Una imagen promocional de 'Avatar. El sentido del agua', de James Cameron

Una imagen promocional de 'Avatar. El sentido del agua', de James Cameron

Cine & Teatro

'Avatar', nostalgia y palomitas

James Cameron nos lleva a Pandora en la segunda parte de una obra espectacular que es mucho más sensorial que cinematográfica y que pretende devolver al público a las salas comerciales

3 enero, 2023 19:30

Pese a todas las reticencias que uno puede encontrar en la segunda entrega de Avatar –titulada El sentido del agua– debemos reconocer que la película es capaz de obrar, por lo menos, dos milagros. El primero es que los espectadores acudan de nuevo a los cines, estilo prepandémico, casi siglo XX, de manera intergeneracional, con arrojo, convicción y entusiasmo. Que consiga así revertir, o por lo menos demorar, el largamente anunciado cierre de las grandes salas comerciales, aquella celebración colectiva que Guillermo Cabrera Infante acertó en definir como Arcadia todas las noches y que, últimamente, se nos está convirtiendo en una experiencia demasiado personal, casi onanista, encastillados como estamos en nuestra torre de marfil de plataformas y las pantallas cada vez más diminutas. 

El segundo es que esas mismas multitudes aguanten las tres horas largas de metraje y parte de los anuncios sin consultar el móvil –o casi– y, además, resucitando aquellas gafas 3D, tan jóvenes y tan viejas, ochenteras e incómodas que siempre parece que están a punto de cambiar la forma de exhibición y nunca lo consiguen.La hazaña la consigue James Cameron armando un parque de atracciones visual más que una película. Un carrusel de sensaciones, un apabullar sinestésico hecho con trazos gruesos. En efecto, Avatar: el sentido del agua, segunda parte de la película que nos entregó hace 13 años, es una sucesión de impactos visuales y sonoros que interpelan más a la piel que al cerebro, un guion más simple que un artículo de Mariano Rajoy para mayor gloria de una función visual mastodóntica y arrolladora.

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Lo primero que impacta al espectador, acostumbrado a sesiones desérticas en amplias salas de lujo, es la certeza de que no queda un asiento libre en la sala. Esa condición, aunque no deja de tener sus inconvenientes –los espectadores parlotean, sorben cocacolas, etc– convierte la sesión en otra cosa. En una cosa nostálgica y celebrativa que amplía y hace eco de lo que sucede en la pantalla. Para muestra un botón: en los primeros instantes de metraje, Cameron sabe que se le juega y enseña sus efectos en tres dimensiones, zambulléndonos en mitad de una jungla pandoriana como Alicia a través del espejo.

A fe que no mentimos si les decimos que los oh y las exclamaciones admirativas del público podían competir en entusiasmo con aquellos espectadores del Salón Indio del Gran Café de París que creyeron ser arrollados por el tren de los Lumière. O mejor, con los afortunados espectadores del mejor Georges Mèlies, confiándolo todo en la sorpresa primigenia, en el susto adecuado, en la argucia perfecta, en esa mezcla de magia y truco que ha producido el mejor cine de evasión de la historia.

El espectáculo visual es tan inmersivo y barroco, que al inicio apenas te percatas de que el guion es un patraña caduca y aburrida solo apta para espectadores ingenuos. Con unos personajes planísimos –pese a sus 3D– que ejecutan su alma de títere mediante unos diálogos que parecen sacados de una antología a pachas entre Paulo Coelho y Greta Thunberg. Ahora, unas cancioncillas a la madre Naturaleza, ahora unas carreras en dragoncillo volador y unas cuantas loas a la familia nuclear y el deber del padre de protegerla.

En fin, los malos son malos y los buenos apenas tienen sombra. La narrativa se estructura a base de bloques casi independientes, como episodios de serie con su propia lógica interna. La lógica interna que dicta que el argumento se somete a los mandatos técnicos y que el espectador –sea el que sea– debe tener algún personaje con el que identificarse. Así, la familia protagonista huye del enemigo –los terribles humanos– a un archipiélago paradisíaco solamente para que Cameron pueda enseñarnos las nuevas texturas acuáticas que ha diseñado. O nos muestran una persecución aérea desde el punto de vista de un soldado humano por el propio gusto de presumir de perspectiva.

