Un siglo de 'La quimera del oro'
La película de Chaplin, rodada como un presunto documental hace ahora un siglo, en plena era del cine mudo, impugna el mensaje público y propagandístico de ganadores y perdedores propio de la épica norteamericana
“Esta es la película por la que me gustaría ser recordado”, dijo Charles Chaplin al terminar La quimera del oro en 1925, hace ahora un siglo. Por entonces, el cine era aún un arte incipiente que estaba siendo creado en silencio por una serie de directores que vivieron un momento único, irrepetible y efímero. Durante unos treinta años, el cine inventó un lenguaje narrativo universal, emancipado de la palabra y la traducción lo mismo que de la inmovilidad de la pintura y la fotografía. Como reflejaría Kafka en su obra, gracias a ello el hombre adquirió una especial conciencia de sus gestos y de sus movimientos, que se independizaron de sí mismo, conformando un código nuevo. Las expresiones de risa y de llanto, las miradas, las sonrisas, los saludos, el andar mismo, se vieron por primera vez como extraños fenómenos de toda la humanidad, contemplados por un público que nunca había sido tan masivo.
Entre los mejores directores del periodo mudo –Griffith, Buster Keaton, Eisenstein, von Stroheim– Chaplin fue el más popular y el único que sobrevivió en el sonoro, al que por otra parte se resistió con una tozudez que solo él podía permitirse. Su última película muda, Tiempos modernos, se estrenó con gran éxito en 1936, cuando ya todos hacían películas habladas. Su personaje es probablemente el único mito absoluto que ha creado el cine, donde abundan los iconos, pero sin el magnetismo y la virtualidad poética de Charlot, comparable en ese sentido a Don Quijote.
Cuando el vagabundo se decidió por fin a hablar fue para atacar, con una precocidad entonces temeraria, el totalitarismo nazi en El gran dictador (1940). La confusión de identidades que se produce en esa película entre el vagabundo –símbolo del desheredado sin idioma ni identidad nacional– y Hitler –epítome de la hipertrofia de la lengua y de la raza– es uno de los episodios cinematográficos más curiosos del siglo pasado, más elocuentes a medida que pasa el tiempo.
A partir de Luces de la ciudad (1931), Chaplin, consciente de que el cine mudo agonizaba, empezó una reflexión paralela sobre lo que significaba esa creciente incapacidad del público para mirar, distraído de nuevo por la irrupción de las voces. Por eso Luces de la ciudad, por debajo de su apariencia de comedia romántica, encierra una compleja parábola sobre la ceguera que se estaba apoderando del espectador. Charlot no sobreviviría a la transformación sonora que sufrió en El gran dictador, donde dejó de ser un arquetipo.
En Monsieur Verdoux (1947), su obra maestra del periodo sonoro, Chaplin interpretó a un personaje basado en Henri Landru, un asesino que durante la Primera Guerra Mundial se casaba en París con jóvenes viudas a las que luego mataba para quedarse con su dinero. Solo cuando, al final, Verdoux se dirige hacia la guillotina, nos damos cuenta de que Chaplin camina igual que su vagabundo. Aquel solitario y pícaro enamoradizo, sin casa, familia ni ocupación, habitante de todos los suburbios y nacido aún al calor de la feliz imaginación dickensiana, cruzó su propio umbral para darle la vuelta a su inocencia y convertirse en un cínico empresario del asesinato, perfectamente instalado ya en el siglo XX. No hay nada igual en la historia del cine.
Pero en 1925, el sonoro aún no acechaba al mudo y por eso La quimera del oro fue la culminación de aquel arte primitivo, el primer largometraje protagonizado por el vagabundo, que hasta entonces había aparecido sobre todo en cortos basados en gags. La quimera del oro, en cambio, tiene una clara línea narrativa. Para su elaboración, Chaplin se basó en la fiebre del oro de Alaska, la fuerte inmigración de buscadores que se produjo a finales del siglo XIX a lo largo del río Klondike, así como en unos episodios de canibalismo que se habían vivido en Sierra Nevada. Vista ahora, la película ejerce una mayor presión en nuestra mirada, saturada ya de imágenes y acostumbrada sobre todo a una adulterada representación de lo real.
