El tocomocho empoderado
Llevaba meses sin ir al cine, entre la pandemia y la pereza. A diferencia de mucha gente de mi generación, no consigo ver la posible desaparición de las salas de exhibición como la tragedia que me quieren vender. Sí, de acuerdo, los que ya tenemos una edad (o dos) atesoramos grandes recuerdos de los ratos pasados a oscuras en los cines, pero algunos no nos olvidamos del cabezón que a veces se nos sentaba delante y nos entorpecía la lectura de los subtítulos o del ruido que hacía comiendo palomitas el sujeto de la fila de atrás: no todo era maravilloso en el cine. Si decidí volver a una sala hace unos días fue porque sentía curiosidad por Titane, la película de Julia Ducournau (París, 1983) que se llevó la última Palma de Oro en Cannes, y porque el cine estaba a cinco minutos del restaurante en el que acababa de comer con un amigo (frente a las abarrotadas sesiones nocturnas, uno siempre ha preferido la de las cuatro de la tarde, cuando apenas hay media docena de personas y es como ver la peli en el sofá de tu casa). No es que el primer largometraje de la señora Ducourneau me hubiera fascinado: recuerdo sobre todo sus pretensiones, que no se correspondían mucho con el resultado, y que, sin entusiasmarme demasiado, me había parecido que no estaba mal para tratarse de una ópera prima. Una amiga cineasta había visto Titane en Francia y me había aconsejado que ni se me ocurriera ir a verla (las críticas elogiosas que había leído venían firmadas, en general, por gente de la que no me fío). Es decir, que nada me obligaba a ver Titane, pero, aunque todavía no sepa por qué, se me metió en la cabeza que eso era lo mejor que podía hacer aquella tarde a aquella hora.
Lo lamenté.
No entiendo cómo esta película se ha podido llevar la Palma de Oro en Cannes. Por no entender, no entiendo cómo ha podido rodarse, aunque la directora tiene una labia de mujer empoderada y seudo feminista que sin duda le ha abierto muchas puertas en esta época que vivimos. Decir que estamos ante un disparate colosal es sobrevalorarla, pues hay disparates colosales que resultan divertidos, lo que no es el caso. El guion, para empezar, es como para que te echen del despacho de cualquier productor nada más lanzarte a explicarlo. Veamos:
Alexia, una niña mala, causa un accidente de coche en el que se revienta la cabeza y deben injertarle una placa de titanio. Alexia, ya mayor, se excita sexualmente con los coches y mantiene relaciones completas con uno, que la deja embarazada. Alexia es de una violencia inusitada que nadie se molesta en explicar a qué se debe. Alexia conoce a un bombero a cuyo hijo asesinó (tampoco sabemos por qué), quien se auto convence de que la demente follacoches es ese hijo desaparecido, aunque hay que ser prácticamente cegato, además de tonto, para confundir a esa chica tan extraña y tan poco simpática con su vástago. El bombero (el pobre Vincent Lindon, con cara de no saber qué está haciendo ahí, más allá de ganarse la vida como buenamente puede: ¡haya sido usted novio de Carolina de Mónaco para esto!) está al frente de una brigadilla con la que se va de copas y a bailar y que parece una mezcla de los siete enanitos y la clientela habitual de una discoteca gay. Les ahorro el final, pero se supone que es poético.
Julia Ducournau asegura admirar al cineasta canadiense David Cronenberg. Es evidente que ha visto sus mejores películas, pero no lo es menos que las ha entendido al revés, si es que las ha entendido de alguna manera (Titane, con sus reflexiones de chichinabo sobre las alteraciones de la carne, es a Videodrome lo que el dúo Sacapuntas a los hermanos Marx). Eso sí, la buena mujer tiene un aplomo y una autoestima que para mí los quisiera: en las entrevistas que he leído con ella, mezcla feminismo, empoderamiento y todo lo que haga falta para darse unos aires de grandeza considerables. En Francia, su jugada ha funcionado. En España, solo entre el sector más juvenil de la crítica. Su carrera internacional está asegurada y que a mí me parezca una birria descomunal puede achacarse a mi edad provecta y a mi machismo latente. Me gustaría poder decir que salí del cine indignado y entregado a la nostalgia por mis autores favoritos del pasado, pero lo cierto es que solo salí aburrido, bostezando y con la sensación de haber echado a los cerdos las últimas dos horas de mi vida. Menos mal que era el día del espectador y que la broma no llegó ni a cinco euros.