El guionista, director y productor norteamericano Mike Flanagan (Salem, Massachusetts, 1978) es, claramente, una estrella en alza de la televisión de pago. Recuerdo con sumo agrado miniseries suyas como La maldición de Hill House (2018, personal relectura de la novela de Shirley Jackson) o Misa de medianoche (2021), y he disfrutado enormemente de su última aportación a la a menudo errática parrilla de Netflix, La caída de la casa Usher, peculiar versión en ocho capítulos de la novela homónima de Edgar Allan Poe (Boston, 1809 – Washington, 1849) en la que la abyecta familia del título se ve trasladada a nuestros días y a un entorno muy adecuado para ella, el mundo de la industria farmacéutica (lo que los americanos llaman Big Pharma), tristemente de actualidad, especialmente en Estados Unidos, por la crisis de los opioides, que tantos muertos lleva causando desde hace años gracias a la avaricia y la inconsciencia de empresas teóricamente dedicadas a la salud, pero que, en la práctica, solo se preocupan por la cuenta de resultados (sus analgésicos generan adicción y suelen conducir a drogas más serias y peligrosas, pero eso es algo que a Big Pharma se la suda).
Huelga decir que, en ese mundo ponzoñoso, los actuales Usher se mueven con tanta soltura como en el que los acogió en el siglo XIX, aunque, tanto ahora como entonces, los persigue una maldición demoledora que los hace caer como moscas y que está representada por la misteriosa Verna (Carla Gugino), viajera por el tiempo y representante no sabemos muy bien si de Dios o del Diablo. El patriarca de la familia, Roderick Usher (el excelente actor canadiense Bruce Greenwood, que debería haber disfrutado de una carrera más brillante), asiste a las extrañas muertes de sus hijos mientras espera fatalistamente su turno, pues sabe que lleva años portándose mal no, lo siguiente, siempre pegado a su siniestra hermana Madeline (Mary McDonnell) en la compartida condición de hijos ilegítimos del presidente de una compañía farmacéutica que ellos no pararon hasta heredar y manejar a su antojo, contribuyendo con su codicia al fallecimiento de miles de sus compatriotas.
Justicia poética
El tratamiento que Flanagan aplicó a Jackson en The haunting of Hill House, lo aplica aquí a Poe y su novela The fall of the house of Usher (nada que ver con la adaptación de Roger Corman de los años 60, que ya no guardaba una excesiva relación con el material original), añadiendo, de paso, referencias y detalles relativos a otros temas de uno de nuestros alcohólicos favoritos de todos los tiempos: hay un cadáver emparedado como el del relato El barril de amontillado, salen un tremebundo gato negro y un cuervo de muy mal agüero (Nevermore, nevermore!) y el abogado de la familia se llama Arthur Gordon Pym (Mark Hamill, el genuino Luke Skywalker). La historia de la infame familia Usher se nos cuenta en un flashback que dura toda la serie y que enfrenta en un viejo y dilapidado caserón a Roderick Usher con el leguleyo que lleva años persiguiéndole con la evidente y necesaria intención de meterlo entre rejas. Entre la maldición que personifica Verna y las muertes de todos sus hijos en dos semanas, el patriarca de la familia ya ha llegado a un punto en el que todo le da lo mismo y en el que, incluso, parece dispuesto a aceptar su propia eliminación en aras de la justicia poética: es un miserable y lo sabe.
Trasladar un relato gótico a la época actual y que resulte convincente y hasta verosímil (y socialmente relevante, además) es algo que no está al alcance de todos. El señor Flanagan lo ha conseguido con esta excelente puesta al día del clásico de Edgar Allan Poe, que algunos, todo hay que decirlo, han encontrado detestable (hay gente que nunca está contenta). Comercialmente, está funcionando a las mil maravillas y yo diría que Mike Flanagan lleva camino de convertirse en el nuevo Ryan Murphy, en uno de esos showrunners que se rifan las plataformas de streaming. Y creo que se lo merece.