“Nunca en mi vida me he subido a un tren sin que mi espíritu se animara”. La sensación de felicidad, y al mismo tiempo de vértigo, que acompaña desde el origen de los tiempos a los marineros o a los viajeros espirituales es el viento que gobernó las velas de la prolífica, seductora y colosal carrera de Orson Welles. Fue uno y cientos otros al mismo tiempo. Cualquier definición sobre su figura se antoja limitada e inexacta. Por eso es pertinente preguntarse: ¿Quién era exactamente? Sabemos –lo dicen los datos– que con 26 años debutó en Hollywood como el director (novato) de Citizen Kane, la gran película norteamericana moderna. Una obra maestra sobre la verdad y la mentira, el poder y la pérdida.
A la edad en la que muchos están concluyendo sus estudios en la universidad nuestro hombre, antecedente del personaje y sustrato del mito, había sido portada en la revista Time. Estados Unidos lo había descubierto oyéndole narrar sus pesadillas y terrores. Fue el brujo que delante de un micrófono de radio, sólo con su voz, aterrorizó a todo un continente (de costa a costa) fingiendo retransmitir en directo una invasión marciana de la Tierra.
La dramatización documental de La guerra de los mundos de H.G. Wells ha quedado en la historia cultural como un acto tan subversivo como el urinario en el museo de Duchamp o la literatura de Borges: la ficción puede cambiar la realidad y, en consecuencia, el mundo. La mímesis ha muerto y no va a resucitar. Welles, igual que un niño que disfruta jugando a contar mentiras como si se tratase de verdades, se pasó la vida saltando de un género a otro, contradiciendo los cánones y utilizando todos los medios de la cultura popular a su alcance, en lugar de limitarse, cómo los artistas antiguos, a provocar a las élites y a la aristocracia.
Todo esto lo convirtió en uno de los clásicos del séptimo arte, que en términos de mercado, si no la primera, continúa siendo una de sus actividades más rentables. Si viviera en nuestros días –auguran sus devotos– hubiera triunfado en el mundo de las series o habría deslumbrado con algún podcast. Aseveración ingenua: Welles inventó todo esto mucho antes de que la industria digital nos quitase horas de sueño. Así queda de manifiesto en el delicioso libro de conversaciones entre el director de Touch of Evil y el cineasta Peter Bogdanovich que Capitán Swing, uno de los sellos editoriales que han sabido condensar con maestría el ensayo con la actualidad en un catálogo inquieto, publicó en 2015 con el título de Ciudadano Welles.
La obra, a cargo de Jonathan Rosenbaum, que enriquece las crónicas de los encuentros entre ambos cineastas con notas, referencias, documentos y bibliografía, fue traducida por Joaquín Adsuar, que logra mantener la naturalidad de la conversación. Las citas fueron grabadas en distintos destinos geográficos –Roma, París, Nueva York, Beverly Hills, Hollywood– entre finales de los sesenta y los setenta. Welles se encontraba en plena madurez. Bogdanovich, un cuarto de siglo más joven, representaba a otra generación y a otro Hollywood.
Las reuniones no tardaron en convertirse en duelos de ingenio. Esgrima mutua entre dos floretes que, en ocasiones, tornábanse espadas. Welles se adorna. Bogdanovich intenta hacerlo hablar de lo que no quiere comentar –la gesta de Citizen Kane, sobre todo– y, entre las tensiones enfrentadas y los latigazos mutuos, lo que resulta es una autobiografía dialogada sobre el último Mozart del show-business que, atrapado dentro de su enorme humanidad, fue lo más parecido a un Shakespeare que hemos tenido después del propio Shakespeare. Alguien que comienza en los escenarios por mero descarte y que, entusiasmado, acaba haciendo arte inmortal sin proponérselo. De forma natural, como les sucede a los buenos artesanos.
Welles emite aquí sus juicios sobre actores, productores y otros directores. Le gustan John Ford, Renoir, Griffith, Fellini. Como escritores prefiere a Hemingway y a Robert Graves. Chaplin no le hace sonreír. Discute sobre los problemas para financiar sus películas –existe una divertida anécdota con Churchill al respecto– y cuenta, siempre hasta donde desea, las interioridades de la gran fábrica (artificial) de sueños, catedral del arte de las mentiras. Conviene no engañarse con los episodios de falsa modestia: el director de Chimes at Midnight –recuerda Bogdanovich– no aceptaba fotografiarse sin maquillaje. Gloria de otros tiempos.
Por supuesto, al contar sus hazañas y tropezones, Welles trata de justificar su visión del cine y defender sus decisiones. En una palabra: actúa. Pero, del mismo modo, estas confesiones transmiten una gran sensación de veracidad, un arraigo en lo esencial del arte, que siempre es más práctica que teoría. Al margen de datos para eruditos y mitómanos, Ciudadano Kane es un libro hondo y memorable sobre la creación, una condensación de alta sabiduría y bajo sentido común. Algo inusual en nuestros tiempos, cuando la industria audiovisual canoniza a artistas para que la coronen a sí misma siempre que acepten el catecismo de la corrección política cuyo mandamiento único es: “No molestes a nadie, aunque dejes de ser tú”.
