Resulta demasiado socorrido y manido el tópico que identifica y confunde el cine español con un catálogo de películas sobre la Guerra Civil. Es triste comprobar que las simplificaciones acaban encontrando tan buena acogida en muchas de las personas que miran y escuchan. Sin embargo, este artículo pretende transformar el momentáneo ceño fruncido de su autor en una sonrisa que acabe albergando un minuto de esperanza.
Conviene recordar que el cine es una forma de arte popular. Ni puede ni debe esconderse en el barato pretexto del elitismo. Al contrario, el cine tiene que poder devolver la mirada a aquellos que miran.
El cine y su carácter popular
Tanto en Vida en sombras (Llobet Gràcia, 1949) como en El Espíritu de la colmena (Erice, 1973), el cine ocupa un lugar esencial. Ambas películas recuerdan su carácter popular, tantas almas en una misma sala oscura. Puede que el cine pueda volver a aportarnos luz, una vez más: compartimos tiempo y espacio, pero no vemos lo mismo. Es inevitable. Nuestra perspectiva es limitada. Vivimos irremediablemente sujetos a nuestra circunstancia. En este sentido, una buena película puede ser crucial para ayudarnos a comprender aquello que ve la persona que tenemos delante. Ese contraplano puede cambiarlo todo.
Los cineastas hoy mencionados en este artículo entendieron en su momento que el horror de la Guerra Civil llegó también a alcanzar un lugar que se encuentra mucho más allá de los campos de batalla. Por eso resultan superfluas algunas de las películas que se han realizado en España a propósito de la Guerra Civil: la pura reconstitución de los hechos tiene escaso interés cinematográfico. Como bien ha dicho Erice en más de una ocasión, “hay películas que no contienen ni un minuto de cine”.
Ana, Isabel y Frankenstein
Ahora bien, ¿dónde puede situarse el cine para abordar un episodio tan trágico y complejo como la Guerra Civil? El guion de Víctor Erice y Ángel Fernández-Santos me parece una excelente respuesta. El Espíritu de la colmena da cuenta del reguero de dolor invisible que dejaron aquellos años tras de sí. “Érase una vez” y “Un lugar de la meseta castellana hacia 1940…” son las primeras pistas. Cuando Ana (Ana Torrent) e Isabel (Isabel Tellería) van al cine a ver el Frankenstein de James Whale, se abrirá una rendija para la revelación. Esa noche, Ana querrá saber por qué el monstruo mata a la niña y por qué luego lo matan a él. Su hermana Isabel le responderá que no habrá muerto. “¿Cómo sabes que no muere?”. “En el cine todo es mentira, es un truco”.
Frankenstein es un espíritu. “Los espíritus no tienen cuerpo, por eso no se les puede matar”.
La guerra a través de la interrupción de la vida
¿Quién podría sostener la mirada de esas dos niñas? Acaso solo hubiera podido hacerlo otro niño. Veríamos su fotografía en La morte rouge, 33 años más tarde. Aquel niño era Víctor Erice. Buscó refugio en el cine cuando más lo necesitó. Y el cine le salvó. Tenía 5 años cuando fue a ver La garra Escarlata (Neill, 1944), su primera película, al Kursaal de San Sebastián. “Este dolor universal pesaba de algún modo en el corazón del niño”. El propio Erice toma la palabra en su película. “Fue el cine el que vino en su ayuda. Doble juego de dolor y de consuelo. Su relación contradictoria con las imágenes en movimiento”. Acababa de descubrir la muerte en un cine, igual que la Ana del Espíritu de la colmena. Unos años después del rodaje, Erice contaría el momento en el que tomó la decisión definitiva de dar el papel de Ana a Ana Torrent. Le preguntó si conocía a Frankenstein. Ella respondió: “Sí, pero todavía no nos han presentado”.
Siento que Erice acierta cuando pone en escena la guerra a través de esa interrupción de la vida, a partir de una herida que dejará una huella irreversible en el corazón de esas niñas. La delicadeza de su cine toma cuerpo en la búsqueda de lo invisible. En ese sentido, su camino se cruza con el de cineastas como Chantal Akerman, Abbas Kiarostami, Pedro Costa y Theodoros Angelopoulos.
Una bala perdida
“Esto durará dos o tres días”, le dice Carlos (Fernando Fernán Gómez) a Ana (María Dolores Pradera), su mujer, embarazada del primer hijo que iban a tener en común. Estamos ahora en Vida en sombras. Carlos ha salido a la calle a filmar con su Bolex. Solo encuentra muertos a su paso. Ana está en casa. Se oye el Virolai, interrumpido por los tiros que se escuchan fuera. Una bala perdida. Ana cae abatida y muere.
Carlos sentirá remordimientos el resto de su vida por haber dejado a Ana sola en casa. De hecho, uno de los reproches que le hizo la censura franquista fue el de no entender por qué debería Carlos de haberse sentido culpable por ello.
Poco después del estreno de la película, el hijo de Lorenzo Llobet Gràcia falleció. Vida en sombras no funcionó bien en taquilla y Llobet Gràcia se arruinó. Él había producido su propia película. No pudo volver a dirigir otra película más, pero la fuerza del cine que nos deja es mucho más luminosa que el que hayan podido dejarnos tantísimos otros realizadores que han tenido la posibilidad de rodar mucho más.
Un coto de caza
El último contraplano de esta serie de imágenes llega con el final de La caza (Saura, 1966). Enrique, interpretado por un jovencísimo Emilio Gutiérrez Caba, corre por su vida. Saura fija ese plano para siempre. Enrique está congelado, ¿quién sabe ya hasta dónde y hasta cuándo?
Tres amigos se encuentran para salir a cazar a un coto en el que tuvo lugar una de las batallas de la Guerra Civil. Tiene interés señalar que uno de esos amigos, Paco, fue interpretado por Alfredo Mayo, alter ego de Franco en Raza (Sáenz de Heredia, 1942). Cuando los amigos llegan al coto, se oye decir a uno de ellos: “A montones murieron aquí, y ahora solo quedan los agujeros. Buen lugar para matar”.
Todo está relacionado
Una niña que descubre el cine por primera vez, un gran cineasta que se sumerge en su primera experiencia como espectador, un cineasta amateur que sale a la calle a filmar la guerra y encuentra a su mujer muerta en casa, un hombre que ya no puede correr más. Puede que todas esas imágenes guarden entre ellas una relación íntima y decisiva.
Y el cine nos habrá salvado. Una vez más.