'Misericordia'

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Cine & Teatro

'Misericordia' de Alain Guiraudie: ‘El crimen de Monsieur Lange’ del deseo

Misericordia, el último largometraje del cineasta francés Alain Guiraudie, Espiga de Oro en la última edición de la Seminci, es una de las mejores películas del año pasado 

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Casi todos los textos críticos elogiosos han aproximado la última película de Alain Guiraudie, Misericordia, al teorema pasoliniano. Esta lectura considera la llegada –el regreso, en cualquier caso– de Jérémie (Félix Kysyl, con su físico y ojos de hobbit) al pueblo de Saint-Martial como el disparador que activaría una suerte de revelación, un desanclaje de las maromas de la inhibición, entre los miembros de una pequeña comunidad más bien dada a la simulación y al silencio. Algo de esta memoria cinéfila sin duda comparece, pero no hay aquí extranjería sobrenatural en un aparecido que, como indicamos, se trata de un reaparecido, y además no todos los que vuelven a acoger en el pueblo a Jérémie reciben de la misma manera su callada influencia. De hecho, uno de ellos, Vincent (Jean-Baptiste Durand), malinterpreta tanto su reaparición –lo cree potencial usurpador del lecho de su difunto padre, cuyo entierro ha sido el motor de su regreso al pueblo en el que trabajara de panadero– que no duda en ponerse violento al ver que el recién llegado no parece tener prisa por regresar a Toulouse, al no esperarle allí ya ni el trabajo ni el amor, y se queda a vivir en casa de su madre, ocupando además su cuarto de joven. Cerca de la mitad de la película, cuando en el definitivo encuentro en el claro del bosque –lugar privilegiado para el director de El desconocido del lago– Jérémie termine asesinando a Vincent tras el arrebato de ira con el que culmina la enésima pelea entre ellos (combates que empezaron de manera casi lúdica, como reminiscencias de los viejos tiempos juveniles), se inicia otro eco cinéfilo, este menos atendido, puede que por menos evidente, con el que Misericordia parece guardar un secreto vínculo.

Es verdad que la sensación comienza de veras tras acabar de ver la película, con elementos sueltos, propicios al déjà vu, que revienen, ¿dónde habremos visto todo esto ya pero de otra manera?: un inaugural coche que asume el punto de vista y se precipita por una carretera (allí una huida, aquí un regreso); una muerte violenta, algo despiadada, pero conveniente; un sacerdote que irrumpe como de la nada en lo que dura un cambio de plano. Un sacerdote imposible. Una pareja en una cama, hablando, proyectando algo parecido a un nuevo comienzo... Todos estos elementos barajados, incluso cambiados de signo, reúnen misteriosamente Misericordia con El crimen de Monsieur Lange de Renoir, que aquí subyace a modo de palimpsesto desdibujado pero en cuyos trazos más intensos se pueden relacionar el crimen de Batala y el de Vincent, el primero fruto de la reflexión individual imbuida en lo colectivo, al reaparecer el antiguo patrón, que entonces amenaza el futuro de una naciente cooperativa, el segundo pulsional, con resaca dostoievskiana; ambos liberadores, crímenes en cualquier caso sin castigo: uno porque convence a aquellos a los que se les cuenta, que no denunciarán y dejarán huir a la pareja protagonista a través de una de aquellas renoirianas fronteras de indelebles huellas, otro porque se logra tapar aunque casi todos lo intuyan, sin duda porque la vida ha mejorado para quienes lo rodeaban –incluso para su preocupada mujer y su hijo pequeño pegado al videojuego– con la prematura desaparición de Vincent. 

Al asunto se le podría dar una vuelta de tuerca, como si la película de Guiraudie pudiera ayudar a recolocar la de Renoir, cuyo clásico suele verse acogido exclusivamente como film político –la siempre señalada influencia del co-guionista Jacques Prévert y el Grupo Octubre–, en cierta medida «de tesis» (qué vale la muerte de un canalla, sobre todo si su eliminación produce un beneficio general), sin atenderse demasiado a la subtrama sexual que encarnaba y protagonizaba la figura del empresario bribón Batala, un inolvidable y teatral Jules Berry que imantaba y sometía a las mujeres (actrices de variado fenotipo, de la chispeante Florelle, a la encantadora Sylvie Bataille, pasando por la etérea Nadia Sibirskaïa), y al final caía en el patio, disfrazado de cura, bajo las vengadoras balas de Lange (René Lefèvre), un heroico joven imaginativo pero más bien soso, de amores platónicos filtrados por folletines protocinematográficos como el de Arizona Jim que acaba resucitando la empresa que sus trabajadores habían decidido heredar tras la huida del patrón. Merece la pena recordar aquí lo que João Bénard da Costa dejo escrito, que esta película bien podría haberse titulado Batala et les femmes.   

