Cuando me enteré de que Brandon Cronenberg, hijo del gran David Cronenberg, pretendía seguir el ejemplo de su padre cuando rodó Crash y adaptar a su vez una de las últimas y mejores novelas de J. G. Ballard, Super-Cannes, me eché a temblar. No contento con meterse en los zapatos de su progenitor en sus dos primeros y muy deficientes largometrajes, ahora el bueno de Brandon (Toronto, 1980) se disponía a enmendarle la plana a los inspiradores del hombre que lo fabricó, eligiendo para sus previsibles desmanes al pobre Ballard (Shangai, 1930 – Londres, 2009), que ya no estaba en condiciones de defenderse vetándolo convenientemente si es que había visto Antiviral (2012) y Possessor (2020), dos tristes esfuerzos por seguir el camino paterno que, como los de Jennifer Lynch, hija de David Lynch, constituían sendos remedos de un mundo heredado que resultaban postizos a más no poder y carentes del ingenio original y, sobre todo, de la visión del cine y del mundo de los señores Cronenberg y Lynch.
Me tragué los dos primeros largometrajes de Cronenberg Jr. por una mezcla de curiosidad, militancia y admiración por su padre, pero más me habría valido ahorrármelos, pues la principal conclusión que sacabas era que el muchacho había oído campanas paternas, pero no había sabido interpretarlas correctamente. Pese a semejante estado de ánimo, vi hace unas noches su tercera película, Infinity pool (Piscina infinita), que puede encontrarse en Movistar. Me parecía una muestra de contumacia en el error por mi parte, pero no pude evitarlo y mi curiosidad se vio recompensada por la primera obra decente, interesante y realmente inquietante de alguien al que ya había dado por perdido para la causa del buen cine. A veces es cierto que a la tercera va la vencida. Y me entraron ganas de ver qué hace el señor Cronenberg con esa espléndida distopía que es Super-Cannes y que, si nada se tuerce, se convertirá próximamente en una miniserie de televisión.
Si Infinity pool funciona es porque el joven Brandon ha sustituido a su padre como principal inspirador de sus cosas por J.G. Ballard, un autor que en España nunca acabó de funcionar comercialmente: los lectores de ciencia ficción lo encontraban excesivamente literario y los lectores en general no entraban en sus fantasías distópicas, aunque siempre tuvieran un pie firmemente plantado en el presente o en un futuro inmediato, planteando situaciones terribles, pero muy verosímiles, a base de fijarse en lo que estaba pasando en Occidente y en hacia donde nos podía llevar tanto disparate humano. Super-Cannes, publicada en el 2000, tres años antes de su fallecimiento, parte del aquí y el ahora para imaginar una comunidad de ricachones –o masters of the universe, que diría Tom Wolfe- que hace literalmente lo que le viene en gana, incluido matar a pobres pelagatos, sabiendo que no les va a pasar nada. En ese futuro inmediato, como ya sucede en el presente, el único dios es el dinero y quien lo tiene puede disponer tranquilamente de las vidas de quienes no lo tienen.
Ese concepto es el centro de Infinity pool, historia ambientada en un país imaginario en el que conviven un régimen dictatorial con un resort de lujo para millonarios en el que estos pueden hacer lo que les salga de las narices sin pagar las consecuencias, ya que otro las pagará por ellos a cambio de un soborno a la policía. A ese resort llegan James Foster (Alexander Skarsgard), autor de una sola novela al que se le ha secado el cerebro, y su mujer, Em (Cleopatra Coleman), hija de un rico editor y sostén financiero del escritor que no escribe. Una vez allí, caerán en manos de una pareja que enseguida intuimos siniestra, la formada por Alban Bauer (Jalil Lespert) y su esposa Gabi (Mia Goth) –muy en la línea del matrimonio criminal que arruinaba la visita a Venecia de una joven pareja en la novela de Ian McEwan, adaptada al cine por Paul Schrader, The comfort of strangers (aquí titulada El placer de los extraños)-, quienes no tardan mucho en arrastrar a una orgía de sexo y muerte a los infelices James y Em. Cuando el escritor sin inspiración atropelle mortalmente a un lugareño, sea detenido y se le ofrezca la oportunidad de salvar el pellejo ejecutando a un doble suyo, fabricado por el régimen, a cambio de una suma elevada de dinero, empezará un descenso a los infiernos para James que éste acabará aceptando de buen grado, envileciéndose cada vez más hasta llegar a un final liberador, pero terrible, en el que ya no es que no tenga nada que escribir, sino que tampoco tiene nada por lo que vivir.
Infinity pool es una gratísima sorpresa en la carrera de Brandon Cronenberg. Sigue necesitando inspiración ajena –la película es, de hecho, una mezcla de Super Cannes y El placer de los extraños-, pero ya no la busca en las películas de su progenitor. El joven Brandon ha matado metafóricamente al padre y se ha acercado a otros mundos que, en el fondo, no están tan alejados del de Cronenberg Sr., pero le permiten dejar de practicar ese seguidismo baldío que dio origen a Antiviral y Possessor. De momento, la influencia de J. G. Ballard se manifiesta con eficaces resultados en Piscina infinita. A ver qué tal sale la adaptación de una de las mejores obras del escritor británico. Yo la esperaba con temor, pero, tras ver Infinity pool, me han entrado muchas prisas por verla.