La escritora norteamericana Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, 1921 – Locarno, Suiza, 1995), dedicó cinco de sus más de treinta novelas a un sujeto abominable llamado Tom Ripley, al que ella consideraba una especie de alter ego, como reconoció en cierta ocasión. La primera de ellas, El talento de Mr. Ripley (1955) la escribió tras un viaje por Europa costeado con el dinero que había ganado gracias a la adaptación de su novela Extraños en un tren, dirigida por Alfred Hitchcock, y tampoco tardó mucho en ser llevada al cine por el francés René Clement, con Alain Delon en el papel protagonista (A pleno sol, 1960). Anthony Minghella insistiría en el tema en 1999 con The talented Mr. Ripley, protagonizada por Matt Damon. Wim Wenders adaptaría otra novela de la serie en 1977, El amigo americano, dándole a Ripley la cara de Dennis Hopper. En 2002, John Malkovich se hizo cargo del papel en un largometraje que pasó prácticamente desapercibido, El juego de Ripley. Y ahora Netflix nos vuelve a contar la historia del talentoso señor Ripley en la serie de Steven Zailian (guionista de películas como Gangs of New York o La lista de Schindler y creador de la espléndida miniserie The night of para HBO) que atiende por el escueto título de Ripley.
Lo del señor Zailian con Ripley es lo que los anglosajones definen como un labor of love: ha escrito y dirigido los ocho episodios de la primera temporada con una fidelidad admirable al espíritu de la novela original y nos ha dado el que, probablemente, sea el mejor Ripley de la historia, Andrew Scott, que no es precisamente un guaperas a lo Alain Delon o Matt Damon, sino un tipo no muy agraciado, de aspecto torvo e ideal para interpretar a villanos siniestros (recordemos a su profesor Moriarty de la serie Sherlock, con Benedict Cumberbatch y Martin Freeman dando vida a Holmes y Watson). Al Ripley de Zailian no hay por donde cogerlo: es una rata inmunda, un trepa amoral capaz de llegar al asesinato para conseguir sus lucrativos propósitos. Pero gracias al señor Scott, muchos nos hemos vuelto a tragar una historia que nos sabemos de memoria: un mangante de poca monta que sobrevive en Nueva York con timos y trapisondas de medio pelo le toca la lotería cuando un ricachón lo envía a Italia para convencer al vago de su hijo de que deje de perder el tiempo y vuelva a los Estados Unidos para hacerse cargo de los negocios de la familia. Dickie Greenleaf (Johnny Flynn) es un badulaque sin talento alguno que hace como que pinta tras fracasar en sus pinitos literarios. Su novia, Marge (Dakota Fanning) es una buena chica sin mucha sustancia que está escribiendo un libro (malo, como comprueba Ripley cuando se lo deja leer) sobre Atrani, el pueblo de la costa amalfitana donde vegeta con el heredero desocupado. Resulta evidente desde el principio que un animal como Tom Ripley podrá hacer con ellos lo que quiera. Por ejemplo, destruirlos en su propio beneficio (y los pobres son tan tontos que al espectador se la sopla su triste destino).
Belleza siniestra
Rodada en blanco y negro, Ripley recrea a la perfección la Italia de 1961, y lo hace de una manera expresionista y tan cuidada que cada plano parece haber sido meticulosamente escogido (se intuyen unos storyboards que ríanse ustedes de los de Hitchcock). Los actores, anglosajones e italianos, están espléndidos, en especial el extraño Eliot Sumner (Freddie Miles), un amigo gay de Dickie que parece una mujer disfrazada de hombre y, de hecho, lo es, dado que se trata de la hija no binaria de Sting, Coco, que aporta un detalle atractivo y extravagante a la historia (el pobre Freddie se cruzará en el camino de Ripley y, al igual que Dickie, acabará pagando las consecuencias).
Como todos sabemos, Netflix es un cajón de sastre en el que conviven las producciones de mérito con la morralla más infecta. Ripley se sitúa claramente en el primer grupo y, además, puede que sea la mejor adaptación hasta la fecha de The talented Mr. Ripley, aunque a algunos espectadores pueda parecerles que el ritmo es excesivamente moroso y que no hacían falta ocho horas para explicar una historia previamente resumida en una y media o dos. Aquí todo funciona: el guion y la dirección, la fidelidad al espíritu de Patricia Highsmith, la reconstrucción de época, la música (con algunas canciones de Mina), la belleza siniestra de las imágenes y la labor de los actores, en especial la de Andrew Scott, cuya condición de homosexual incide muy positivamente en su retrato de Tom Ripley, personaje con un ramalazo notable que su creadora (lesbiana y alcohólica, por cierto) nunca quiso hacer explícito.
En resumen, estamos ante una serie excelente de la que muchos esperamos ya las próximas temporadas, que pueden ser cuatro si Steven Zaillian se atreve con las siguientes aventuras del perverso señor Ripley.