Ver documentales sobre gente que te interesa es lo más natural del mundo, pero tragarse la biografía audiovisual de alguien que no solo te la sopla, sino que te genera incluso una relativa hostilidad, requiere cierta curiosidad antropológica y un enfoque casi científico que, a veces, arrojan resultados inesperadamente positivos. Permitan que me ponga como ejemplo: nunca he soportado a Sylvester Stallone, pero la otra noche, siguiendo el consejo de una querida ex novia que siempre ha sostenido que la primera entrega de la saga de Rocky era una obra maestra, me zampé enterito el documental de Netflix Sly, dirigido por Thom Zimny, gracias al cual descubrí que detrás de ese armario ropero de tres cuerpos con la boca torcida al que había ignorado durante toda mi vida había un ser humano con una historia digna de ser contada.
Sylvester Stallone (Nueva York, 1946) no es la única celebrity cuya aparición imprevista en televisión me obliga a cambiar de canal (tengo una larga lista, de lo más variopinta, que va de John Wayne a Chuck Norris, pasando por José María Aznar o Pilar Rahola), pero siempre ha habido en él algo que me llevaba a intentar mantener una prudente distancia (y ahí incluyo sus películas). Por eso nunca he visto ni una entrega de las aventuras pugilísticas de Rocky Balboa ni me he asomado jamás al universo de John Rambo. En cuanto a su tercera y más reciente franquicia, The expendables (Los mercenarios), confieso haber visto una de sus entregas, aunque no recuerdo cuál ni porqué. En lo que respecta a las películas de Stallone que (se supone que) se aguantan solas, recuerdo con cierto disgusto Juez Dredd y, como una ofensa personal, Get Carter, en la que el bueno de Sly tenía el cuajo de interpretar el papel de Michael Caine en la versión original de la adaptación de la novela del británico Ted Lewis. De hecho, el único largometraje en el que me pareció que Stallone podía pasar por un actor de verdad (y no por la versión contemporánea de Victor Mature) fue Copland, donde interpretaba a un sheriff simplón, pero honrado, y contaba con el apoyo de titanes como Robert De Niro, Harvey Keitel y Ray Liotta.
Pese a estos antecedentes, me tragué Sly y no lo lamenté, pues ahí descubrí al ser humano que hay detrás de Rocky y de Rambo y que es un tipo bastante más interesante de lo que aparenta, capaz de sostener un discurso articulado y de expresar con candidez lo que esperaba de la vida, que en su caso, deduzco, era esa venganza, de la que hablaba Rainer Werner Fassbinder y que te puedes tomar cuando alcanzas un cierto éxito, contra lo mal que te ha tratado la vida en general y algunas personas en particular.
Sylvester Stallone tuvo una infancia de mierda. Nació en el barrio neoyorquino conocido como Hells´s kitchen (La cocina del infierno), que en su época hacía honor a su nombre y estaba trufado de delincuentes y gentuza varia (ahora está gentrificado y rebautizado con el insípido nombre de Clinton). En aquella cuadrícula situada entre las calles 34 y 59 y la Octava Avenida y el río Hudson, la vida no era fácil ni cómoda, Sobre todo, si tenías unos progenitores como los del pobre Sylvester y su hermano Frank: un padre italiano barbero y una madre tirando a casquivana que no tenía ganas de tener hijos y se tomaba a la ligera sus embarazos (rompió aguas en un autobús, el parto fue complicado y el mal uso del fórceps dejó al bebe Sylvester Gardenzio con la boca torcida y media mandíbula inmóvil de por vida). Cuando papá solo te pone la mano encima para zurrarte y mamá nunca sabes por dónde anda, algo tienes que hacer para escapar a tan incómoda situación. Sylvester y Frank (que luego ejercería de autor de canciones y actor ocasional) optaron por el cine, que es donde Sly encontró su vocación el día en que tuvo una epifanía viendo Hércules, un péplum protagonizado por el culturista Steve Reeves, que se convirtió ipso facto en su ídolo y role model.
Hacer lo que te gusta
Pese a haber sido expulsado de trece colegios en doce años, Sly pasó por la universidad y se puso a escribir guiones como un descosido, mientras pillaba papelitos de matón, que era lo único que le ofrecían (podemos verlo en una secuencia de Bananas, montando un cirio en el metro y aterrorizando a Woody Allen). Todo parecía indicar que nunca llegaría a nada. Pero escribió el guion de Rocky, se empeñó en protagonizarlo (aunque le ofrecían un pastón para que el papel lo interpretara Ryan O´Neal), lo logró y triunfó de la noche a la mañana, tras años de hambre y fracasos. Luego se inventó a John Rambo y lo volvió a petar, hasta el punto de que sale en el documental Arnold Schwarzenegger diciendo que Sly siempre iba varios pasos por delante de él a la hora de dar la campanada en el cine de acción.
Lo más interesante de Sly es la habilidad del director y del protagonista a la hora de conseguir que te intereses por alguien al que habías esquivado convenientemente hasta entonces. Y descubrir que aquél a quien considerabas un simplón es en realidad un tipo con un discurso muy bien estructurado (no hace falta que estés de acuerdo con su contenido), que escribe sus propias películas (da igual si te gustan o no) y que ha llegado a ser alguien gracias a la terapia de choque que le aplicó su muy desagradable padre durante su infancia y adolescencia (la venganza de la que hablaba Fassbinder). Tras ver Sly compruebas, básicamente, que ese armario ropero de tres cuerpos carente de expresividad (gracias a la pachorra de mamá) es en realidad un ser humano que solo ha intentado sobrevivir haciendo lo que le gustaba, pese a todo el desprecio recibido por parte de la familia y de la industria.
A veces, ver un documental sobre alguien que nunca te ha interesado puede depararte gratas sorpresas. Sly es un ejemplo insuperable de dicha afirmación.