Cojamos una pareja aparentemente normal, la que componen dos jóvenes noruegos que atienden por Signe (Kristine Kujat Thorp) y Thomas (Eirik Saether). Viven en Oslo. Signe trabaja en una cafetería. Thomas hace unas esculturas horrendas a base de ensamblar trozos de muebles que roba en las tiendas de diseño con una desfachatez digna de mejor causa. Se supone que se quieren, pero ambos están tan pagados de sí mismos (en este caso, resulta más gráfico el equivalente inglés del concepto, Full of themselves, o sea, Llenos de sí mismos) que no les queda tiempo para preocuparse sinceramente el uno por el otro. Puede que inadvertidamente, se hacen la puñeta mutuamente y se degradan en público: Thomas consigue una exposición en una galería importante, Signe especifica que se trata de una simple sucursal y que es pequeña, lo cual, añade con retranca, tiene la ventaja de que parecerá llena, aunque se presenten a la inauguración cuatro gatos. Y así sucesivamente.
Sin la excusa del arte, Signe tiene que estrujarse el magín para alcanzar su sueño: ser famosa. Un día entra en su cafetería una mujer que sangra profusamente a causa de los mordiscos de un perro y Signe experimenta una perversa epifanía: como no sabe hacer nada más que servir cafés, nuestra peculiar heroína encontrará en la sangre y el sufrimiento una manera de convertirse en celebrity. Ni corta ni perezosa, empieza a tomar un medicamente ruso ilegal relacionado con una enfermedad rarísima que deforma el rostro, te hace vomitar sangre, te provoca convulsiones y, en definitiva, te deja hecho un cuadro y con serias posibilidades de diñarla. Pero todo sea por la fama y la atención de la prensa y de las redes sociales: Signe puede convertirse en la primera ciudadana de su país que desarrolle esa enfermedad.
Sociedad enferma
Este es el perverso punto de partida de la película noruega Syk pike, que Movistar ha estrenado con su título en inglés, Sick of myself (que suele traducirse como Harto de mí mismo, aunque también puede interpretarse como Enfermo de mí mismo, más adecuado en el caso que nos ocupa porque la pobre Signe, efectivamente, genera su propia enfermedad). Su guionista y director, Kristoffer Borgli (Oslo, 1985), muestra aquí una habilidad extraordinaria para la tragicomedia extrema y teñida de un sentido del humor tan retorcido como subterráneo que asoma a lo largo de toda la trama, especialmente en los diálogos, que son de una brutalidad tan discreta como cruel y, en el fondo, estúpida. Sick of myself es una historia de la era de Instagram, que es la de las apariencias, una era en la que todo el mundo tiene derecho a sentirse único y especial y a disponer, lógicamente, de una legión de followers. La manera de prosperar da igual: Thomas lo intenta con algo que él considera arte contemporáneo; Signe, envenenándose voluntariamente para alcanzar la fama a través de la compasión que genera en sus semejantes (las secuencias en las que visualiza su brillante y horripilante futuro son espeluznantes, incluyendo la de su propio entierro, al que acuden masas de fans y del que se ha excluido a su padre, que abandonó a la familia cuando ella era una niña). Los resultados, como ya habrá intuido el querido lector, son catastróficos, pero se los ahorro para evitar el spoiler.
Vagamente emparentada con ciertas películas de Rainer Werner Fassbinder o Ulrich Seidl, Sick of myself es un retrato cruel y fidedigno de una sociedad enferma a la que el autor contempla con una mezcla de preocupación y desprecio envuelta en un humor negro no, negrísimo. Así es también cómo el espectador observa a Signe y Thomas, que aparentemente, solo son una pareja de idiotas, dos tontos muy tontos, pero que representan a la perfección los grotescos anhelos solipsistas de un sector en expansión de la población juvenil para el que lo más importante de las cosas no es lo que son, sino lo que parecen. El señor Borgli se nos presenta, pues, como un peculiar moralista que logra, cosa sumamente difícil, que acabemos empatizando mínimamente con dos pobres desgraciados a los que daríamos esquinazo si nos los cruzáramos por la calle por su deplorable condición de víctimas y verdugos de sí mismos, presas de la sociedad del espectáculo y el éxito a cualquier precio.
Kristoffer Borgli tiene una película anterior que no he visto, Drib (2017), pero que promete, pues va sobre las funestas consecuencias de la campaña de marketing de una bebida energizante, y ha dado ya el salto a Hollywood, donde ha rodado otra comedia negrísima titulada Dream scenario y protagonizada por Nicolas Cage. Creo que estamos ante un cineasta al que habrá que seguirle la pista.