Los cineastas argentinos Mariano Cohn y Gastón Duprat se han especializado en unas brillantes comedias crueles de las que el mejor ejemplo, para mí, es El ciudadano ilustre (sobre un escritor que gana el Nobel, es invitado a visitar el villorrio argentino en que nació, acepta la propuesta, descubre que todos en su lugar de origen lo odian y a punto está de morir asesinado por sus vecinos). Las películas de esta estimulante pareja suelen estar escritas por el hermano de Gastón, Andrés Duprat, arquitecto y comisario de exposiciones que actualmente está al frente del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires (confirmado en su cargo en 2023, lo ocupará hasta el 2028). En el nuevo proyecto de los dos directores, Andrés Duprat lleva la voz cantante más que nunca, ya que su serie para Movistar, Bellas Artes, se desarrolla en el mundo del arte contemporáneo, que es convenientemente puesto a caldo por alguien que demuestra conocerlo a fondo. No se trata, pues, de un manifiesto reaccionario contra los excesos, la tontería y las salidas de pata de banco tan comunes en la creación artística contemporánea, sino del testimonio de un insider que ama el arte y se lamenta en público del ambiente, a menudo tóxico, que lo rodea.
Óscar Martínez (mi actor argentino favorito, junto a Ricardo Darín y Guillermo Francella), protagonista de El ciudadano ilustre, es aquí Antonio Dumas un curator con solera al que le cae la dirección del imaginario MIDAM (Museo Iberoamericano De Arte Moderno) en Madrid. Muy bueno en lo suyo, pero también algo petulante y sobrado, además de carente de la menor empatía humana (como se demuestra en el trato que aplica a su hijo y a su nieto), Dumas se encuentra, nada más tomar posesión del cargo, con una exposición espantosa a base de los bodegones de un artista viejuno (José Sacristán) titulada Frutos de mi terruño. Dumas da órdenes para que le quiten de en medio esos esperpentos, pero la cosa se complica: el artista fue el mejor amigo del difunto padre de la ministra de Cultura (Ana Wagener), la típica política (no se sabe si del PSOE o del PP, pero da igual) a la que el tema que justifica su cargo se la trae al pairo, pero que considera que con los amigos de papá no se juega.
La cosa empieza mal y va empeorando. Activistas woke la toman con la estatua de la entrada, un homenaje a un artista imaginario del que se ha descubierto que era un machista infame, cuya imagen vandalizan con especial saña. Siguiendo los consejos de un comisario moderniqui del museo (Koldo Olaberri), Dumas monta una exposición conceptual con unos (presuntos) artistas del Senegal cuya intención es pedir asilo político en España (cuando termina su residencia de un mes en el MIDAM, se atrincheran ahí y no hay quien los saque), seguida de una colectiva en la que un artista chileno le plantifica en la sala un cetáceo muerto que se va pudriendo a diario, generando un pestazo que obliga a intervenir al ministerio de Sanidad, que le chapa el museo a Dumas hasta que deje de atentar contra la salud pública…
Añadamos a todo esto un vecino empeñado en enseñarle unos dibujos que aspira a exponer en el MIDAM y una ex mujer (Ángela Molina) que vive retirada en la selva peruana y que se planta en Madrid en el sexto y último episodio y tendremos que la vida del pobre Antonio Dumas no resulta especialmente envidiable (aunque sí muy entretenida para cualquier espectador con un sentido del humor ligeramente retorcido y que, además, almacene cierto conocimiento sobre el proceloso mundo del arte contemporáneo).
Bellas Artes se puede consumir en dos sentadas, e incluso en una (ningún episodio llega a la media hora de duración), y te deja con ganas de más. Quedo a la espera, pues, de la segunda temporada, si es que Bellas Artes no sigue el triste camino de Ripley, inesperado (e injusto) pinchazo comercial de Netflix).