Durante décadas se ha cumplido la tradición: cada Navidad algún canal de televisión repone ¡Qué bello es vivir! de Capra. Revisitarla por estas fechas es un ritual entre entrañable y rancio. Para quienes se les atragante, el repertorio de posibles sustitutas es extenso. Hay otro clásico enternecedor que propicia la lagrimita: De ilusión también se vive (Miracle on 34th Street). Y para los que prefieran cosas más modernas, de calidad variada: Pesadilla antes de Navidad de Selick y Burton, Solo en casa, Love Actually, Elf… Incluso los aspirantes a grinch disponen de títulos antinavideños con Papa Noeles impresentables: el slasher Noche de paz, noche de muerte, Bad Santa de Terry Zwigoff o la chifladura finlandesa Rare Exports. Con todo, lo más recomendable en esta línea es el genial relato de David Sedaris Crónicas desde SantaLand, sobre sus experiencias como elfo de Santa Claus en los grandes almacenes Macy’s.
Ahora llega a los cines Los que se quedan (The Holdovers) de Alexander Payne, que atesora virtudes para convertirse en un nuevo fetiche navideño para volver a ver año tras año. Sin embargo, es más que eso. De entrada, la mejor película de la carrera de su director. Además, una tragicomedia muy bien construida sobre tres perdedores aislados y obligados a convivir como una improvisada familia disfuncional. Y como guinda, supone la inauguración por todo lo alto del año cinematográfico que empieza.
Está ambientada en 1970, en un rancio colegio privado de élite de Nueva Inglaterra que ha conocido tiempos más esplendorosos. Cuando llegan las Navidades y todo el mundo vuelve a casa, un miembro del claustro tiene que quedarse a cargo de los alumnos a los que sus padres no han venido a recoger. Todos se buscan excusas para escaquearse y la tarea recae en el más huraño y odiado miembro del cuerpo docente: el profesor de Historia Antigua, un tipo con malas pulgas y nula mano izquierda, al que alumnos y colegas detestan por igual. Él pretende ser un hombre recto que se toma muy en serio la educación de los jóvenes, pero es un solterón que a escondidas empina el codo. Encuentra solaz en la sabiduría de las meditaciones de Marco Aurelio, pero también en el destilado de Jim Beam.
Quedan a su cargo varios alumnos de distintas edades, pero al cabo de unos días, todos desaparecen en un helicóptero, invitados a esquiar por el padre millonario de uno de ellos. Todos excepto uno, que no puede sumarse al grupo: un adolescente de inteligencia despierta pero muy conflictivo, al que su madre ha dejado tirado en el último momento porque ha decidido convertir las vacaciones en luna de miel con su nuevo marido. Completa el triángulo de náufragos navideños la obesa cocinera negra del centro, que acaba de perder a su hijo en Vietnam y no está para fiestas.
Se trata de una película de apariencia modesta pero muy sólida. Seduce con sus muy humanos e imperfectos personajes, que tratan de darle un sentido a sus vidas. Detrás de la cámara está Alexander Payne (Omaha. Nebraska, 1961), un cineasta de talante discreto, poco amigo de declaraciones rimbombantes, que ha rodado solo ocho largometrajes en treinta años. Ha logrado mantener su independencia trabajando siempre con presupuestos modestos que recuperan lo invertido en taquilla, lo cual no le ha impedido trabajar con estrellas de relumbrón como Jack Nicholson (en A propósito de Schmidt) o George Clooney (en Los descendientes).
Payne se ha movido casi siempre en el terreno de la tragicomedia, con guiones muy trabajados, personajes bien cincelados y diálogos con mordiente. Entre copas, la road movie sobre dos amigos aficionados a las catas de vinos, fue la cinta que lo consagró internacionalmente y hasta ahora era la más redonda de su carrera junto con el drama en blanco y negro Nebraska, protagonizado por Bruce Dern (la primera opción del cineasta fue Gene Hackman, al que intentó sacar de su retiro, pero este no respondió a sus ruegos).
