El cineasta norteamericano Peter Bogdanovich / DANIEL ROSELL

El cineasta norteamericano Peter Bogdanovich / DANIEL ROSELL

Cine & Teatro

Peter Bogdanovich: amar el cine

El director y crítico estadounidense, autor de una filmografía irregular, lega a la historia del séptimo arte el testimonio de sus maestros y algunos títulos de culto

8 enero, 2022 00:10

Tienen las artes una categoría flexible, especial y muy de agradecer, a la que pertenecen aquellos que se mueven con comodidad en territorios diversos, tendiendo puentes y abriendo galerías o puntos de fuga en los vasos comunicantes. Peter Bogdanovich (30 de julio de 1939-6 de enero de 2022) era uno de estos creadores. Fue cineasta, sí, pero también alguien que transitó otros caminos, y uno de ellos fue el de la humildad aunque paradójicamente tuviera un gran ego: seguir a los maestros, observar sus talleres, aprender en sus trastiendas. Judío por parte materna (la que cuenta en la transmisión de la raza para los hebreos), no padeció de adanismo: sabía que el mundo no empezaba con él. Si para Fernando Trueba Billy Wilder era Dios, el panteón de Bogdanovich lo integraban John Ford, Orson Welles, Alfred Hitchcock y pocos más.

Dirigió películas, pero fue asimismo historiador del cine y guionista. También, crítico y actor, y uno de esos divulgadores tan necesarios para que el entusiasmo arraigue en otros. Hizo un poco de todo, como tantos en el primitivo Hollywood. Y todo ello bien, como un deportista de pentathlón que tiene una excelente ejecutoria en el conjunto, lo que importa para la calificación, más allá de alguna puntuación más pobre. La suya es sobresaliente pese a los altibajos, que son en el fondo un rasgo más del talento y la creatividad: la sierra corta mejor las superficies duras porque tiene dientes, frente a la ardua regularidad de la hoja lisa.

Bogdanovich

Cinéfilo de pro, espectador incansable y hasta legendario en su juventud en la que vio todo lo que era digno de ser visto, pasará a la historia de la cinematografía como el director de The Last Picture Show, La última película (1971), adaptación de una magnífica novela de Larry McMurtry que le valió ocho candidaturas a los premios de la Academia. A la sazón daba hospitalidad a Welles (que pasaba estrecheces), y este, maestro del blanco y negro, le aconsejó rodar así su película. Esa coquetería de volver a los usos del Hollywood clásico era una audacia hace medio siglo, pero acostumbra la suerte obedecer la máxima de Horacio –Fortuna audaces iuvat, “La suerte ayuda a los valientes”–, y el riesgo quedó en rotundo acierto

Hoy para el público estadounidense (y del resto del mundo) el filme tiene parte del encanto nostálgico de Cinema Paradiso, con la morriña por las viejas salas y el mundo que desapareció con ellas, que no habitaba tanto en las pantallas como en las butacas, esa trabazón de vínculos sentimentales de la que habló también a su manera Pablo García Baena en uno de los poemas más emocionantes de su obra: “Palacio del Cinematógrafo” (cuya fila 13, en donde espera a su amor, el yo lírico había de ser una de las últimas filas de la sala, como las postreras que ocupan en el film de Bogdanovich los personajes para besuquearse). Pero no es tanto el protagonista aquí el cine, hay que decirlo, como una sociedad pueblerina implacablemente retratada en la que imperan traiciones, infidelidades y tensión sexual.

Uno de los actores secundarios fue el tantas veces miembro de la troupe de Ford: el gran Ben Johnson, quien ganó uno de los dos premios Oscar que finalmente se llevó el largometraje. La banda sonora es pródiga en el country y la música popular de los años cincuenta, con alguna mención expresa a Hank Williams. No suele cesar, siempre de fondo, salvo para que el silencio resalte algunos momentos álgidos, como el striptease involuntario, inocente y por ello muy erótico, de Cybill Shepherd en su primer papel en el cine. Como en el español de la época, aquí también hay destape, pero no gratuito. Veinte años después, el director estrenó una secuela, Texasville (1980), basada también en la novela de McMurtry. Vuelven a ser protagonistas Shepherd y Jeff Bridges, pero ya se sabe que, a excepción de El Padrino, segundas partes nunca fueron buenas.

También filmó con éxito ¿Qué me pasa, doctor? (1972) y Luna de papel (1973). La primera, protagonizada por Barbara Streisand, Madeline Kahn y Ryan O’Neal, se desliza en Technicolor por los terrenos del enredo émulo de La fiera de mi niña (1938), por ejemplo. Tiene en su contra hoy todo lo que encierra, en general peyorativamente, el adjetivo setentero. Divertida, carece de la mirada acerba y nostálgica de la anterior, ambientada a principios de la década de los cincuenta, y tampoco tiene la jovial melancolía, por buscarle una fórmula, de Luna de papel, comedia dramática que se desarrolla a inicios de los años treinta y su Gran Depresión, de nuevo en blanco y negro, con la que el público se maravilló ante la entonces niña Tatum O’Neal, que ganó el Oscar a la mejor actriz secundaria con su cara de palo, como de día en el que a ratos sale el sol y entonces, con gestos emotivos o cómicos, calienta los huesos fríos de cualquiera. También las señoras se maravillaron con el atractivo padre de ella, Ryan O’Neal, protagonista en 1970, antes de ¿Qué me pasa, doctor?, de Love Story

