Pedro Almodóvar: el camino cinematográfico que conduce a 'La habitación de al lado'
La última película del director manchego, ganadora del León de Oro en Venecia, es una obra solvente que se aproxima con emotividad al tema de la muerte e incluye un panegírico en favor de la eutanasia, pero no es su mejor obra
En la lista de 2022 de las mejores películas de la historia del cine, que publica cada diez años la revista Sight and Sound, figuran cintas de tres directores españoles. El corte de las cien primeras solo lo pasa una, El espíritu de la colmena de Erice (puesto 85) que, ya en el listado completo de 250 títulos, hace doblete con El sol del membrillo. Aparece también Buñuel con dos, aunque una es francesa (Un perro andaluz) y la otra mexicana (Los olvidados). ¿Quién es el tercer cineasta español que asoma la cabeza? Pedro Almodóvar con Todo sobre mi madre. Ni rastro de Neville, Borau, Saura, Zulueta, Gutiérrez Aragón o, como de costumbre, Berlanga, castigado por el doble pecado de hacer comedias -género siempre infravalorado frente al drama- y de no ser conocido fuera de nuestro país.
La presencia de Almodóvar en la lista indica que su cine sí es apreciado en el extranjero. Lo corrobora el hecho de que es el único director español que ha ganado dos Oscars -mejor película extranjera por Todo sobre mi madre; mejor guion original por Hable con ella-, además de otros muchos premios internacionales: Baftas, Césares, Globos de oro y el reciente León de Oro en Venecia por La habitación de al lado, que se estrena este viernes.
De hecho, fue tomado en serio y encumbrado antes en el extranjero que en España -lo mismo ha sucedido con Albert Serra- y en la actualidad fuera de nuestras fronteras se lo admira sin mesura, mientras que aquí sigue despertando envidas, recelos y hostilidades, que tienen que ver tanto con su cine como con la proyección de su figura pública. Episodios como el cursi alegato en favor de los sentimientos de Mr. Handsome y su carta fake no lo dejan en buen lugar. Eso sí, este progresismo de superioridad moral y de la ceja le ha servido de coraza protectora, porque en estos tiempos de aquelarres morales a cualquier otro director se le hubieran afeado las gracietas y frivolizaciones sobre los malos tratos (Pepi, Lucy, Bom…) y la violación (Kika).
La fascinación que despierta en el extranjero tal vez se explique en parte por la imagen exótica de España que presenta: un cóctel de folclorismo reciclado, petardeo queer y modernidad de diseño, una mezcla de lo atávico, lo castizo y lo vanguardista (en un tono muy diferente, el gran Bigas Luna manejaba también algunos de estos ingredientes, piénsese en Jamón, jamón). Aquí su cine se ha ido ganando poco a poco al gremio crítico, hoy mayormente rendido a sus pies, salvo su representante más famoso y menos lúcido, que sigue empeñado en actuar como los esclavos de la Antigua Roma que le susurraban al oído al emperador de turno que no olvidara que era mortal. Dicho sea de paso: cuando un crítico basa su prestigio en la morbosa espectacularidad de sus mamporros, desconfíen; la crítica seria y útil es propositiva, no aniquiladora.
Más allá de la consideración que a cada cual le merezca la producción de Almodóvar, lo que es indiscutible es que sin él no se puede explicar el cine español de las últimas décadas. Además, ha sido capaz de construir un universo propio e intransferible. En una esquematización básica, su carrera puede dividirse en cuatro grandes bloques, en una evolución que va de las astracanadas iconoclastas de sus primeros largometrajes al trascendentalismo de los últimos.