Pese a su corta carrera, Payne ha ganado dos Óscars, ambos a mejor guion adaptado, por Entre copas y Los descendientes. Su único fracaso -en calidad y sobre todo en taquilla- lo cosechó con Una vida a lo grande, la película inmediatamente anterior a la que aquí nos ocupa. Era una extraña mezcla de ciencia ficción y sátira social, con Matt Damon y Christoph Waltz, sobre un grupo de personas que, ante la sobrepoblación y el alto coste del suelo urbanizable, deciden reducir de tamaño mediante una nueva tecnología y vivir como liliputienses.
Tras ese patinazo, regresa en su mejor forma con Los que se quedan. El guion, que en esta ocasión no ha coescrito, sino que ha encargado a David Hemingson, está muy libremente inspirado en Merlusse, una vieja película de 1935 de Marcel Pagnol. Al servicio de este guion hay tres actores superlativos. En primer lugar, como el profesor cascarrabias, Paul Giamatti, con el que Payne ya había trabajado en Entre copas.
Este es uno de los grandes papeles de su carrera, junto a dos personajes reales a los que dio vida: el Harvey Pekar de American Splendor y el John Adams de la serie homónima de HBO sobre el denostado segundo presidente de Estados Unidos. Junto a Giamatti, el debutante Dominic Sessa, procedente del teatro amateur y que demuestra una seguridad pasmosa, y la actriz Da’Vine Joy Randolph, conocida sobre todo por sus papeles cómicos y aquí en un registro dramático.
Varios giros de guion muy bien gradados se van desvelando los anhelos, autoengaños y mentiras de los protagonistas. Un ejemplo del buen hacer del director es la escena de la fiesta navideña de la secretaria del colegio a la que acuden y que da pie a tres momentos magníficos: el adolescente que le mira el escote a la sobrina de la anfitriona; el profesor al que se le desmoronan los ensueños que por un momento ha tenido con la secretaria y la cocinera que se derrumba después de beber más de la cuenta.
Si comparamos Los que se quedan con El club de los poetas muertos, también ambientada en un colegio privado y centrada en la relación de un profesor con sus alumnos, veremos cómo brilla la sutileza y contención de Payne frente a la edulcorada, efectista y a la postre tramposa sobrecarga emocional de la cinta de Peter Weir. Por contra, el arisco profesor al que interpreta Paul Giamatti tiene cierto parentesco con el desolado docente de La versión Browning, la soberbia pieza teatral de Terence Rattigan, que llevó al cine Anthony Asquith con Michael Redgrave.
Hay otros dos aspectos destacables en Los que se quedan: lo bien trabajados que están el tiempo y el espacio. El tiempo es 1970, con el trasfondo de la guerra de Vietnam, que se ve como algo lejano desde un colegio para niños pijos. Sin caer en la nostalgia facilona, está rodada como si fuera una película de esa época: por las texturas, los movimientos de cámara, la banda sonora e incluso la tipografía y los logos de los títulos de crédito (ya el tráiler juega la carta vintage, con su característica voz en off). Hay también un guiño cinéfilo: en el viaje que hacen a Boston, profesor y alumno ven en un cine Pequeño gran hombre de Arthur Penn, que se estrenó ese año.
En cuanto al escenario: una Nueva Inglaterra muy tangible, con las nevadas del invierno y detalles como la visita a una bolera en la que juegan al candlepin bowling, una variante particular de la zona en la que se utilizan bolas más pequeñas y bolos en forma de vela. En esa bolera, el pedante profesor le explica a un perplejo Papa Noel medio ebrio y acodado en la barra del bar el origen histórico del personaje.
Todas las piezas que maneja Payne encajan y dan como resultado un largometraje que fluye sin aparente esfuerzo. Al final, el profesor tendrá una oportunidad de redimirse de sus miserias con un pequeño gesto heroico, aunque no le saldrá gratis. Si quieren ver una película con personajes de carne y hueso, emociones humanas, diálogos vibrantes y pinceladas de humor elegante, sin efectos digitales, ni sal gorda, ni trucos sentimentaloides, empiecen el año con el derroche de inteligencia y sensibilidad de Los que se quedan.