Mario Camus, el desconsuelo de la verdad
El director de cine, un tímido patológico, adaptó a los grandes autores de la literatura y practicó una lucha enconada contra las tendencias culturales en favor de la coherencia
21 septiembre, 2021 00:00Mario Camus escribía con imágenes; sus ojos fueron los del mundo. La entronización de Goya en la ética política como principio rector tardó tanto en llegar al gran público que hubo que esperar hasta que el gran actor Paco Rabal encarnó al pintor aragonés. El estreno de Los desastres de la guerra (1983), con guión de Rafael Azcona, Eduardo Chamorro y Jorge Semprún, fue un evento sonado. Esta película de Camus, difundida en televisión, llegó a miles de personas; casi todas compartieron el entusiasmo por la cinta, basada en la colección homónima de aguafuertes de Goya sobre la Guerra de la Independencia española. Rabal volvió a encarnar al más grande de nuestros pintores en Goya, historia de la soledad de Nino Quevedo y en un Saura de madurez, Goya en Burdeos, pero ambos papeles fueron ya otra cosa.
La emoción desconsolada por pura clarividencia ha sido el edificio personal de Camus, un tímido patológico inmerso ahora en su último viaje: falleció el sábado en Santander, su ciudad natal, a los 86 años. Este montañés flechado y sin dobleces rechazaba la fama a golpe de interjección –soltaba ya, basta, ni nada, nunca, joder…y cosas por el estilo– y echaba a los reporteros de su templo a patadas de buenísimo mal carácter. La desconfianza humilde hacia el otro y sus pupilas del través lo decían todo. Su aire, su ademán, su tout ensemble hablaban por él. Nunca abandonó la necesidad de pensar frente al castigo divino que consiste en seguir vivos sin beber del árbol de la ciencia. Recibió el premio Goya de Honor en 2011, y adaptó a grandes de la literatura española al cine o a la televisión, entre ellos a Galdós. Hemos de ser conscientes de la pérdida: nos deja un narrador de alta calidad que hizo también incursiones en el mundo de la crónica vivida, como el libro Quedaron estas cosas.
No nos olvidamos de su versión de La colmena, basada en la novela de Cela y filmada en 1982. Allí, un Rabal en buen estado de forma, acompañado de un reparto descomunal, clavó al portavoz de aquella tertulia del Café Gijón al calor de una mesa camilla, azucarillos y poetas hambrientos, con sabañones en los dedos. Dos años más tarde, en Los santos inocentes, Camus buscó de nuevo a Rabal. De repente, ya en el estreno, la frase “Milana bonita” recorrió el espinazo del país entero, hasta el punto de que el actor acabó poniéndole ese nombre a su casa, en Carabardillas, cerca de Águilas. En Los santos, el director encontró la comunicación mental con la escena, sin necesidad de grandes palabras. Digamos que Camus descubrió, por el gesto de Rabal, que la atmósfera de los personajes había reconocido al guionista, al novelista –el gran Miguel Delibes– y también al primer palimpsesto de la obra, porque todo lo que se escribe tiene un origen remoto. Y este origen pervive en la mirada, como demostró el director cántabro.
Su relación con el cine comenzó mediados los años cincuenta, cuando Camus rechazó una notaría pese a pertenecer a una tradición de jurisconsultos adocenados. Se metió en aquella inofensiva Escuela Oficial de Cine que el Antiguo Régimen les confió por descuido a Bardem y Berlanga y de la que salió una colección de directores enfrentados al poder por definición: Summers, Picazo, Borau o Martín Patiño, entre otros, enzarzados en una guerra sin cuartel con la censura. Camus empezó por la lectura, su pasión; adaptó al celuloide textos literarios clásicos y contemporáneos, desde Lope de Vega hasta Eduardo Mendoza. La leyenda del alcalde de Zalamea, Con el viento solano, Los pájaros de Baden-Baden, La ciudad de los prodigios o la lorquiana Casa de Bernarda Alba, marcada por la dureza y la sencillez porque “el artista debe llorar y reír con su pueblo”.
Lorca quiso ser claro en su Bernarda: “Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscan las azucenas"; ahí lo dejó Lorca y lo remarcó años después el cineasta con su filtro de la verdad por muy amarga que esta sea. Rodó la película sin complejos y le imprimió rotundidad, pensando tal vez en la necesidad de crear un nuevo teatro sentida por aquella Generación del 27, tal como lo testimonió en su momento Altolaguirre.
Camus ha sido sinónimo de claridad expositiva y coherencia. Esta Bernalda Alba de austera severidad, interpretada por Irene Gutiérrez Caba –marcada por la intensidad magnética del dogmatismo que representa–, suponía un esfuerzo por entrar a fondo en el tema, pero desprendiéndose del decorado convencional. Camus trató de sortear el símbolo de la España Negra que llevaba encima la obra desde que la gran Margarita Xirgú la estrenó en el teatro, en Argentina, en junio del 36, aunque no pudo verse en los escenarios españoles hasta 1964.
El director desplegó un cartel de actrices que solo él podía concitar: Ana Belén, Florinda Chico, Enriqueta Carballeira, Victoria Peña, Aurora Pastor, Mercedes Lezcano, Pilar Puchol y Rosario García Ortega. Resulta destacable además la teatralidad de la película en la que puede verse la lóbrega escenografía a partir del momento en que se levanta un falso telón, hecho de cortinillas de hilo. Inicialmente, la violencia y la política no fueron los temas de Camus, pero en sus últimos trabajos, el cineasta dio un giro sorprendente marcado por el drama de ETA.
Rodó dos cintas del horror: Sombras de una batalla (1993) y La playa de los galgos (2002). Antes de retirarse de forma temprana, su arte se acercó a la reflexión sobre el poder y reunió por aclamación un reconocimiento absoluto. Se había pasado la vida buscando su destino a través de su narrativa. Tal vez se imaginó como Tolstoi, abandonando la comodidad de su hogar, para vagar y morir en una estación, en medio del estrépito de trenes que se llevó a su heroína, Anna Karenina; o como Stevenson, perdido en Samoa, buscando su isla. Pero el engagement de Camus fue menos romántico y más social. Se propulsó como crítico de una sociedad que tiende a la exclusión dejándonos tres películas: Después del sueño, 1992; Adosados, (1997) y El color de las nubes, (1998).
Camus llevó el rigor al terreno del oficio entendido como medio para ganarse la vida y repitió en varias ocasiones aquello de que “hay dos tipos de cine, el que apasiona y el que te encargan”. Demostró entonces que trabajar por encargo puede hacer las delicias en un oficio en el que uno está a milímetros de la genialidad si es capaz de mantenerse en la trinchera industrial. En televisión realizó documentales como Históricos del balompié, Cuentos y leyendas o Si las piedras hablaran; y también en la pequeña pantalla se encaramó dirigiendo una serie explosiva: Curro Jiménez.
Ya en los años noventa, con La forja de un rebelde, basada en la trilogía de Arturo Barea, se despidió de su paso por televisión. El director mantuvo una lucha enconada contra las tendencias en boga. No quiso ser un posmoderno licuefactado, el ciudadano al que se le invita a jugar a un juego del que desconoce las reglas; tampoco aceptó navegar como único principio. Se propuso entender antes de actuar. Rechazó las condiciones del dominante, sea el poder, la economía o la estética. Y así aplastó al jubiloso perdedor que todos llevamos dentro.