Lo mismo sucede con los gadgets y robots ideados por el magín maravilloso de los productores. Una panoplia de artilugios novedosos comparable a la segunda remesa de películas de Star Wars, la trama se desdobla y se agranda casi monstruosamente para darles cabida. Por un momento, pareciera que lo que se quiere hacer es aumentar la posibilidad de negocio de mercadotecnia: juguetitos, camisetas, legos. Y conociendo los planes de las majors cinematográficas la teoría tal vez no sea descabellada.   

2022   Avatar. El sentido del agua   Avatar. The way of water   tt1630029   Español Kiri.

Lo mismo pasa con el diseño de los personajes, sobreabundancia y simplismo que acaba en empacho. Un menú redundante, con demasiados platos y pocas vitaminas, servidas eso sí, como si fuera los manjares del mejor de los restaurantes de lujo: el rebelde joven y el responsable, la adolescente rarita y compleja y sensible, la niña pequeña como alivio –o castigo– cómico. La madre coraje y salvaje, la anciana sabia y mística. No falta ni el antipático cazador de animales acuáticos gigantes –tienen filosofía y música y son más inteligentes que nosotros– que acaba recibiendo su consabido castigo entre los aplausos del público, que, puntualmente, va aplaudiendo y quejándose y emocionándose, donde toca.

Posee más complejidad y profundidad el plano de las rastas de uno de los personajes que la totalidad de sus parlamentos presuntamente filosóficos. Pero eso nada importa, o apenas nada, ya que lo que Cameron está haciendo es mostrarnos lo que es capaz con su nuevo juguete mecánico. Y la verdad es que el juguete da para mucho. Le gusta tanto su herramienta que durante la segunda parte del film parece que se dedique a regrabar la mayor parte de sus películas con las posibilidades actuales, como si fuera un viejo poeta reescribiendo sus primeras plaquetes, pero en vez de aligerarlas de excesos juveniles, se empeñara en añadirles adjetivos.  Así, nos encontramos con un parte deudora de Piraña 2: los vampiros del mar, la réplica las persecuciones de Terminator, y casi calcada la parte final de Titanic o The Abyss. Para acabar de rematar, el final es de esos que se gastan ahora: interminable, abierto y sin fuste, para que quepa la nueva entrega.

El oscarizado director de cine James Cameron / EP

El oscarizado director de cine James Cameron / EP

En fin, salimos de la sesión derrengados, un poco hartos del espectáculo y del olor a palomitas, como en esas bodas que se alargan y bebemos demasiado y ya nos tomamos el ibuprofeno para contrarrestar la resaca. Una vez vista comprobamos que las redes siguen con su cantinela conocida. Loas mayúsculas y reproches excesivos. Que si apropiación de culturas ancestrales y folclorización del dolor. Puede ser. El mejor chiste de Twitter es el que dice que la mayor apropiación que hace Cameron es de la saga de los pitufos.

Pero, para ser sinceros, en el fondo, sentimos que algo especial –que tiene más que ver con la sociología o la nostalgia que con el arte cinematográfico– hemos sentido ante la película. Nos decimos que el cinematógrafo nació como espectáculo de feria, no como arte, y que fue precisamente esa condición la que lo colocó en su posición de preponderancia cultural en el siglo XX. Nos venimos arriba pensando que, después de todo, la película tiene algunas cosas salvables, y que sin duda puede ayudar a que las salas de cine no cierren.

Es probable que acudamos a ver la tercera parte. Nos decimos que, de vez en cuando, está bien dejarse los reparos en casa y volver a ser un espectador ingenuo de aquellos que acudían si saber que película irían a ver. Lo que importaba de verdad era acudir al cine. A la experiencia de la imagen compartida. A la vida –por decirlo con Garci– de repuesto. Y si teníamos suerte y la película era buena ya era la maravilla.