Descubrí a la escritora norteamericana Otessa Mosfegh (Boston, 1981, padre iraní, madre croata) el año 2015, con la publicación de su segunda novela, Eileen, que aquí publicaría algo después Alfaguara, como el resto de su obra, con el alargado título de Mi nombre era Eileen. Aquella historia de una joven atrapada en un poblacho de Massachusetts a principios de los 60 que vive con un padre alcohólico, trabaja en el reformatorio/prisión local y ve una oportunidad de escapar de su tedio vital en la nueva psicóloga del presidio me llegó al alma. Mezcla de thriller y drama existencial, Eileen era una fascinante rareza que no distinguía entre géneros para alcanzar su objetivo: conmover al lector de una manera tan oblicua como eficaz.

Me enganché a la señora Mosfegh y disfruté enormemente de su siguiente novela, Mi año de descanso y relajación (2020), una tragedia humorística sobre una mujer que decide tomarse un año sabático para no hacer absolutamente nada y ver a donde la conduce su vagancia. Lamentablemente, las cosas se torcieron con La muerte en sus manos (2020), que terminé casi por obligación, y, sobre todo, con Lapvona (2022), que se me cayó de las manos. No he perdido del todo la fe y acabaré comprándome lo próximo que publique, pero dudo que recupere la fe que deposité en ella cuando leí Eileen.

La escritora norteamericana Otessa Mosfegh PENGUIN RANDOM

De momento, el audiovisual ha venido en mi ayuda con la adaptación cinematográfica de la segunda novela de la señora Mosfegh, recién colgada en Sky Showtime y dirigida por William Oldroyd, que les recomiendo fervorosamente, pues es fiel al texto original (en el guion ha colaborado la propia escritora) y cuenta con dos protagonistas en estado de gracia, la neozelandesa Thomasin McKenzie (a la que pudimos ver en la tan prometedora como fallida Last night in Soho) y la norteamericana Anne Hathaway. La película es, aún más que la novela, un mano a mano entre ellas dos, la infeliz de pueblo y la (aparentemente) cosmopolita psicóloga que viene a poner su asqueroso mundo patas arriba, propiciando un conato de relación homosexual que se resuelve de la peor y más inesperada manera posible (no me hagan incurrir en el spoiler).

A tiros con el vecindario

Ambientada, como la novela, a principios de los años 60, Eileen muestra a veces las hechuras de un film de Douglas Sirk, con su fotografía antañona, su vestuario impecable y sus canciones de la época cuidadosamente escogidas. Podría haber sido una historia de lesbianas más, pero un quiebro de guion conduce la trama hasta un crimen del que solo se pueden esperar ulteriores desgracias. Desgracias muy discretas, por otra parte, aunque sirvan para que la pobre Eileen se haga la ilusión de que su vida va a mejorar, como queda claro en el final seudo feliz que no es, de hecho, más que el comienzo de una desdicha definitiva.

No suceden grandes cosas en la película del señor Oldroyd (para genuinos dramones, ver su Lady Macbeth), como tampoco sucedían en el libro de Otessa Mosfegh. Aquí las cosas funcionan por acumulación: el padre alcohólico y ex policía que se lía a tiros con el vecindario cuando no está humillando a la pobre Eileen, la hermana que se casó y no volvió a ser vista por el pueblo, el recluso que ha matado a puñaladas a su padre y que no abre la boca al respecto, aunque acabaremos descubriendo los motivos de su ensañamiento, la amiga inesperada que no se sabe muy bien de donde viene, a donde va y qué pretende, pero que le aportará a Eileen esperanza y dolor y una ruina moral más o menos demorada…Como bien sabían Welles, Hitchcock o Truffaut es más fácil fabricar una buena película a partir de un texto mediocre que recurriendo a uno más que notable. William Oldroyd ha aprobado con nota la adaptación de Eileen, gracias en gran parte al trabajo impecable de Hathaway y, sobre todo, McKenzie. Hasta el punto de que quienes no hayan leído el libro de Otessa Mosfegh pueden ahorrárselo viendo esta adaptación ejemplar, tan extraña y conmovedora como el original.