Chaplin empezó rodando la película como un documental. En las primeras escenas se ven colas de buscadores de oro como largas hileras de hormigas trepando por las montañas. Algunos se caen muertos de fatiga y solo “los más valientes”, como rezan las cartelas, consiguen llegar al lugar y probar fortuna. Chaplin filmó esas escenas en entornos naturales, con mendigos verdaderos contratados para la ocasión, para así dar la impresión de veracidad e incluso para saciar el gusto por el sensacionalismo del público. Pero en cuanto aparece el vagabundo como uno de los solitarios buscadores, el escenario ya es obviamente artificial. A partir de entonces, todas las experiencias asociadas a la fiebre del oro –las alucinaciones del hambre en un lugar inhóspito, la ruindad y la violencia que despierta la avaricia– se transforman en una serie de secuencias poéticas que acaban constituyendo un drama sobre la construcción pública del valor.
La película contiene algunos de los gags más recordados de su filmografía, como la danza de los panecillos o la escena en que Charlot se come una bota como si fuera un suculento pollo, que es en lo que se convierte el propio vagabundo en la imaginación hambrienta de su gordo compañero de aventuras. Sin darse cuenta, el espectador ha accedido a otra dimensión que trasciende y a la vez amplía la realidad documental que se había prometido al principio. Tanto el oro que se busca, como el enorme pollo de la alucinación, la bota cocinada y degustada e incluso el baile de los panecillos –ocurrido durante un sueño mientras Charlot espera en Nochevieja a la chica de la que se ha enamorado y que no llega a la cena que con tanto mimo le ha preparado para ella y sus amigas– son figuras de la imaginación, es decir, representaciones de todo aquello que siempre queda fuera del dominio de la cámara entendida como registro de la realidad.
Como director, Chaplin supo aprovechar muy bien las limitaciones técnicas de su tiempo. Antes de la invención del travelling –ya no digamos del horrible zoom–, los movimientos de cámara eran muy difíciles. Por eso él compone casi siempre dentro del cuadro, a menudo con un detalle y un sentido del equilibro y las formas propio de la pintura clásica. Así en la escena inicial del dance hall, cuando ve por primera vez a Giorgia, el vagabundo, al sonar la música y ponerse todo el mundo a bailar menos él, queda de espaldas, recortado contra las parejas danzantes, separado de un mundo que tiende, como en todas sus películas, a no verle y obviarle, precisamente porque, en el mercado del prestigio simbólico, él no vale nada.
Ocurre lo mismo cuando despierta del sueño y se da cuenta de que Giorgia y sus amigas se han burlado de él y ya no vendrán a cenar. Charlot sale entonces a pasear bajo la nieve y pasa por delante del dance hall, donde todos están cantando la llegada del año nuevo, unidos por una fraternidad que él observa recortado contra la ventana, fuera del espacio común, como un resto invisible solo captado por el espectador. Luego, tras una serie de peripecias –entre las que se cuenta la tormenta de nieve que arrastra la cabaña al precipicio–, el vagabundo y su compañero dan con un yacimiento de oro y se convierten en millonarios. En el último acto, los vemos a los dos en la cubierta del barco que los lleva de vuelta a casa, ataviados con abrigos de pieles y fumando puros.
Entonces aparece la prensa, que quiere hacer un reportaje sobre la hazaña que los ha llevado a salir de la pobreza. Para ello, el periodista les pide que vuelvan a vestirse con sus harapos, petición a la que acceden. Mientras posa, el fotógrafo le indica a Charlot que se aleje un poco hasta que se cae por unas escaleras, en la cubierta de tercera clase. Ahí se reencuentra con Giorgia, que lo confunde con un polizón. Aclarado el malentendido y reconciliados –ella se había arrepentido de haberse burlado de él, antes de saber de su fortuna–, los dos suben de nuevo a primera y el fotógrafo les pide que posen para el reportaje. Les coloca bien las cabezas para la toma perfecta y grita que aquello va a ser una gran historia. Entonces Charlot, aprovechando la cercanía, besa inesperadamente a Giorgia. Y el fotógrafo exclama: “Habéis arruinado la imagen”. El vagabundo sigue besando a la chica, sonriendo y haciendo un gesto con la mano como diciéndole al fotógrafo que se vaya al carajo.
Gracias al oro, el vagabundo había conseguido ser por fin visible, pero Chaplin, en un significativo juego de espejos, invierte al final las apariencias y devuelve a su personaje a la invisibilidad de lo que no tiene valor, superponiendo su cámara –el ojo de la imaginación– a la cámara de la prensa, generadora de noticia y valor. Se cierra así el paréntesis que se había abierto al principio tras las iniciales secuencias documentales, en las que el anzuelo de lo real y periodístico parecía conducir a una gran historia que sin embargo termina impugnando el mensaje público y propagandístico de ganadores y perdedores propia de la épica del gold rush. Solo el cine mudo pudo llegar a ese extremo mítico en el tratamiento de su propia naturaleza. Y Chaplin sigue siendo, como hoy ayer, su artista más perfecto.