¿Quién le iba a decir al gran J. Robert Oppenheimer, padre de la bomba atómica y pionero en el estudio de los agujeros negros, que algún día debería competir en la taquilla cinematográfica con Barbie, esa muñeca de proporciones imposibles que, de repente, se ha convertido en un icono del feminismo? ¿Y qué puede hacer cualquier ciudadano interesado en la vida del señor Oppenheimer que no soporte al cineasta británico Christopher Nolan, responsable de una biopic del genio de tres horas de duración y que se acaba de estrenar el mismo día que la película sobre Barbie, dando origen al monstruoso fenómeno bautizado como Barbenheimer?
Pues dicho ciudadano puede seguir mi ejemplo y tragarse en Movistar el excelente documental de este mismo año To end all war: Oppenheimer and the atomic bomb (Para acabar con todas las guerras: Oppenheimer y la bomba atómica, aquí traducido como Oppenheimer: el dilema de la bomba atómica), dirigido por el norteamericano Christopher Cassel (Livingston, Nueva Jersey, 1977). Yo no tuve la menor duda a la hora de elegir entre los dos Christopher, ya que las películas del señor Nolan se dividen para mí entre las que me sacan de quicio (la trilogía de Batman) y las que, además de sacarme de quicio, no entiendo una mierda de lo que pretenden contarme (Inception o Tenet). Y como el extraño señor Oppenheimer siempre me había interesado…
Indudable carisma
J. Robert Oppenheimer (Nueva York, 1904 – Princeton, NJ, 1967) fue un niño enfermizo y sobreprotegido, gracias en gran parte a la estricta vigilancia a la que le sometía su madre, la artista Ella Friedman, que no lo dejaba ni salir a jugar a la calle y lo mantenía encerrado todo el día en el lujoso apartamento de Manhattan adquirido por su marido, Julius (la inicial del científico venía de ahí) Oppenheimer, un emigrante alemán que llegó a Estados Unidos en 1888 y se hizo rico con el negocio del textil. Niño neurótico y reconcentrado, el pobre Robert se convirtió en un adolescente inseguro, pero dotado de una gran curiosidad por las ciencias y las letras (desarrolló un gran interés por la filosofía oriental, citando con frecuencia el Bhagavad Gita).
Optó por la física, con especial tendencia hacia lo cuántico, y se convirtió en un teórico respetado que daba clases en la universidad de Berkeley (mientras estudiaba sufrió la primera de sus crisis nerviosas, que no fue la última). Su puesto al frente del Proyecto Manhattan (el desarrollo de una bomba atómica por parte de los Estados Unidos ante el temor de que Hitler consiguiera antes la suya) cogió un tanto por sorpresa a la comunidad científica, pero cabe achacarlo a su indudable carisma y a su capacidad de convicción, que lo llevaron a seducir al militar a cargo de la operación, el general Leslie Groves, que se convirtió de inmediato en su principal valedor.
De joven, nuestro hombre flirteó con el partido comunista (su hermano y una novia militaban en el partido), lo cual acabaría volviéndose en su contra cuando el paranoico y siniestro senador McCarthy iniciara su célebre caza de brujas. En el ínterin, el destino puso en sus manos el proyecto soñado: aplicar la energía atómica a la destrucción masiva desde Los Álamos, un rincón del desierto de Nuevo México, su zona favorita de los Estados Unidos desde que se curó allí de una tuberculosis. Durante todo el proceso, nunca le abandonó la preocupación por el monstruo que estaba contribuyendo a crear, pero, al mismo tiempo, parecía convencido de que la única manera de acabar con las guerras era con un acto de fuerza brutal que disuadiera a cualquiera de volverla a liar. Cuando los militares le ofrecieron la oportunidad de soltar la bomba en la bahía de Tokyo (casi todo era agua, apenas había personas), Oppie (como se le conocía familiarmente) insistió en dejar Hiroshima y Nagasaki como la palma de la mano, lo cual no le impidió atormentarse por su decisión hasta el fin de sus días, cuando todos esos cigarrillos que se fumaba uno detrás de otro le pasaran factura en forma de cáncer y lo enviaran al otro mundo unos meses antes de que los Beatles publicaran su Sgt. Pepper´s lonely hearts club band.
Sentimentalmente, Oppie fue también un tipo peculiar. Se casó con una bióloga con la que tuvo dos hijos y a la que convirtió en una aburrida ama de casa de Los Álamos que se refugió en el alcohol, pero siguió manteniendo una relación esporádica con la novia comunista de su juventud, que acabó muerta en extrañas circunstancias, desnuda junto a la bañera y con la cabeza bajo el agua, un improbable suicidio tras el que muchos vieron la mano del FBI, que investigaba a Oppenheimer mientras éste trabajaba en su bomba. Por el documental del señor Cassel desfilan unos cuantos científicos, un nieto de Oppie y hasta Christopher Nolan, sentando cátedra como tiene por costumbre y al que solo le falta recordarnos que no nos perdamos bajo ninguna circunstancia su biopic de marras. Entre ellos y las apariciones del interesado, se acaba uno haciendo una idea bastante aproximada de quién fue Robert Oppenheimer, un tipo interesante, culto, carismático, atormentado y con tendencias depresivas que quiso poner fin a las guerras de la manera más radical posible (y más dañina para su precario equilibrio mental).
Nuestro héroe cayó en desgracia cuando se opuso a la creación de la bomba de hidrógeno, que convertía a la atómica en un petardo de la noche de San Juan. Según él, era innecesaria. Así se lo hizo saber al presidente Harry Truman, quien le cogió una manía instantánea y llegó incluso a echarlo de su despacho con cajas destempladas. El senador McCarthy se encargó de clavar el último clavo en su ataúd, desenterrando sus viejas (y olvidadas) simpatías comunistas y contribuyendo significativamente a su caída en desgracia. Oppie no hizo nada para defenderse. Se dejó eliminar de la manera más fatalista posible, como si pensara, tal vez, que de alguna manera había que pagar por los miles de muertos de Hiroshima y Nagasaki (Enola Gay, you should have stayed at home yesterday, cantarían años después Orchestral Manoeuvres in the Dark). Volvió a la docencia. Siguió consagrado al chainsmoking. Reventó poco antes de cumplir los 63 años.
Si Oppenheimer nos sigue resultando fascinante es gracias a sus contradicciones. Era un científico, un intelectual y un humanista, pero, al mismo tiempo, un destructor de mundos, aunque fuese, según él, para permitir el nacimiento de otros mejores. To end all war: Oppenheimer and the atomic bomb es un excelente retrato de alguien con el que no sé qué habrá hecho Christopher Nolan, pero ya me lo contarán los mismos que hayan ido a ver las aventuras neo feministas de Barbie. O no.