Se habla poco de las sombras del mitificado mayo francés del 68, visto casi siempre a la amable luz de sus eslóganes cursis y fotogénicos jóvenes en las barricadas. Sin embargo, las sombras dejaron una prolongada y nefasta estela. Como la coartada que permitió aplaudir a grupúsculos terroristas formados por indocumentados intelectuales, dispuestos a hacer la revolución secuestrando y asesinando. O la defensa de la pederastia entre el barullo de la liberación sexual y el prohibido prohibir. En este terreno, Francia, sumando la tradición libertina y las empanadas mentales de sus maîtres à penser (que tanto daño han hecho en tantos terrenos) fue campeona.
Sin esta previa, no se entiende la clamorosa impunidad de Gabriel Matzneff, un pederasta que no solo no se molestaba en disimular sus atropellos, sino que hacía apología de ellos, aplaudido y protegido por cierta élite cultural parisina que se las daba de muy sofisticada. Hasta que la publicación en 2020 de El consentimiento (Lumen), el testimonio de la editora Vanessa Springora, que fue con trece años una de sus amantes/víctimas, conmocionó al país, destapó miserables complicidades y obligó a más de uno a dar peregrinas explicaciones por haberle reído las gracias a Matzneff, convertido de la noche a la mañana en paria y tóxico artefacto radioactivo.
No solo eso, el libro fue uno de los acicates que llevó a endurecer la penalización de las relaciones de un adulto con un menor de quince años, sacando de la ecuación el consentimiento. Ahora, cuatro años después, la obra de Springora se ha convertido, con participación en el guion de la propia autora, en película dirigida por Vanessa Fihlo. Es una traslación muy fiel del texto a la pantalla, que plantea algunas preguntas sobre cómo visualizar lo aberrante.
Sobre el caso Matzneff y el libro de Springora aparecieron en su día en Letra Global dos buenos artículos de Ignacio Vidal-Folch, pero les apunto algunos datos complementarios para situarlos. En el fervor de la liberación sexual y la despatologización de conductas antaño consideradas contra natura, pedófilos bien situados en las universidades -como el filósofo René Schérer, profesor de Paris VIII y hermano del cineasta Eric Rohmer- publicaron ensayos y manifiestos reivindicativos de esta inclinación, utilizando como argumentario un mejunje a base de helenismo, ejemplos antropológicos, conductas del reino animal y ciertas teorías psicoanalíticas.
En este clima, en 1977, un nutrido grupo de popes intelectuales estamparon su firma en una petición al parlamento para la despenalización de las relaciones sexuales consentidas entre adultos y menores de quince años, ¡apelando a los derechos sexuales de los niños! Entre los firmantes: Foucault, Sartre y Beauvoir, Deleuze y Guattari, Althusser, Derrida, Barthes, Leiris, Robbe-Grillet, Lyotard, Sollers… El resultado más demencial de estas teorías fue el llamado experimento Kentler, puesto en marcha en Berlín -con el beneplácito de las autoridades- por el sexólogo y psicólogo Helmut Kentler y destinado a casos considerados irrecuperables de niños con problemas mentales y de socialización que no respondían a los tratamientos habituales.
El sencillo -y psicótico- argumento era este: dado que los pederastas aman a los niños, entreguémosles esos niños conflictivos como última opción para curarlos. Hace unos años, el asunto llegó a juicio por las denuncias de varias víctimas. Es en este desnortado caldo de cultivo postsesentayochista que aparece la figura de Gabriel Matzeneff, un pederasta que seducía y abusaba de menores y después lo relataba con todo lujo de detalles en sus diarios y novelas, que le publicaba no una editorial recóndita y semiclandestina sino Gallimard. Se labró una imagen de dandy libertino y parte de la élite intelectual y política parisina le reía las gracias en nombre de la literatura que todo lo justifica, porque adentraba a los lectores en territorios prohibidos.
El libertino de salón y pedante profesional Philippe Sollers, uno de sus valedores en Gallimard como miembro del comité de lectura, escribió en Le Monde en 1981 sobre los diarios de Matzneff: “No juzgo, constato (…) Es la primera vez que tal cantidad de observaciones, de anotaciones novedosas, se acumulan sobre un tema casi virgen. Es sorprendente, explosivo, soberbio (…) Madres de todo el mundo, madres feministas sobre todo, ¡temblad por vuestras hijas!”
