Nació para ser Helena, Antígona, Electra, Medea, Clitemnestra, Penélope o Anticlea. Sobre las tablas, la piedra o el estudio de rodaje, ella debilitó las murallas ciclópeas de Troya, desafió a Creonte, vertió libaciones sobre la tumba de Agamenón, fue sacerdotisa en Hécate, reina consorte en Micenas, esposa de Ulises y madre de Laertes. Glorificó el tiempo de los olivos, los cipreses y los altos farallones, que protegen el Peloponeso de los embates del mar Egeo. 

Ojos negros con destellos de miel, cabellera azabache y extremidades en sobrevuelo constante; la presencia de Irene Papas desplegaba elocuencia y exactitud en el gesto. Su rostro desafía a todos “sus enemigos, incluida la edad”, dijo de ella Rossellini, cuando la cotización de la actriz descendía con los años. Sin un rastro de celos, Papas contribuyó al entendimiento entre la soprano María Callas y Pasolini, que rodaron juntos una incontenible Medea, el drama de la hechicera, nieta de Helios, el dios del Sol e hija de Éates, rey de Cólquide.

La Papas no sobreactuó jamás y murió en paz con el mundo, el pasado miércoles, 15 de septiembre, a los 96 años. Ante lo irremediable, la ministra griega de Cultura, Lina Mendoni, le rinde este sencillo homenaje: “personificó la belleza griega”. ¿Hay algo más grande? Papas amó y rodó y tal vez debamos recordar ahora que ella confesó un día haber mantenido un romance apasionado y secreto con Marlon Brando, el animal escénico del siglo XX. Este pequeño y hasta morboso culto a la verdad no esconde uno de los momentos más lúcidos de la Papas, en la interpretación de Las Troyanas, junto a Vanessa Redgrave y Katherine Hepburn; Andrómaca, la primera y Hécuba, la segunda.

Sin el temor implacable del pasado

Aunque algunos no lo crean, ella podía recitar Bodas de sangre y Yerma, de Lorca, en un castellano casi perfecto. Lo hizo en 1988, acompañada de un piano, en el Festival de Teatro de Mérida, mausoleo cultural de Marco Aurelio, cementerio de Séneca o Maimónides, donde la actriz también esparció su rapsodia y su canto interpretando a nuevos poetas griegos, traducidos en España.

Una joven Irene Papas / EFE

Nacida en Corinto, propiedad de Poseidón, según la mitología, Papas quiso sobrevolar su mar antes de recalar en Italia, su segunda patria; se exilió durante la Dictadura de los Coroneles y vivió en Roma entre 1967 y 1974. En aquellos años, aprovecho la ruta del Gran Tour para atravesar la bahía de Nápoles, refugiarse en la Toscana de los británicos atrapados por la luz o desatar viejos fantasmas en Bomarzo, el bosque encantado de Viterbo. De regreso a su tierra bailó como los antiguos delante de los betilos, las columnas adoradas antes de convertirse en arquitectura. Gustaba de los puertos griegos de inspiración veneciana, de casas con las ventanas cerradas a cal y canto, en guerra contra el sol. Caminaba por las playas, con los pies hundidos en el bochorno y dormía en pensiones desconocidas con las habitaciones enjalbegadas y camastros duros como la piedra con un San Jorge acechante, colgado de la pared. Era griega, vivía sin el temor implacable del pasado, amaba la resina, el cuadro religiosamente cromático y el mar de color de vino.

Papas combatió de palabra la versión masculina de Atenea. Su profundo conocimiento del arte sagrado le valió para rechazar el papel reservado a la mujer esposa devota, diosa iracunda o prostituta, en los retratos retardatarios de Medea o Antígona, reducidas al papel unidireccional del hombre clásico. Papas verbalizó, con una acertada metáfora antropológica de su disciplina al decir que los hombres “sabrán de héroes, pero desconocen la vida interior de brujas, las esposas y las rameras”.

Popularidad intacta

Rompió el molde con un papel de segundo rango en el rodaje de Los cañones de Navarone, crónica militar del final del Tercer Reich en un enclave marino frente a la península de Anatolia. Desplegó su luz a borbotones en el sirtaki de Zorba el Griego, junto al actor de culto Anthony Quinn, la célebre cinta musicada por Theodorakis, bajo la armonía del buzuki, instrumento fundamental de la música griega, que encajó a la perfección con un argumento basado en la novela homónima de Nikos Kazantzakis. Ambas cintas, hoy emblemas, definen el despegue de Papas, de la mano de Elia Kazan, maestro indiscutible del celuloide. Atenas no ha sido la meca del cine, pero la atracción de sus creadores aproximó, durante décadas, a los genios de Hollywood, que trataron de relevar a los poetas --Byron o Shelley del ochocientos-- y los adoradore del sol, como Lawrence Durrell o Henry Miller, en el novecientos.

Imagen de una veterana Irene Papas / EP

Papas había empezado de niña, delante del espejo, dando vida a los personajes de las fábulas que le contaban su madre, maestra de escuela, y su padre, profesor de teatro clásico. Pronto entró a formar parte del elenco del Teatro Nacional de Grecia y hasta el último día, la actriz ha desempeñado la dirección de la Fundación de las Artes Escénicas de Grecia. Se explayó en el cine intercalando obras de arte, como Z de Costa-Gavras, con, Jean-Louis Trintignant y Yves Montand, intercaladas en medio de películas alimenticias: Cristo si è fermato ad Eboli; Los Dientes del diablo; Océano; La Biblia; The Brotherhood, Party o Mahoma, el mensajero de Dios.

Compartió cartel con Richard Burton, Kirk Douglas, James Cagney y Jon Voigt. Recibió el premio a la Mejor Actriz en 1961 en el Festival de Cine de Berlín y un León de Oro en Venecia en 2009 por toda su carrera. Su popularidad se mantuvo intacta en Italia, donde aparecía regularmente y donde se pudo ver su último papel, en 2004.

Actriz griega en tiempos de Papandreu

En el país transalpino, Papas fue reconocida en el tiempo en que emergieron Sofía Loren o la misma Claudia Cardinale, cuando  Antonelli o Silvana Mangano se extinguían. Ha sido una de las actrices griegas en los años del socialismo exangüe de Andreas Papandreu, junto a la ex ministra de Cultura, Mélina Mercouri. Ganó parte de su popularidad cuando Michael Cacoyannis llevó a la pantalla su participación en grandes tragedias clásicas. Papas conoció a fondo el misterio de la laberintos, las hachas de doble filo, los árboles y la piedra, los leones y los toros, cabeza de la cadena alimentaria de la fauna cretense hace cinco mil años. Las ciudades no son el producto de la caridad de sus ocupantes. El Mediterráneo es pasto de las ocupaciones, desde Mármara hasta Punta Umbría. Cnosos no fue precisamente un logro generoso de Zeus, un dios implacable que, sobre la tierra de los superhombres, eliminó a los héroes. Así lo cuenta  el aventurero británico Trelawny a lo largo de un viaje entre Livorno y El Pireo acompañando a Shelley; “la cubierta estaba repleta de gente jugando a los naipes y esperando llegar, pero el capitán no se movía, al darse cuente de que Guerra con Turquía arruinaba su negocio”.

Irene Papas, quintaesencia de la mujer impávida ante la era de la muerte del héroe, vio muchas veces a Creta o a Samos emerger sobre las aguas, como auténticas deidades. Pero nunca se atrevió a medir la altura de las islas con la oscura miel de sus pupilas.