Sus inicios en el largometraje a principios de los ochenta forman parte de la llamada movida madrileña y ayudan a popularizarla. La estética -y la torpeza- es la propia del underground, con gotas de kitsch castizo -lo que se denominó cutrelux- y pinceladas sociológicas sobre el machismo y otras toxicidades, que no se sabe muy bien si se celebran con actitud punk o se critican. Cosas de la provocación por la provocación en la estela de John Waters, cuyo cénit es la lluvia dorada de Alaska en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, recibida con alborozo masoquista por la esposa del policía. En realidad, la gran película del underground madrileño -la que sin duda merecería figurar en la lista del Sight and Sound- es Arrebato de Zulueta. La aportación de Almodóvar -Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón y Laberinto de Pasiones- tiene un interés más histórico que cinematográfico.
Esta primera etapa de tanteos iniciales culmina y se cierra con las disparatadas monjas de Entre tinieblas, que cuenta ya con una producción más profesional. El primer giro relevante en su obra llega con ¿Qué he hecho yo para merecer esto!, en la que, manteniendo el tono de comedia disparatada, ganan peso la coherencia narrativa, la solidez formal, la solvente construcción de los personajes y la ambición del retrato sociológico. Detrás de la historia del ama de casa que mata al marido taxista con una pata de jamón -¡colorismo ibérico!- y la vecina puta y sus estrafalarios clientes, la película proyecta una mirada no exenta de desgarrada poesía sobre el mundo marginal del extrarradio. Almodóvar da el salto a un cine más ambicioso, sin dejarse arrastrar hacia el realismo plúmbeo y panfletario, sin renunciar a su colorista estética.
Se adentra de este modo en una nueva etapa de primera madurez en la que ensaya diversos géneros y registros, con un tema recurrente: el deseo como arrebato. Pertenecen a este periodo Matador, fallido intento de mezclar pasión desbocada, psicopatía y toreo a través del rito sacrificial; La ley del deseo, la cinta española con escenas de sexo gay más explícitas jamás vistas hasta entonces; Mujeres al borde de un ataque de nervios, comedia desenfadada y desenfrenada, que perfila el concepto de chicas Almodóvar y lo lanza al estrellato internacional con una nominación al Oscar a mejor película de habla no inglesa; ¡Átame!, sensacional historia de amor enfermizo; la irregular Tacones lejanos y la mediocre Kika.
En este periodo su cine se sofistica con elementos que se convertirán en característicos: títulos de crédito de creativo diseño, bandas sonoras cada vez más cuidadas, sólido trabajo actoral y un elegante manejo de los movimientos de cámara y del tratamiento del color. Con La flor de mi secreto inicia un nuevo viraje, que lo lleva a abrazar sin complejos el melodrama, en la que será la parte central y más relevante de su carrera. El petardeo, los travestis y el humor disparatado no desaparecen, pero se convierten en una pincelada de color que complementa el drama.
La figura tutelar de esta etapa es Douglas Sirk, el maestro del melodrama hollywoodiense, el director heterosexual que más ha influido en los cineastas gays. Los ecos de Sirk pueden rastrearse también en Fassbinder y Todd Haynes (que lo homenajeó de forma explícita en Lejos del cielo, sagaz relectura de Solo el cielo lo sabe). Otros puntos de referencia en el caso de Almodóvar son el bolero y el tango, como expresiones de la pasión amorosa como desmesura que todo lo desborda. No por casualidad empiezan a asomar en sus bandas sonoras figuras como Chavela Vargas.
El uso del melodrama y su la estética del exceso y el artificio permiten al cineasta manejar sin que chirríen argumentos folletinescos y situaciones improbables. A La flor de mi secreto -con una estupenda Marisa Paredes que entiende a la perfección el papel que está interpretando de escritora de novelas rosas desgarrada de desamor- siguen la irregular Carne trémula y una sucesión de títulos que elevan el listón. Como Todo sobre mi madre, con un brillante uso del teatro como espejo de la realidad y cuyo folletinesco argumento -con maridos reconvertidos en travestis y monjas embarazadas y con sida- funciona dentro del artificio del melodrama. También Hable con ella, nueva incursión en un planteamiento desmedido, que incluye una película dentro de la película con un sueño de aires fellinianos, un homenaje a la sublime Pina Bausch y una nueva incursión -ahora sí lograda- en el mundo del toreo. Y La mala educación, con el tema de los abusos sexuales de la iglesia de fondo; Volver, una historia de mujeres con La Mancha como territorio mítico del director, y Los abrazos rotos, la menos valorada de esta tanda, pese a las muchas virtudes que tiene.