¿La literatura lo justifica todo? No se trata aquí de sumarse a cruzadas puritanas y censoras. Ahora bien, la imaginación y la fantasía son libres, pero si uno lleva a cabo los actos más extremos descritos en las obras de Sade acabará en prisión. Solo un alma cándida puede creer que todo escritor debe ser una bellísima persona, pero la literatura no puede convertirse en coartada para justificar la manipulación y destrucción de menores. Matzneff se valía de su aura de escritor para seducir a niñas a las que sabía seleccionar, vulnerables y con problemas emocionales (en el caso de Springora: un padre ausente, tema que se aborda en el libro, pero que apenas se apunta en la pantalla). Con la excusa de iniciarlas en las artes amatorias las convertía en meros objetos para su disfrute -en la película hay algunas escenas de notoria crudeza al respecto-, hasta que se aburría de ellas porque se hacían mayores y las desechaba para ir a por su siguiente víctima.
La coartada literaria ha servido a algunos despistados -o cínicos- para justificar todavía hoy al depredador. Para ellos la pregunta es simple: ¿qué diferencia hay entre Matzneff y el indefendible presentador británico Jimmy Savile? ¿Que el primero se las daba de dandy y además de abusar de menores después se regodeaba divulgando en sus diarios lo que había hecho con ellas? A ambos los une un detalle particularmente repugnante: los dos actuaron con impunidad porque sabían que contaban con el silencio cómplice de su entorno, lo cual les permitió salir airosos de más de una investigación policial. En el caso de Matzneff el velo protector llegaba hasta el mismísimo François Mitterrand, que en una carta publicada en La Feuille Littéraire en 1989 escribió admirado: “Una exigencia de verdad lo lleva a menudo más allá de los límites considerados ordinarios.” En la película se hace referencia a esta carta, que Matzneff está dispuesto a mostrar cuando la brigada de menores lo investiga. Entre sus devotos y protectores también estaban los exquisitos Pierre Bergé e Yves Saint-Laurent, que lo financiaban a través de su fundación, para poder delectarse con sus osados diarios.
Esta sensación de blindaje le permitía mostrarse sin complejos con sus amantes menores de edad en restaurantes y veladas culturales, o hacer apología de su perversión en programas de televisión como Apostrophes. La escena, que aparece en la película y pueden ver completa en YouTube, es un documento histórico de la ignominia: el afable Bernard Pivot y todos sus invitados ríen complacidos las gracias del simpático pederasta. Salvo una escritora francocanadiense, Denise Bombardier, que dice tener la sensación de haber aterrizado en otro planeta y, sin perder la compostura, desmonta de forma metódica las zafiedades de Matzneff. Lo de otro planeta es significativo, porque no hablamos de un remoto documento visual del siglo XIV o de una tribu remota de extrañas costumbres, hablamos de una emisión televisiva desde París en marzo de 1990.
Cuando estalló el escándalo, algunos de sus valedores se excusaron en que eran otros tiempos o en que creían que el autor exageraba o inventaba sus andanzas (eso dijo Frédérick Beigbeder). Gallimard se vio obligada a retirar sus diarios de la venta, con cierto debate sobre la censura (que después se repitió con el intento fallido de rescatar los escritos antisemitas de Céline, frenado en el último momento ante las protestas de asociaciones de memoria del Holocausto). En Gallimard, Matzneff tenía dos grandes valedores: el ya mencionado Sollers y el escritor y editor Christian Giudicelli, su compinche y compañero de viajes a Filipinas.
Y es que bajo la máscara del dandy libertino había un tipo muy sórdido y patético, que se plantaba de forma periódica en Manila para abusar de niños prostituidos de entre 8 y 12 años (esto la película lo apunta, pero no lo desarrolla). Allí el autor y su editor hacían turismo sexual a la caza de menores pobres, que es probablemente la forma más abyecta de explotación. El pretendido dandy daba rienda suelta a sus instintos, que en el civilizado París sublimaba sodomizando a niñas de catorce años.
