Miedos de la inteligencia, sentimientos de cine
El uso de la tecnología en la creación cineatográfica, que ha imaginado una hipotética rebelión de las máquinas contra el ser humano a través de distopías, puede medir la reacción del público, limitar la libertad de los directores y hasta suplantar a los actores
8 marzo, 2024 19:00En 1968 Stanley Kubrick dirigió 2001: Odisea del espacio. Una de las escenas que ha quedado grabada en la mente de los espectadores es la de la desactivación de Hal 9000, el ordenador de la nave espacial, que parece haber enloquecido. Un astronauta se mete en sus entrañas y lo va desconectando. El ordenador empieza a canturrear Daisy Bell, una vieja canción de 1892 escrita por Harry Dacre. ¿Por qué? Porque cuando lo programaron fue con este tema musical como testaron sus capacidades y es, por tanto, la primera memoria que quedó registrada.
¿Acaso eso significa que en su lenta agonía la máquina toma conciencia de su muerte inminente y –actuando como si fuera un ser humano dotado de emociones– evoca un temprano y feliz recuerdo infantil? Como curiosidad: la grabación que se escucha en la película está realmente generada mediante Inteligencia Artificial; corresponde a la primera prueba de síntesis de voz generada por un ordenador, que se llevó a cabo en 1961 con el IBM 7094, utilizando justamente esa canción. Arthur C. Clark había asistido a la demostración y Kubrick decidió utilizarla.
En 2023 un capítulo de la sexta temporada de Black Mirror, titulado Joan Is Awful, aborda el tema de la Inteligencia Artificial desde otra perspectiva. Una ejecutiva nada empática (interpretada por Annie Murphy) descubre que una plataforma de streaming –calcada a Netflix, la productora real de la serie– ha colgado capítulos de una producción en la que ella es, sin duda, la protagonista porque las andanzas que se cuentan con todo lujo de detalles corresponden a su vida, sus impresentables decisiones y su detestable carácter. La interpreta en esa ficción dentro de la ficción Salma Hayek haciendo de la propia Salma Hayek. Pero hay una última vuelta de tuerca: resulta que Hayek no es exactamente la protagonista, sino otra víctima, porque vendió los derechos de su imagen y quien aparece en la serie es una reconstrucción virtual de ella generada por IA.
Algo más de cincuenta años separan estas dos producciones de ciencia ficción. El género siempre ha sido un espacio idóneo para plantear las dudas y angustias de cada época proyectándolas en futuros inminentes o más o menos lejanos. Un tema que ha ido incrementando su presencia es el de los peligros vinculados con los avances de la IA y las incertezas que plantea. Emergen dos miedos fundamentales: el más obvio es la posible rebelión, el terror a que máquinas inteligentes creadas por el ser humano acaben tomando el control. El segundo, más perturbador si cabe, es que el aprendizaje de esas máquinas sea tan perfecto y autónomo que se acaben pareciendo a nosotros; es decir, que desarrollen emociones, sentimientos y conciencia. Salvo que las máquinas no estarían sometidas a nuestro talón de Aquiles, la mortalidad.
Tanto la literatura como el cine han explorado estos recelos. Desde el robot antropomorfo de Metrópolis de Fritz Lang al ordenador cuántico de la serie de Alex Garland Devs, hay innumerables variaciones sobre el mito del ser humano que desafía a los dioses o a Dios queriendo arrogarse su papel, con consecuencias catastróficas. Es el acto transgresor del orden natural del rabino del Gólem, del doctor Frankenstein de Mary Shelley, del doctor Moreau de H. G. Wells y de los innumerables mad doctors que pueblan las películas de serie B.
Sin ánimo alguno de exhaustividad, trazo un recorrido por algunos títulos que explican la evolución de la mirada del cine sobre este asunto. Por un lado, tenemos las emociones humanas trasladables a las IA, asunto que abordan películas como A.I. Inteligencia artificial de Spielberg (basada en Los superjuguetes duran todo el verano de Brian Aldiss, una suerte de relectura de Pinocho) o Despidiendo a Yang de Konogada. En ambos casos, un niño adoptado por una familia es en realidad una criatura artificial que se ve confrontada con emociones, recuerdos y dudas propios de los seres humanos.
En la perspectiva opuesta, la del ser humano que proyecta sus sentimientos sobre una IA, se encontraría Her de Spike Jonze. La película, ambientada en un futuro cercano, está protagonizada por un solitario interpretado por Joaquin Phoenix que adquiere un sistema operativo con IA, dotado de una voz femenina –que responde al nombre de Samantha–de la que se acaba enamorando (la película es de 2013, un año antes de que Amazon lanzara su Alexa).
Por su parte, la serie Devs de Alex Garlan parte de otro ángulo: un empresario construye un ordenador cuántico cuyo objetivo último es tratar de superar la pérdida de un ser querido; utiliza la IA para sanar una herida emocional reescribiendo lo sucedido. En su película anterior, Ex Machina, un misántropo programador multimillonario crea una IA con cuerpo de mujer y la dota de supuestos sentimientos. En un registro hasta cierto punto similar se situaría Westworld, que fue primero una pionera película de Michael Crichton rodada en 1973 –en España se estrenó con el título de Almas de metal–, a partir de su propia novela.
Muchos años después se convirtió en una serie televisiva que mantiene la premisa del parque de atracciones donde los clientes pueden vivir aventuras situadas en diversas épocas interactuando con robots. La película se centra en uno de esos robots -interpretado por Yul Bryner- cuyo sistema se altera y empieza a actuar por su cuenta y a matar clientes en la aventura ambientada en el Oeste. La serie es más ambiciosa y plantea de forma más compleja el debate ético de si los clientes pueden dar rienda suelta a todos sus instintos –incluidos los sexuales y criminales– con estos seres robóticos colocados ahí en el papel de comparsas.
