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La infiltrada, película de Arantxa Echevarría, recrea la historia real de la policía nacional Elena Tejada, que, recién regresada de la academia, con veinte años de edad, atendiendo a su especial perfil psicológico y fortaleza mental, es preparada por sus superiores para infiltrarse en ETA. Se le dota de documentación falsa a nombre de Aranzazu Berradre, se le construye un falso pasado y se emplea como dependienta en la carnicería de un pariente de un etarra, en San Sebastián.

Frecuenta los sórdidos ambientes de las Herriko tabernas, donde los partidarios del crimen hozan y celebran las muertes del enemigo. Y al cabo de seis años de disimulo permanente, frecuentando mítines y manifestaciones y dejándose ver donde corresponda, por fin logra que la banda terrorista la “capte”, mediante un mensaje que le pasa precisamente una camarera de una de esas tabernas, citándola tal día a tal hora en tal sitio.

Carolina Yuste, en 'La infiltrada'

A partir de esa cita, Elena aloja en su piso –que previamente la policía ha llenado de micrófonos— primero a un miembro del “comando Donosti” que se halla en trance de reconstrucción y con el que, sublime sacrificio, traba una relación sentimental; luego acoge además a otro pistolero, mucho más siniestro: el primero, al fin y al cabo, de momento sólo es autor de un asesinato fallido, pues en el momento decisivo se le encasquilló la pistola; el segundo es Sergio Polo, un asesino redomado.

Buena producción

Así logró Elena hacer “caer” al comando y hacerle un buen roto a la banda, y a continuación, ya, naturalmente “quemada” su cobertura, salió de la clandestinidad y se sumió en el anonimato, pues siempre puede haber quien intente vengarse de la traidora. Había pasado ocho años fingiendo.

Es una película competente, aseada, bien producida, con una atmósfera sombría, crepuscular, típica de tantas películas y series españolas a rebufo de las americanas, bien interpretada por Carolina Yuste y Luis Tosar, con un ritmo que no decae. Puedes llevar a tus sobrinitos a verla, pasarán un buen rato, sufrirán por si desenmascaran a Elena, y luego a la salida les invitas a un helado y les explicas qué era ETA. Se llama “instruir deleitando”.

Los tres reproches al film

Puede imaginarse sin dificultad que la directora realizará en el futuro películas aún mejores: se le nota dominio, temple. Pero La infiltrada no es una obra excepcional, y ello por tres motivos.

El primero es que, si bien no adolece de relativismo o equidistancia ni de fascinación por los verdugos como sí pasa con parte de la filmografía sobre el tema etarra de, por ejemplo, Imanol Uribe (Los días contados, ocho goyas), ni del irenismo de Maixabel, sí incurre en equilibrios o concesiones, quizá forzados por un temor a infringir el discurso beato de la corrección política, y se menciona sin que venga muy a cuento el GAL y los fondos reservados.

Otro desajuste argumental: escena de rabia del equipo de la Policía que respalda a Aranzazu al enterarse de que… la Guardia Civil acaba de desactivar un comando etarra. Bien está, si se quiere, aludir a la conocida competitividad entre ambos cuerpos de la Seguridad Nacional en la lucha contra el crimen, pero parece que los policías lamenten la caída de los etarras porque son los tricornios los que los han cazado, lo cual es absurdo. Pero, bueno, es sólo una escena desafortunada.

Imagen de 'La infiltrada' Mikel Blasco

El segundo reparo, y más serio, más estructural, que le hago a la película lo verbalizó la misma directora el otro día en una entrevista, diciendo que no es capaz de entender la personalidad de una jovencita que, como Elena, sacrifica largos años de su juventud --la edad del amor y de la alegría-- y se coloca voluntariamente en una situación tan ingrata, tan peligrosa y tan mal recompensada.

¿Palabrotas?

Eso es tanto como reconocer que no entiendes la grandeza de espíritus habitados por valores como la abnegación, el sacrificio, el sentido del deber, la atracción por el riesgo, la sangre fría y el coraje, que concurren en figuras complejas, excepcionales, como Elena Tejada. Pero si la directora es incapaz de entenderla, ¿cómo lo va a mostrar la película? A pesar de la excelencia actoral de Carolina Yuste, éste es un hándicap de La infiltrada.

Defecto menor son los clichés en el habla de los actores, que para dar énfasis al estrés emocional que padecen, y en aras de un verismo mal entendido, no paran de decir palabrotas (¡Hostia, joder, me cago en la puta!) y cuando sufren contratiempos rompen cosas y dan puñetazos a la pared.

¿Por qué esa coprolalia? ¿Es imprescindible? A mí me disgustan las palabrotas, como los pelos en la sopa. ¡Hostia! ¡Joder! ¡Me cago en la gran puta! ¡No puedo con la vulgaridad!