Viene después La piel que habito, que al melodrama suma el cine de género -el terror de Georges Franju y su monumental Los ojos sin rostro como referencia-, lo cual le permite aumentar el grado de delirio. Incomprendida por muchos, es su obra maestra, en la que retoma el amour fou de ¡Átame! para llevarlo todavía más lejos y con una factura formal impecable. A continuación llega, a modo de interludio y cambio de registro, el mayor patinazo de su carrera: Los amantes pasajeros, una bochornosa tentativa de regresar a la comedia con una idiotez sin gracia sobre azafatos mariquitas, pilotos bisexuales y personajes estrafalarios. Y cierra la etapa de los melodramas con la muy digna Julieta.
El periodo que denominaremos trascendentalista lo inaugura la diáfanamente autobiográfica Dolor y gloria, en la que Antonio Banderas interpreta a un director de cine que incluso en su aspecto físico y en su modo de vestir se parece a Almodóvar. Aquí, del mismo modo que en la etapa anterior se habían ido apaciguando los toques de comedia desmelenada, ahora se apacigua el tono melodramático. El cineasta, en su madurez, se despoja de artificios para abordar con circunspecta contención un drama intimista, el repaso a su propia vida: el pasado, el descubrimiento de la sexualidad, las relaciones amorosas turbulentas, las adicciones, las angustias y soledades y los achaques de la edad.
Es una película valiosa, que fue recibida con admiración casi unánime, pero sus muchas virtudes no logran ocultar algunos defectos. Sin el paraguas del exceso melodramático, se hacen evidentes las flaquezas del Almodóvar guionista, que tiende a cierta precipitación en la construcción de los giros de sus tramas y a unos diálogos que en ocasiones pecan de enfáticos, con personajes que no conversan, sino que declaman peroratas. Estos problemas se hacen mucho más evidentes en la fatua Madres paralelas, que combina una didáctica y tramposa reflexión sobre la memoria histórica con una trama folletinesca, que al contarse con pretendida seriedad y sin el concurso de los resortes del melodrama, deja al descubierto su ridiculez.
Y llegamos a La habitación de al lado, en la que, a sus 75 años, Almodóvar aborda el tema de la muerte y la eutanasia. Es su primer largometraje rodado en inglés -después de dos caprichos en forma de cortometraje: La voz humana y Extraña forma de vida- y la segunda ocasión en que no parte de un guion original, sino que adapta una novela (la primera fue La piel que habito con Tarántula del francés Thierry Jonquet). En este caso el origen está en una obra de la neoyorquina Sigrid Nunez, Cuál es tu tormento.
La literatura de Nunez tiene un alto componente autobiográfico y su concepción de la novela es muy abierta, de modo que la trama puede estar trufada de excursos y divagaciones e introducir referencias culturales y apuntes varios. Buena prueba de ello son sus libros centrados en la muerte y el duelo, El amigo y Cuál es tu tormento, ambos editados por Anagrama, como el recién publicado Los vulnerables. La novela de Nunez está narrada en primera persona por una escritora de nombre Ingrid -como la autora- y cuenta su reencuentro con una antigua amiga periodista, ahora enferma terminal de cáncer. Esta amiga le pide que la acompañe en sus últimos días de vida, porque ha decidido ahorrarse una agonía humillante y va a usar unas pastillas que le han conseguido para ejercer su derecho a una muerte digna.
