La senadorable “soberana y popular”, que de ganar las últimas elecciones hubiese mantenido en el Quirinal a Mario Draghi, ha fallecido en un hospital de Roma. La república entera, que hoy la llora, se alegró de verla al final de los noventas en las listas de Romano Prodi, el exalcalde de Florencia, la ciudad de los Medici. Tampoco pudo ser, pero ya para entonces Gina Lollobrigida, Gina en la voz sobreabundada y rota de Mastroiani, era señora de los Uffici y estatua carnal junto al David pétreo de Miguel Ángel; ella contestaba a los que la saludaban en plena calle, pero ya estaba muy lejos del cine y veía sin nostalgia aquellos cinco premios David de Donatello que la subieron a los altares del celuloide y la convirtieron en inmortal.
Italia canoniza y no solo lo hace en el Vaticano. Cuando se habla de la Lollobrigida viene a la memoria Vittorio de Sica, el galán mesocrático del neorrealismo que hizo de Cinecittà el comedor de su casa. El señor metido en la cocina sin saber cómo y por qué, con Gina colgada del brazo; ella levantando pasiones sin necesidad de grandes escenarios, despuntando personalidad y desparramando belleza como gusta decir en la Italia meridional, cuando homenajea a una mujer de bandera. En Pan, amor y fantasía de Piettro Comencini, ella y su partenaire Vittorio, el uniforme raído mejor llevado de la posguerra, lo bordan en un pueblo italiano de Los Abruzos, la patria del poeta Benedetto Croce. Nada más dulce ni mejor contado. Si unos ojos lo pueden todo, no nos coloquen la admiración profana por el torso y las piernas.
Todos los que la tuvieron de compañera de rodaje cayeron prendados: Alesandro Blasetti, Mario Monicelli, Pietro Germi, Soldati y unos cuentos más. Y un día también Vittorio Gasman, il matatore (El estafador), aquel protagonista de La armada Brancaleone que se bebió la vida borbotones; un tipo árido sin sentido del humor –a pesar de su sapore di sale, levantando la solapa al modo del policía secreto, en La gran escapada– que sería conocido realmente, si se hubiese publicado entera su conversación con Mastroiani, en La República.
En La donna piú bella del mondo, Gina desplegó el papel de una vedette que interpreta temas operísticos con su propia voz; le valió su primer Donatello, porque los premios son más agudos con el que lo hace bien que con el entorno industrial, que hace posible las películas. Los Donatello reinventan la evocación del neorrealismo, lanzada por la Comisión por el Arte y la Cultura de Italia, que quiso sepultar el viva la muerte de las camisas pardas de Mussolini, y que se concede anualmente en el Teatro Grecorromano de Taormina, la ciudad del príncipe Rosso de Cerami, visitada por Henry Miller y viajada por la escritora y descubridora de culturas, María Belmonte. Excepcionalmente, la ceremonia de entrega se traslada a las termas romanas de Caracalla o a la Plaza Miguel Ángel de Florencia. Los Donatello siguen el método de la Academia de Hollywood, pero las huellas sus impulsores ofrecen a todo trapo la suntuosidad del Sur, la patria de Leonardo.
Después de la consagración de Gina, llegó la película Los placeres de la noche –una mascaradita transalpina al uso– donde Gasman no pudo con Lollobrigida porque no era anglosajón, como a ella le gustaban, desde que, a los 20 años, se trasladó a Roma desde Subiaco, su pueblo natal. Ella quiso mantener para siempre su mirada simple, algo miope, y el ovillo en la mejilla que desmontaba al otro; se sacó de encima al moscardón y acabó casándose con un médico, porque el revolcón casual no computa. Y llegó aquella Venus imperial –otro título para ponerse una escafandra–, pero al fin y al cabo un King Vidor, rodado en España, que le sirvió para encadenar una carrera sin meta, rodando con Frank Sinatra, Cuando hierve la sangre y con Rock Hudson en Cuando llegue septiembre, bajo la dirección de Robert Mulligan.
En diferentes biografías, autorizadas o no, la Lollobriggida ha reconocido una legión de compañeros de soiré; llegó a decir “He tenido demasiados amantes y lo peor es que, cuando te enrollas con un hombre, este se pone muy pesado”. Rechazó mil veces el derecho masculino al prueba y repite. Jugó con el cirujano Christian Barnard, con el actor Phillip Noiré y mantuvo una relación de aminovio sin sexo con Fidel Castro; del hombre que recupera hoy su memoria sentimental no sé sabe nada, pero la actriz ha contado alguna vez que la batalla con este varón español y rampante del que habla la prensa rosa, no sería ninguna novedad.
Cuando la Lollobrigida estaba en el culmen de su oficio, que no su arte, su mejor plataforma sensible, en términos estéticos, fue La Romana, una adaptación correctísima de la novela homónima de Alberto Moravia. Fue rejuvenecida por el celuloide en una muchacha que posa desnuda como modelo para un pintor; un día se da cuenta de que no sabe cuando dejó de tener sueños para convertirse en prostituta. No es la Italia de los años 50, es la eterna sociedad que bota sobre el felpudo de una pareja adolescente acurrucada bajo una bota innoble. Gina empezó entonces a pensar en dejar el cine, sin olvidar los platós; con los años, se convirtió en una reputada fotógrafa y escultora. Mucho más tarde, en 1990, recibió el ASP International Award de American Society of Photographers
La actriz italiana fue inabarcable; su cine, en cambio, dependió de sus directores y de los guionistas de la Paramount, protegidos por trincheras de underwoods oxidadas. Sucumbió a la llamada de las pasarelas de moda, donde lució frente a su rival Lucía Bosé, ganadora de un Mis Italia en el que la actriz quedó tercera. En el cine compitió con Sophía Loren y Silvana Mangano, sin llegar a las largos pupilas de la primera ni a los pómulos tristes de la segunda, aquella mujer abandonada por Marcelo, en busca de una rusa de las estepas inermes, en la película Ojos negros.