Ese hedonismo renoiriano, con sus víctimas y verdugos, siempre sobrevoló el cine de Alain Guiraudie, y en Misericordia aterriza en forma de nueva parábola sobre las corrientes del deseo y sus insospechados brotes, tan inesperados como esos champiñones que nacen, erectos, de la fina capa de tierra otoñal que recubre el cadáver aún caliente del malogrado Vincent. Si siempre sus universos respondieron a la estilización, incluso al amago surrealizante desde Pas de repos pour les braves (2003), el más acá de unos cuerpos sometidos a la gravedad siempre paliaba cualquier excurso brechtiano. Era y es la única democracia que interesa a Guiraudie, la de la carne, la de la apertura a desear y ser deseado; esa es la revolución que trae inadvertidamente Jérémie bajo el brazo. No se trata de airear al viento bandera alguna, ni de exigencias, derechos o deberes. Más bien de dejarse llevar por la pulsión, de un naturalismo que se recorta de un escenario nocturno marcado por la finitud, por la lenta escansión de los segundos por la muerte (primero la del padre, luego la del hijo; extinción de una problemática línea paterna) que todo lo cerca, que siempre se encuentra al acecho.

Pero Jérémie no azuza, no presiona. No es como aquel señor Monteil (Michel Piccoli) de Buñuel que en Diario de una camarera acababa acorralando por pura y simple eliminación a la sirvienta más vieja y desamparada, a la que se le saltaban las lágrimas ante el ímpetu de las lascivas proposiciones del señorito. No, Jérémie llega y todo lo revoluciona por su sola presencia. De repente esos cuerpos olvidados por el cine, el de la madre viuda (Catherine Frot), el del antiguo camarada de la infancia (David Ayala) o el del sacerdote del pueblo (Jacques Develay) –cuyo sermón ante el ataúd del padre de Vincent arranca con una llamada al amor que necesita la pequeña comunidad–, incluso los de la pareja de policías que investiga la desaparición de Vincent, se abren a la posibilidad de asumir el deseo y comprender sus errancias y consecuencias. Esta pequeña gran revolución, este paulatino contagio, se escenifica en la extraordinaria secuencia de la parroquia, donde el vuelco de las jerarquías se hace evidente al pedirle el cura a Jérémie que haga de sacerdote y lo confiese. Un mundo al revés en el que asistimos a la inesperada declaración de un hombre mayor, profunda y mendicantemente enamorado, capaz de justificar el crimen cometido por la persona a la que ama, que sólo él parece conocer y que pretende ocultar como un demiurgo más allá de la moral y la justicia humanas.

Es el pistoletazo de salida de una escasamente plausible unión –la de Jérémie y el cura Philippe–, que Guiraudie guarda en su manga desde los primeros planos de la película, un gran secreto que poco a poco se actualiza, desplegándose con suma inteligencia hasta la sorprendente secuencia –que introduce un antológico plano-gag inolvidable– que tiene a la pareja compartiendo lecho y coartada, precavidos a la espera de dejarse sorprender por la policía y esfumar sus sospechas. Aquí se cifran muchas cosas de su cine, y a lo ya comentado –esa pasión por ampliar el espectro de lo filmable, por aumentar la ciudadanía fílmica incorporando edades y cuerpos denostados– habría que añadir la aleación de todo con el humor, la vis que nos saca la sonrisa pervirtiendo la herencia de los géneros –el polar, el western, también las prestigiosas adaptaciones de Bernanos, de Bresson a Pialat–, una mezcla que sin embargo no impide las reflexiones de calado. Guiraudie, que desde El desconocido del lago (2013) anda explorando la noche junto a la directora de fotografía Claire Mathon, nocturnidad que a veces comparece casi como un negro absoluto donde se vislumbran formas en el umbral de la percepción, ahí donde el cine se deshace, aún opone al otoño y sus muertos, a la tierra sobre el ataúd o el cadáver sepultado con las manos, un pan-erotismo que todo lo atrapa, que todo lo envuelve. Ahí donde todavía la noche no representa una frontera cerrada, sino un umbral, un devenir difuso donde todo puede quedar atrás y acontecer la transfiguración.