Sorogoyen: adrenalina y tensión dramática
'As bestas', la última película del director madrileño, que opta a los Goya, recrea el 'western' contemporáneo a través de una historia de violencia atávica situada en una aldea de Galicia
8 febrero, 2023 19:25En 2017 se generó cierto revuelo alrededor de Rodrigo Sorogoyen (Madrid, 1981) porque, ya con dos largometrajes a sus espaldas, rodó un corto de 18 minutos titulado Madre que fue sorpresivamente nominado a los Oscars en la modalidad de cortometraje de ficción. Al final no ganó y tuvo que conformarse con un más casero Goya en esa categoría. Sin embargo, esa nominación dio mucha visibilidad al cineasta, nieto de Antonio del Amo, director de larga trayectoria durante la posguerra, que entre los años cuarenta y setenta del pasado siglo firmó más de treinta películas, incluidas varias protagonizadas por Joselito.
El corto Madre –que dos después Sorogoyen convirtió en un largometraje, protagonizado también por Marta Nieto (su pareja en la vida real)– es un buen ejemplo comprimido de las virtudes de su cine: tensión dramática, intensidad emocional y adrenalina. La premisa es tan sencilla como eficaz: la madre del título recibe una llamada de su hijo de seis años, que está pasando unos días en Francia con el padre divorciado.
El niño llama porque se ha quedado solo en una playa desierta, el progenitor ha desaparecido hace mucho rato y de pronto vislumbra a un desconocido que se le va acercando… Durante el metraje no vemos jamás al niño, solo a la madre, que habla por el teléfono, cada vez más angustiada, tratando de darle instrucciones para que se esconda. La tensión crece hasta el límite, en la línea de las espídicas obras de los hermanos Safdie (intenten ver Diamantes en bruto sin morderse las uñas o acabar con taquicardia). Esta habilidad para manejar la ansiedad del espectador y la firmeza implacable de su pulso narrativo son las mayores virtudes de Sorogoyen.
Tras dirigir en sus inicios episodios de varias series televisivas y participar en una película colectiva, el cineasta debutó en el largo con Stockholm (2013), filmada con un presupuesto ínfimo reunido por micromecenazgo. La cinta hace de la necesidad virtud: escasos actores y escenarios. Un chico y una chica se conocen una discoteca de Madrid y no se separan en toda la noche. El motor de la acción son los diálogos entre ambos y esto podría haber dado lugar a una pieza verborreica o a uno de esos cuentos filosóficos con jóvenes a lo Eric Rohmer o Jonás Trueba. Sin embargo, el eficaz guión –coescrito con Isabel Peña, fiel colaboradora de Sorogoyen a lo largo de toda su carrera– y el dinamismo de la cámara le imprimen una agilidad insospechada.
Esta capacidad de manejar los tempos la desarrolla el director en dos thrillers muy sólidos. El primero, Que Dios nos perdone (2016), está protagonizado por una pareja de policías que persiguen a un psicópata y lidian con sus demonios interiores en un Madrid que espera la visita del Papa y vive la convulsión social del 15-M. El segundo, El Reino (2018), pone en escena un caso de corrupción política en un partido que se parece al PP; si alguna pega puede ponérsele es un final en exceso peliculero. Ambas cintas se benefician de la eficacia de Antonio de la Torre como protagonista.
Posteriormente Sorogoyen pone su oficio al servicio de diversos proyectos televisivos. El más relevante es la serie Antidisturbios (2020), que le permite crear buenas escenas de acción y al mismo tiempo construir los conflictos psicológicos de los personajes. Dirige después un buen episodio de la revisitación de Historias para no dormir (2021), titulado El doble, que logra crear un plausible futuro cercano con clones rodado en Madrid. Y también el primer y mejor episodio –Negación– de la serie Apagón (2022), con una trama apocalíptica sobre una tormenta solar que nos devuelve a la Edad Media al afectar a la electricidad y las comunicaciones.
El regreso a la pantalla grande se produce con la aclamada As bestas (2022), su obra más redonda hasta la fecha. Se inspira, tomándose bastantes licencias, en una historia real sucedida en una aldea de la Galicia profunda en 2010. Un conflicto vecinal acabó en asesinato y el asunto llegó a las páginas de sucesos de los periódicos. El problema estalló cuando una empresa de energía eólica ofreció dinero a los vecinos a cambio del permiso para instalar molinos en terrenos del pueblo en el que vivían ya solo dos familias (en la película son algunas más).