Por carácter y trayectoria, Welles es la antítesis de esta religión. Un maravilloso dinosaurio. Una criatura venida de otro planeta. El recorrido por sus películas tiene mucho de viaje a la semilla. Nos enseña la lección de que la vida del espectáculo es un combate en contra de la regresión. El director de Citizen Kane, cuyo éxito en la radio lo condujo ante las cámaras, comenzó teniendo un asombroso contrato con la RKO, que le concedió, sin haberse puesto nunca detrás de un objetivo, absoluta libertad de criterio y decisión, un privilegio que nadie tuvo antes y pocos cineastas han tenido después por parte de los grandes estudios.
Terminó su vida rodando, por un quiebre del destino, Touch of Evil, su cima como creador crepuscular. Entre medias dejó una constelación de aventuras, divertimentos y desastres –muchos financieros– que han hecho de su obra, irregular y sugerente, un monumento a la grandeza. Lo mejor del libro es todo el conocimiento vital que regala. Por sus páginas sabemos de un joven risueño y alocado, inquietísimo, huérfano prematuro, que comienza dibujando, salta a la música –una disciplina que abandonaría tras la amarga muerte de su madre pianista–, recala en la radio y en el teatro, entonces las dos caras de una idéntica moneda, se convierte en actor huyendo del itinerario de la respetabilidad, prueba a ser torero en Sevilla, se enamora del vodevil, los géneros menores y los espectáculos de magia, escribe guiones sin parar –muchos son adaptaciones de otros autores– y deviene en cineasta.
Allí donde estuvo intentó hacer suya cada oportunidad. Experimentó en cada medio y, a base de hacerse las preguntas adecuadas –el diletantismo era su pasatiempo favorito– terminaría encontrando las respuestas adecuadas. Más que un genio, que sin duda lo fue, Welles encarnó a un glorioso impertinente, un alma sensible escondida tras la apariencia de un carácter rotundo y arriesgado. Un seductor encerrado detrás de los barrotes que cincelan los excesos del buche, enamorado del perfume de los habanos. Vividor y risueño. Un Falstaff.
Hasta que a comienzos de los cuarenta –lo dice Bogdanovich en el libro– se atreve a retratar a William Random Hearst, el magnate de la prensa popular, como David Foster Kane, “nadie en el cine norteamericano defendía la tesis de que el capitalismo y el enriquecimiento podían conducir a un empobrecimiento espiritual y a la pérdida de la capacidad sentimental”. Donde otros ven a un triunfador Welles encuentra a un pordiosero cubierto de un manto de oro: un plutócrata que adquiere cosas que ni siquiera mira y tesoros que no disfruta.
Hacerlo en los albores de la sociedad de consumo y el culto por lo material parece una provocación similar a revelar que el sueño americano deriva en la corrupción aceitosa de la frontera mexicana de Touch of Evil. No es ninguna casualidad que Bogdanovich comience su retrato de Welles con King Lear, pase después a las adaptaciones de Othello y Chimes at Midnight y retorne, tras detenerse en Julio César –metáfora de las inquietudes políticas de Welles– a la imagen patética del monarca solo ante el páramo de la vejez y la muerte.
Shakespeare recorre por completo los diálogos entre los cineastas. Welles, igual que el bardo, no dejó nunca de ser un consumado actor. Y es desde este conocimiento en primera persona como construye su obra. Contra todos. La galaxia del director de The Lady from Shanghai es un banquete de vida, experiencias y frases. Todas antológicas:
“En el momento en el que se permite la entrada del público el teatro pierde algo de su magia”.
“La radio, como el cine mudo, es una mina abandonada”.
“La cámara es un ojo. Y una oreja. Te coge allí donde la han puesto. El teatro es el lugar donde se te coloca”.
“El verdadero actor en ningún caso puede llegar a ser demasiado llamativo. Lo que no debe ser nunca es demasiado ampuloso”.
“Los directores de cine están muy sobrevalorados. Y no deben ver demasiadas películas. Los realmente importante son los actores”.
“En Triana, el barrio gitano de Sevilla, tenía un piso en un burdel, un coche y pagaba copas a todo el mundo. Me costaba cincuenta dólares vivir allí como Dios en Francia. Era popular y rico (en orden inverso) sin que me inquietara el menor afán de ambición. Fue el mejor tiempo de mi vida”.
“Como vi que mi barba molestaba a la comunidad, me pareció una buena idea conservarla durante mucho tiempo”.
Welles tenía la convicción de no tendría un futuro muy glorioso en nada. Así llegó al teatro, primero, y después a la televisión y al cine. A los dieciséis años ya fumaba puros. Comenzó su carrera artística por la cumbre. Y allí sigue.