Francisco Nicolás Gómez Iglesias (Madrid, 1994) es, probablemente, uno de los mayores liantes de la reciente historia de España, por lo que no es de extrañar que sus desfachatadas andanzas acabaran convirtiéndose en carne de miniserie, como la que acaba de colgar Netflix (tres capítulos) y que me tragué, a modo de placer culpable, hace unos días, obedeciendo a la misma atracción por la miseria moral (con posibilidades cómicas) que me llevó hace un tiempo a sumergirme en la vida de Bárbara Rey por partida doble (ficción y documental). ¿Les recomiendo que la vean? No exactamente.
Creada por Tomás Ocaña y Adolfo Moreno, Pícaro: el pequeño Nicolás desperdicia de una manera lamentable el potencial humorístico de las aventuras de ese chaval con cara de badulaque que a los catorce años ya andaba enredando por la esfera política de este bendito país. La cosa es grave porque, francamente, resulta imposible tomarse en serio al pequeño Nicolás, y menos aún a los políticos que, en vez de enviarlo a tomar viento cuando se lo cruzaron, lo acogieron como a una joven promesa de la derechona y le permitieron venirse arriba para que montara unos cirios del copón que él mismo explica en la serie con un mal disimulado orgullo que no oculta la sensación de que al chaval siempre le ha faltado una patata para el kilo. Evidentemente, todo lo que cuenta (que tampoco es gran cosa) suena a trola y chanchullo, por lo que es imposible conocer a fondo su historia personal. Tras ver la miniserie, el espectador no descubre nada nuevo sobre este fabulador adolescente: empezó a estudiar Derecho, pero no acabó la carrera porque prefirió acercarse al PP a ver qué caía (mientras ejercía de encargado de una discoteca para menores), se coló en la coronación de Felipe VI, ejerció de Charlie (colaborador externo) del CNI, la fue liando cada vez más gorda y acabó en manos de la justicia, que se mostró extremadamente tolerante con él. Ni siquiera se nos cuenta que en el 2019 fundó un partido político que no llegó a ninguna parte (Influencia Joven, se llamaba el engendro) y que, una mala noche la tiene cualquiera, apuñaló a un camarero.
Perturbado mentalmente
Uno esperaba que las apariciones de su señora madre (ni rastro del padre, cosa absolutamente comprensible) arrojaran un poco de luz sobre la peculiar personalidad del pequeño Nicolás, pero la buena mujer se limita a observar con estupor las andanzas de su retoño, como si no supiera a quién habría podido salir. También confiaba yo en que la ex novia del zagal, conocida por el estimulante alias de La Pechotes, aportara algo de información acerca de la psique perturbada del muchacho, pero todo se reduce a unas imágenes de archivo en las que La Pechotes asegura que su pequeño Nicolás es un chaval excelente y un ejemplo para su generación. Menos mal que sale el comisario Villarejo (con la gorrilla habitual, pero sin la carpeta que solía colocarse delante de la cara en cuanto aparecía la prensa) a esparcir un poco de basura, que es lo suyo, y a decirnos lo que ya intuíamos: que Nicolás es un gilipollas que se moría por figurar y que tuvo la inmensa suerte de que una pandilla de adultos cenutrios le siguiera la corriente.
Este tipo de personajes absurdos y delirantes suelen dar de sí para ficciones berlanguianas o documentales estimulantes, pero una de dos: o el pequeño Nicolás no tiene mucho que rascar o los responsables de la miniserie de Netflix no han encontrado la manera de hacer algo decente a su costa. El principal problema de Pícaro: el pequeño Nicolás es que resulta tremendamente aburrida y no aporta nada nuevo a lo que ya sabíamos sobre este adolescente fantasioso al que le gustaba codearse con el poder, del que no descubrimos nada que no supiéramos ya. El retrato que dibuja la serie es el de un chaval espabilado, oportunista, puede que algo perturbado mentalmente y propenso a los delirios de grandeza que se aprovechó de unos adultos idiotas para prosperar subido a la delgada línea que separa la picaresca de la delincuencia. Aunque puede que la culpa sea mía por esperar del pequeño Nicolás un poco de entretenimiento basuril: de donde no hay, no se puede sacar nada.