Nunez explora la amistad entre las dos mujeres y pone en boca de la narradora reflexiones sobre la decrepitud, la muerte y el instinto de la vida, entre ellas esta, cuando se reencuentra con su ex marido: “Lo que me hizo daño fue ver cuánto había envejecido. No es que alguna vez fuese atractivo, pero aun así. La única cosa más dura que verte a ti misma envejecer es ver cómo envejecen aquellos a los que quisiste”. La literatura dispone en principio de más instrumentos que el cine para abordar este tipo de temáticas, y el tono introspectivo del libro de Nunez -crucial para dar vuelo y profundidad a la historia- es difícil de reproducir en una película. La opción Almodóvar pasa por reequilibrar el protagonismo y dar la misma relevancia a ambas mujeres, prescindir de varias escenas iniciales y cambiar el final, así como algunos referentes.
Mientras que el cineasta se muestra cada vez más virtuoso en su manejo de la puesta en escena, como guionista sigue adoleciendo de carencias. Esto se nota mucho en la primera mitad de La habitación de al lado. Los flashbacks sobre la vida pasada de la enferma a la que da vida Tilda Swinton no acaban de funcionar ni aportan nada relevante. La historia del novio que luchó en Vietnam y con el que tuvo una hija también aparece en la novela de Nunez, pero lo que allí es una pincelada bien resuelta se convierte en la pantalla en una sucesión de tópicos verbalizados en diálogos expositivos. En cuanto al segundo flashback, situado en la guerra de Irak, con un colega periodista liado con un carmelita, es de cosecha almodovariana y solo se justifica para introducir una pincelada gay.
Tampoco funciona el personaje del ex marido de Ingrid, a la que interpreta Julianne Moore. Ya en la novela es un personaje insufrible, el típico intelectual pomposo y apocalíptico, pero en la película queda reducido a una oquedad que suelta soflamas, a la que el esforzado John Turturro trata de insuflar vida. En el segundo tramo, a partir de que las dos amigas se instalan en la casa de Woodsock, la cosa mejora de forma sustancial y el cineasta maneja con buen pulso la intimidad entre las dos mujeres. Pero pierde fuerza cuando al final se separa de la novela. El tema del derecho a la eutanasia y las consecuencias legales que para Ingrid puede tener acompañar a su amiga en su final asoman en la novela de Nunez, pero de un modo limitado, porque lo importante es la relación entre ambas amigas y la digestión que hace la narradora de la vivido.
Almodóvar en cambio se siente en la obligación de lanzar un panegírico en favor de la eutanasia con una escena de interrogatorio por parte de un policía integrista que desvía la atención de lo relevante. También es discutible el uso que hace del célebre párrafo final de Los muertos de Joyce y de la versión que rodó John Huston. Lo reitera hasta en tres ocasiones y lo utiliza para cerrar la película, valiéndose de un préstamo que resulta demasiado obvio. Hubiera sido preferible forjar una imagen poética propia en lugar de recurrir a la nieve del relato de Joyce.
Propulsada por el buen desempeño de las dos protagonistas, La habitación de al lado es una obra solvente que se aproxima con emotividad muy contenida al tema de la muerte, aunque no es ni de lejos su mejor obra. El León de Oro en Venecia hay que entenderlo, creo, como un reconocimiento a toda su carrera. Y es que Almodóvar es algo más que un cineasta, es una marca: lo almodovariano. Ha conseguido algo que está al alcance unos pocos: dejar una serie de momentos indelebles que forman ya parte del imaginario colectivo.
Chus Lampreave diciendo aquello de que no puede mentir porque es testiga de Jehova y los pelos tiesos y la mirada enloquecida de Julieta Serrano en Mujeres al borde de un ataque de nervios; Carmen Maura como transexual, que al grito de “¡Riégueme!” consigue que un operario de la limpieza le lance un manguerazo en una calurosa noche madrileña; Paco Rabal y su baile de seducción en silla de ruedas en ¡Átame!; Marisa Paredes soltando aquello de “¿Existe una posibilidad, por remota que sea, de salvar lo nuestro?”; Penélope Cruz cantando con la voz de Estrella Morente en Volver; la conversación sobre pollas de Todo sobre mi madre; la máscara de Elena Anaya en La piel que habito…