La versión televisiva también apunta el tema del robot que genera un sentido de identidad y trata de liberarse y convertirse en un ser humano sintético. Este debate moral asomaba también en Blade Runner (basado en la novela corta de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) en la que un liquidador de replicantes sublevados (sintéticos con apariencia humana que solo un ojo experto puede detectar) acaba teniendo la duda de si acaso también él pudiera ser un replicante sin saberlo. Tanto en la primera entrega como en la continuación que rodó Denis Villeneuve –Blade Runner 2049– se plantea la relación entre el creador y sus criaturas artificiales.
El otro tema central es el del miedo a la rebelión de las máquinas inteligentes creadas por nosotros. Esto aparece en la adaptación de Yo, robot de Asimov (y está contenido en las famosas leyes de la robótica de su relato) y ha dado pie a infinidad de películas, entre otras toda la saga de Terminator. Esta premisa tiene un desarrollo especialmente interesante en la olvidada cinta de terror Engendro mecánico, rodada en 1977 por Donald Cammell. Está basada en una novela de Dean Koontz (La semilla del demonio, Demon Seed, que es el título original de la película).
En ella una mujer acaba secuestrada en su propia casa por una IA en la que está trabajando su marido. Como en el caso de Hal 9000, la máquina enloquece (empieza a actuar por su cuenta movida por sus propios intereses), pero aquí se añade un elemento novedoso. Si secuestra a la mujer, interpretada por Julie Christie, y asesina a cualquiera que intente rescatarla, es porque pretende inseminarla y concebir un hijo sirviéndose de ella. Estamos ante la hibridación de lo humano y la máquina (tema que escritores como Ballard y cineastas como Cronenberg han llevado por otros derroteros).
Acabo saltando de la ficción a la realidad para apuntar los usos prácticos de la IA en el cine de hoy. Su aplicación se puede dividir básicamente en tres campos. El primero es el de los efectos digitales, la animación y los retoques de posproducción. En todos estos casos, siguiendo las instrucciones que se le dan, la IA es capaz de acelerar procesos que dejan de ser manuales. Este salto se ha dado en el cine de animación (los nostálgicos optan por métodos analógicos como el stop-motion), en los efectos digitales de películas de superhéroes y en los retoques como el de-aging o rejuvenecimiento digital, que permite que un actor octogenario como Harrison Ford aparezca en el prólogo de la última aventura de Indiana Jones con el rostro que tenía cuando era joven.
Esta técnica permite incluso resucitar a actores. Por poner un par de ejemplos de la saga de La guerra de las galaxias: Peter Cushing revivió momentáneamente en Roge One y Carrie Fisher aparareció desde ultratumba en algunas escenas de El ascenso de Skywalker. Si tiráramos de este hilo y dejáramos a un lado la ética, ¿podemos algún día encontrarnos con una nueva película de Humphrey Bogart rodada en el siglo XXI? Esto nos acercaría al episodio antes mencionado de Black Mirror, pero no estamos ante una ficción futurista:ya ha habido conciertos virtuales con hologramas de los miembros de ABBA o de algún cantante fallecido.
La segunda aplicación de la IA es la que permite detectar los gustos de los espectadores y se ha desarrollado sobre todo en el ámbito de las plataformas, mediante el control algoritmo de las decisiones de los espectadores. En realidad es un perfeccionamiento mediante la tecnología de algo que las grandes productoras –sobre todo las americanas– llevan haciendo desde sus inicios: los famosos screenings. Es decir, proyecciones previas al estreno en las que se testaba la reacción del público y eso permitía afinar el montaje definitivo. Ahora las plataformas pueden saber en qué minuto exacto de qué capítulo el espectador ha abandonado una serie, cuantos la han visto en la semana de su estreno, cuántos han llegado hasta el final. Todos estos datos permiten construir un perfil de espectador medio que es el objetivo de la cultura –o acaso mejor el entretenimiento– mainstream.
Y esto nos lleva al tercer ámbito de aplicación de la IA, que es el menos desarrollado y el que más inquietudes genera. Sería el que nos llevaría a la escritura-algoritmo. Si el algoritmo permite detectar con absoluta precisión las reacciones que hemos apuntado de los espectadores, se puede decidir qué porcentaje de acción, erotismo, misterio, etc debería tener un producto para agradar al cliente estándar. Bastaría pues meterlo todo en la batidora, mezclarlo y cocinarlo. En teoría eso puede hacerlo de forma muy eficaz una IA. Uno de los asuntos que ha provocado la huelga de guionistas de Hollywood de 2023 es justamente la inquietud de acabar sustituidos por la IA.
Ahora bien, puede que esta sea capaz en breve de construir historias, ¿pero hablamos de productos clónicos, indistinguibles unos de otros y sin verdadera originalidad? ¿O la IA será capaz de dar el salto a la eficaz clonación de ideas preestablecidas al genio creativo que implica ser original, arriesgado, transgresor, rupturista? ¿Llegará algún día una IA a emular a Shakespeare, Beethoven o Hitchcock?
Si lo logra, demostrará poseer sensibilidad, creatividad, genialidad; un manejo de los instrumentos creativos que nos obligará a preguntarnos: ¿Hemos creado una máquina con todas las emociones, sentimientos, complejidades, flaquezas y contradicciones del ser humano; por tanto una suerte de ser humano artificial? De momento, esta pregunta pertenece todavía al ámbito de la ciencia ficción, pero los avances en este terreno son tan rápidos que acaso este artículo quede convertido en una pieza arqueológica en poco tiempo.