emocional? ¿comunicativa?– ha separado a dos amantes y la cámara se detiene, espaciando el tiempo, en los lugares por donde pasearon sus protagonistas, mostrándonos un vacío estremecedor que nos conduce hacia la nada más absoluta. 

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Soy leyenda, de Francis Lawrence.

Ese abismo, que tan bien trabajó Antonioni, “donde los cuerpos se cruzan sin verse, donde los colores y los afectos ya son otros”, en palabras de Carlos Losilla en La paranoia contemporánea. El cine en la sociedad de control, nos traslada a una zona de congoja donde no existen los asideros y el miedo toma formas abstractas. El cine de Antonioni eclosiona durante el desarrollismo industrial de la posguerra. Su trabajo con el off y lo inerte describe una alienación de lo humano de la que va a ser imposible escapar a partir de ese momento. 

Algo parecido sucede a la hora de abordar la congoja existencial y la angustia del yo que domina el cine de Ingmar Bergman desde El manantial de la doncella (1960) a Fanny y Alexander (1982), sin olvidarnos de Persona (1966), la historia de una mujer que ha perdido el habla y es asistida por una enfermera mientras se recluye en una casa de playa. Película emblemática del cineasta sueco, Persona incluye en su seno variaciones plásticas del grito mudo pintado por Edvard Munch en 1893 porque, igual  que sucede en la obra cumbre del expresionismo, en Bergman todo está a la vista, tensado hasta el extremo.  La angustia del yo puede ser también la angustia del nosotros, atrapados en nuestros excesos. Ahí están El ángel exterminador (1962), de Luis Buñuel, o El séptimo continente (1989), de Haneke, para confirmarlo. También La ventana indiscreta (1955), de Alfred Hitchcock, hablaba de reclusión y exceso, esta vez voyeurístico, en un relato que, a la postre, nos revela el perpetuo estado de paranoia que llevamos sobre nuestros hombros. 

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Esto no es una película, obra de Jafar Panah

La paranoia, la consecuencia enfermiza del miedo constante al que estamos sometidos, vive una edad de oro en términos de relatos fílmicos tras la caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Esas imágenes de terror, que vimos en directo y en diferido, nos han dejado estampas sobre la psicosis colectiva resultante de la experiencia traumática del atentado. Del mismo modo, podemos esperar nuevas ficciones sobre el control social al calor de la crisis global del coronavirus. Modelos de relatos basados en la soledad y lo milagroso, como sucedía en la finisecular Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson, con su famosa lluvia de sapos concluyente; o sobre la soledad y la resistencia, en la línea de Jafar Panahi en Esto no es una película (2011), donde se narra una prisión domiciliaria. El tiempo dirá.