La local estaba dispuesta a aceptar la oferta; la otra, que se negaba, era un matrimonio extranjero que había comprado tierras para cultivos ecológicos y restauraba casas para turismo rural (en la realidad eran holandeses, en la película son franceses). La agresividad se desató sobre todo entre los dos hijos de la familia autóctona, uno de los cuales sufría un ligero retraso mental, y el hombre extranjero que, sintiéndose acosado, empezó a grabar con cámara oculta las acciones de los gallegos. Lo cual produjo un espiral que acabaría en tragedia.
El sólido guion de Sorogoyen e Isabel Peña consigue que la película tenga varias capas. En primer lugar, es un drama social ambientado en el campo de la Galicia interior, cada vez más despoblada y empobrecida. En cuanto al desarrollo de este tema, una de sus virtudes es que, estando muy claro quién acosa a quién, se consigue mostrar las razones de todos. Los dos hermanos autóctonos tienen sus motivos para indignarse con los ecologistas extranjeros que tienen una visión idealiza del medio rural. Los gallegos, que llevan toda la vida viviendo en el pueblo y han ido viendo cómo se vaciaba, lo que quieren es coger el dinero de la empresa energética y largarse a la ciudad, donde sueñan con comprar un taxi y llevar una vida menos aislada y sacrificada. Los franceses están realizando en ese lugar remoto otro sueño, su proyecto de vida, y no quieren que los enormes molinos destrocen el paisaje.
Son dos visiones antitéticas del campo, la del que lleva toda la vida trabajando en él y solo piensa en abandonarlo y la de quien encuentra en él un refugio con ecos utópicos. De entrada, tenemos por tanto un drama social de corte realista, que funciona muy bien gracias a la veracidad que le dan los actores. Destacan en especial dos. En primer lugar, Luis Zahera en el papel de Xan, el hermano mayor del clan gallego, que lleva la voz cantante en el implacable acoso a los franceses. Ya había trabajado a las órdenes de Sorogoyen en El Reino, por la que ganó el Goya al mejor actor de reparto y ahora vuelve a estar nominado en esta categoría por As bestas. Su enemigo, el francés, está interpretado por Daniel Ménochet, que aparecía en Inglorious Basterds de Tarantino (era el dueño de la granja de la portentosa secuencia inicial).
Más allá del drama rural enraizado en la España negra, As bestas se puede leer como una suerte de western contemporáneo (maneja más códigos de este género de lo que pueda parecer a primera vista) y presenta similitudes con el cine ultraviolento de los años setenta, notablemente con Perros de paja de Sam Peckinpah, con la que la cinta de Sorogoyen tiene más de un paralelismo: la pareja que huye en busca de paz a un sitio remoto y se encuentra con una violencia opresiva, el acoso in crescendo… Que el cineasta ha pretendido hacer algo más que un simple drama rural, llevando la historia hacia territorios más amplios de violencia atávica lo demuestra el hecho de que el asesinato en la película es diferente de cómo sucedió en la realidad.
En ese caso el arma homicida fue una escopeta, que en la pantalla es sustituida por una agresión física con paralelismos con la rapa das bestas a la que hacen referencia el título, las imágenes iniciales y la reiterada presencia de caballos salvajes que aparecen en varias escenas. El cambio del modus operandi del asesinato lo dota en la película de una dimensión simbólica que va más allá de la mera crónica de sucesos. Hay otro elemento a destacar. Cuando sucede el crimen queda todavía una hora larga de proyección. A partir de ahí el tono cambia y la trama pasa a estar protagonizada por la mujer francesa, que decide no marcharse del pueblo tras la desaparición del marido y se dedica obsesivamente a buscar pistas que permitan inculpar a los supuestos asesinos y hacer justicia.
Es una lucha solitaria y abnegada –propia de un personaje justiciero de western–, porque la Guardia Civil de la zona no muestra demasiado interés por ayudarla. Este segundo acto genera un tipo de tensión diferente, más contenida, pero la película mantiene el pulso firme de la narración. Sorogoyen logra que notemos el frio en el cuerpo y la lluvia en la cara, que respiremos el aire húmedo, que suframos la violencia larvada que da paso a las amenazas directas. Logra que las sensaciones físicas y la angustia creciente traspasen la pantalla. Hasta llegar al largo plano final sostenido sobre el rostro de la mujer, que expresa emociones contradictorias cuando por fin acaba la pesadilla.