El consentimiento da algunas pinceladas de esta tela de araña de complicidades protectoras y podredumbre moral de las élites culturales, pero se centra en la historia íntima de Vanessa Springora. El doble reto es cómo construir la complejidad de unos personajes reales que toman decisiones no siempre comprensibles y cómo visualizar las situaciones más escabrosas.
La cineasta podría haber optado por la contundencia a lo Haneke o la sordidez a lo Seild para incomodar, pero habría perdido a muchos espectadores. La posibilidad diametralmente opuesta era un planteamiento elusivo que hurtara o amortiguara la crudeza de la historia. Lo que hace es tomar el camino de en medio, porque el objetivo de la película es denunciar y para ello debe llegar al máximo público posible. La adaptación es muy fiel al libro, lo ilustra, y desde el punto de vista cinematográfico es funcional. No hay osadía, ni radicalidad, ni especiales alardes de brillantez creativa. La cámara se pone al servicio de narrar la historia del modo más eficaz posible.
En cuanto a los personajes, el reto más difícil es la madre -la interpreta con aplomo Laetitia Casta-, que trabajaba como responsable de prensa de una editorial y pone a su hija en riesgo al llevarla a una cena literaria con Matzneff. Cuando descubre la relación que han iniciado se escandaliza, pero, entre su mentalidad y su soledad bañada en demasiado alcohol, acaba aceptado la situación e invitando a cenar a su casa al amante cincuentón de su hija de catorce años.
Matzneff corre a cargo de Jean-Paul Rouve, un actor muy conocido en Francia por comedias idiotas, que en su gran mayoría no se han estrenado en España. Para nosotros es por tanto un rostro poco conocido, pero para el público francés habrá sido todo un shock verlo en este papel, con la cabeza rapada por exigencias del guion. Da al depredador un aire al mismo tiempo seductor y siniestramente reptiliano, con un rostro más duro que el del personaje real, de facciones más aniñadas y femeninas, que sin duda le ayudaban a engatusar a sus víctimas.
Y en el papel de Vanessa -desvalida, insegura, embelesada- Kim Higelin es un hallazgo, porque es una actriz de veinte años que resulta convincente como niña de catorce. No había otra opción, porque si una menor hubiera interpretado ciertas escenas la directora habría acabado en prisión. Los tiempos han cambiado, en 1977 en La pequeña de Louis Malle una Brooke Shields de doce años aparece desnuda en escenas de explícito contenido sexual que hoy no se podrían rodar. Echen un vistazo al interesante documental Pretty Baby: Brooke Shield (Disney +) sobre cómo una ávida madre hipersexualizó a su hija para convertirla en modelo infantil.
Las escenas sexuales de El consentimiento planteaban un importante desafío, porque pasar del libro a la pantalla implica visualizar lo aberrante. En las escenas del inicio de la relación se opta por una elegancia elíptica -acaso justificada por ser el momento de la seducción-, que por momentos bordea la estética del hoy denostado David Hamilton (el fotógrafo y cineasta británico célebre por sus nínfulas de Bilitis, que se suicidó con noventa años en París, cuando empezaron a lloverle acusaciones de abusos a menores). Con todo, nadie podrá acusar a Vanessa Fihlo de male gaze (término acuñado por la teórica feminista Laura Mulvey, que pretende designar la cosificación de la mujer por la mirada masculina). Los sucesivos encuentros posteriores, sin regodearse en lo escabroso, resultan notablemente más crudos.
La película desarrolla de forma convincente la historia de seducción y abandono, las artes manipuladoras del depredador y las inseguridades de la niña. Evita truculencias y excesos sentimentales, pero también pudorosas elipsis. El texto de Springora fue valioso porque daba voz a la víctima. La musa, el objeto del deseo, desvelaba en primera persona su condición de agredida y las secuelas emocionales que arrastrará de por vida. El consentimiento acaba con Vanessa ya adulta, convertida en editora, que decide empezar a escribir su memoria-denuncia. Lo hace con el empeño de “atrapar al monstruo en su propia trampa: un libro”.