El artista total

Ayer se cumplieron cien años del nacimiento de Fernando Fernán Gómez en Lima, Perú. Nos dejó el 21 de noviembre de 2007 en Madrid y yo aún lo echo de menos. No personalmente, pues nunca llegué a conocerle y, además, parece que tenía bastante mala hostia, pero ya estaba aquí cuando yo llegué al mundo y su presencia se me hizo familiar en seguida, así que empecé a entender lo que echaban por la tele, donde, si la memoria no me falla, sus películas como actor y director se emitían con cierta frecuencia: fue ahí donde vi Esa pareja feliz de pequeño, o el díptico colosal compuesto por La vida por delante y La vida alrededor, o alguno de esos largometrajes en los que ejercía de improbable galán (¡con aquella nariz y aquella pinta!) a cambio de dinero con el que llegar a fin de mes (el cine español de la postguerra le sentaba mejor a Alfredo Mayo que a él, aunque le cayera el papel protagonista de Balarrasa, interpretando a un perdulario reciclado en sacerdote).

Durante muchos años, el cine español tuvo un componente muy familiar para quien esto firma. Siempre era más cutre que el de Hollywood, pero, a cambio, en la pantalla veías a gente que podía ser tú tío de Madrid o tu prima la del pueblo. Por pura lógica, la fueron diñando uno tras otro y el cine español se convirtió en otra cosa, no sé si mejor, pero probablemente más homologable con lo que se hacía en el resto de Europa. En esa familia imaginaria que uno tenía, Fernando Fernán Gómez fue siempre un miembro fundamental. Y, a diferencia de la mayoría de sus colegas, por grandes que fueran (pienso concretamente en Manuel Alexandre y José Sazatornil), Fernán Gómez se tomó lo suyo tan en serio que no se limitó a actuar espléndidamente, sino que se puso a escribir y dirigir, aunque la mayoría de sus esfuerzos en ese sentido tuvieran que esperar años para ser reconocidos en todo su valor: pensemos en El extraño viaje, que pasó desapercibida en su estreno, o en la desoladora El mundo sigue, que se distribuyó tarde, de cualquier manera y con la ojeriza del régimen, que la encontraba derrotista y desmoralizadora y denigrante de los logros sociales de la España de Franco.

Fernán Gómez también escribió libros, y obras de teatro (que a veces llevaba al cine, como Las bicicletas son para el verano), y memorias (El tiempo amarillo). Y hasta estuvo casado con María Dolores Pradera (entre 1945 y 1959), aquella señora tan fina y elegante que tanto le gustaba escuchar a mi señor padre y que, francamente, tan rara pareja hacía con el sujeto de la nariz superlativa, al que siempre encontré mejor situado junto a Analía Gadé o Emma Cohen. Como en la canción de Sinatra, don Fernando lo hizo todo a su manera. E hizo mucho y bueno. Ahora que se cumplen cien años de su nacimiento, vuelven a salir historias relativas a su mal carácter y a su tendencia a enviar a la mierda a la gente, pero a mí me da igual: nunca lo conocí más allá de la pantalla y de las páginas de un libro y para mí siempre será ese señor que descubrí de pequeño ante el televisor haciendo de tramoyista de la Cifesa y que me acompañó toda la vida hasta que le llegó la hora de palmar. Y me temo que ya no los fabrican así.