De 1974 es Una señorita rebelde, la adaptación de Daisy Miller, una de las novelas más conocidas surgidas de la pródiga escritura de Henry James. No fue aceptada por todos los críticos. De hecho, con ella empezó su declive, y la obra posterior pasó con más pena que gloria, solo digna de mención para el aficionado aunque tenga momentos valiosos como Todos rieron (1981) o los documentales sobre el cantante Tom Petty Runnin’ Down a Dream (2007) y el personaje de un poema de Rafael Alberti, Buster Keaton: The Great Buster, A Celebration (2018). De 1975 en adelante no solo perdió reputación: entró en bancarrota, a las que se sumaron, o más bien propiciaron, percances personales. 

Efectivamente, a Bogdanovich a partir de cierto momento no solo no le salieron las cuentas. Le perdieron también las mujeres, o para ser más exactos su pasión por ellas, hermosas y jóvenes: a los habituales fracasos a los que suelen estar abocadas las relaciones de pareja unió alguna circunstancia desastrosa. El amour fou le hizo enloquecer por Shepherd y abandonar a su esposa Polly Platt, que tanto había colaborado con él, e irse con la actriz y modelo. Pero como lo que puede empeorar lo hace, luego se enamoró de otra también modelo, de Playboy, con la que quiso casarse. Cuando el marido de esta se enteró, la mató y luego se suicidó. Dorothy Stratten tenía 20 años, casi los mismos (21) que Shepherd cuando, interpretando a una chica de menor edad, protagonizó La última película (el primer éxito del director).

En calidad de crítico y estudioso del cine, además, le debemos dos obras formidables y relacionadas sobre el mismo personaje, uno de los mayores artistas de la historia del séptimo arte, John Ford, a quien dedicó un documental y un libro impagables. Entrevistar a Ford no resultaba fácil: era duro de pelar, taciturno, siempre dispuesto a morder con su amargura venenosa como una serpiente del desierto al contrincante (pues así solía ver a quien tuviera pretensiones de entrevistarlo antes de merendárselo). Directed by John Ford es ese documental fechado en el annus mirabilis, 1971, de Bogdanovich. 

En España, el libro se reeditó primorosamente por Hatari! Books con una nota escrita ex profeso por el autor hace cuatro años. Cuenta ahí que conoció al director de La diligencia (1939) cuando este rodaba Cheyenne Autumn (El gran combate, 1964). Es importante el dato, porque se trata de la película crepuscular del genio de origen irlandés, como el gran triunfo suyo será también, ambientada en los años cincuenta, la plasmación de otro momento crepuscular y acaso el mismo: el del cine clásico que tanto amó. En La última película se ven, proyectados en la pantalla del viejo cine de pueblo, fotogramas de El padre de la novia (1950) con Spencer Tracy y Elizabeth Taylor y de Río Rojo (1948), de Howard Hawks, con John Wayne y Montgomery Clift. 

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Un guiño interesante es que, cuando se exhibe El padre de la novia, la cartelera del cine de Bogdanovich anuncia que pronto se estrenará Caravana de paz (1950). No por casualidad esta fue la primera cinta que protagonizó Johnson, actor para Ford ya antes en papeles secundarios de La legión invencible (1949) y Río Grande (1950). En La última película solo está presente en la primera parte. Precisamente su desaparición será la que provoque que quien herede el cine lo cierre al poco, como ella dice porque la gente “está pendiente solo del béisbol en verano y de la televisión el resto del tiempo”. Hay, además, una escena en la que la bellísima Shepherd ve con un mohín de fastidio un programa de televisión, y otra en la que un dramático reencuentro se produce mientras suena de fondo otro show, a diferencia del de la última sesión del desvencijado cine Royal, ahora colándose en las casas a través de las ondas mientras el viento real barre el poblachón tejano.

No hay nada como escuchar para aprender, sobre todo si lo haces de tus mayores. Y Bogdanovich escuchó y aprendió mucho, con enseñanzas sedimentadas que dejó en su obra del mismo modo que hizo otro creador de origen serbio como él y que ha desarrollado toda su carrera en los estados Unidos: el poeta Charles Simic, nacido solo un año antes, en 1938. También entrevistó Bogdanovich a Orson Welles y reivindicó su obra, así como a Hawks y Hitchcock. Y, lo mismo que sobre Ford, publicó un libro sobre otro cineasta extraordinario, igualmente con parche en el ojo: Fritz Lang (curiosa y quizá no casualmente, uno de los protagonistas de La última película lleva un ridículo parche, colador o espumadera, durante el tramo final del largometraje).

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Bogdanovich ha quedado, con Coppola, Scorsese y un puñado de otros que estuvieron pendientes de lo que se hacía en Europa y gravitaron en torno a lo que representó la revista Cahiers de Cinema, como uno de los realizadores que en los últimos años sesenta y principios de los setenta renovaron el cine estadounidense. El legado que ha dejado tiene, sobre su calidad intrínseca, el logro de no haber apenas transigido a los imperativos de la industria; es decir, de haber hecho películas humanas, no manufacturado productos.