Rodrigo Cortés (Pazos Hermos, Orense, 1973) encontrado varios momentos entre rodaje y rodaje para escribir Los años extraordinarios, una novela cargada de surrealismo, magia, fantasía y humor. Una visión de España tan diferente como similar a la realidad, “aunque sólo unos centímetros”.
El imaginario del cineasta ya ha encandilado a cientos de miles de lectores que han hecho que el libro ya se encuentre en la tercera edición en menos de un mes desde su lanzamiento, algo que él agradece una y otra vez en las redes sociales.
Una visión de España
El escritor es un apasionado de los juegos y de probar cosas nuevas. Lo demuestra en sus películas y en este libro va un paso más allá, creando unos personajes tan sorprendentes como auténticos, una España tan republicana como monárquica y una Salamanca donde una mañana llega el mar. Eso sin contar con la existencia de dos ciudades de París iguales pero desplazadas.
Por si eso fuera poco, el director lo baña todo con un lenguaje cuidado, preciso, con pocos adjetivos, como a él le gusta. Y es que, para él, el trabajo más bonito es la reescritura, pulir el texto y encontrar ese verbo y ese sustantivo que hablen por sí solos.
Cortés dice no saber explicar de dónde le viene ese amor por las palabras, sólo tiene clara una cosa, por mucho que se dedique al cine, no cree que una imagen valga más que mil palabras. ¿Desencantado con el cine? No, sólo los ve como códigos y lenguajes distintos y él vive en uno y en otro.
--Pregunta: ¿De dónde sale la historia de Los años extraordinarios?
--Respuesta: No tengo una respuesta para eso. Sí para un impulso inicial que fue, por otro lado, impreciso y no decidido. Estaba en la fase de montaje de una película de estudio, en el peor momento, y me encontré que algo se destaponaba, como un impulso de completa libertad creadora que no fuera sometido a opiniones, ni consideraciones, ni estudios de mercado. Pero no había plan. Y escribí "Nací el 18 de octubre de 1902" sin saber quién era esa persona. Descubrí que se llamaba Jaime Fanjul Andueza siete líneas después y no sabía qué le iba a pasar en la vida, qué carácter tenía, con quién se iba a encontrar, si tendría amores --uno, dos o siete--, si se quedaría en esa Salamanca en la que llega el mar una mañana cualquiera o si recorrería medio mundo. Aquello se convirtió en una especie de juego en el que le imponía determinados escollos para saber si tanto él como yo íbamos a salir vivos de ellos.
--¿Cómo definiría ese universo creado: surrealista, valleinclanescos, realismo mágico?
--Hago lo posible por no definirlo y no reflexionar sobre ello y no tratar de indagar de dónde surge, por si acaso se seca la fuente. Prefiero dejarlo estar. Pero si algo me interesa de los surrealistas en un sentido estricto es que rechazaban cualquier imagen o idea que tuviera un sentido alegórico. Eliminaba cualquier cosa que fuera simbólica y se adscribían al origen estrictamente irracional de las cosas porque de forma paradójica permite que emerjan verdades ocultas fuera de control de forma muy elocuente. Además, el universo surrealista es esencialmente violento, cosa que se suele obviar, y destructivo, porque su función es esa, hacer reventar algo de forma arbitraria para desproveer de herramientas. Y hay algo de eso. Si me hablas de realismo mágico, te diría que es una novela casi mágica o sobrenatural por poco, en el sentido de que todo sucede de una manera muy similar a la nuestra con la diferencia de un grado. Es decir, si alguien flota, lo que es perfectamente posible en la novela, seguramente lo hará cinco o seis centímetros por encima del suelo. Si alguien viaja al pasado lo hará a hace dos o tres minutos. Podemos ver a fantasmas, pero siempre a la izquierda y con el rabillo del ojo y no en otro país, porque la sintonía se hace más imprecisa. Es algo así como exagerar las cosas para poder verlas o, como se dice en la novela, desenfocar el mundo para acceder a uno nuevo.
--¿Sueles ver así el mundo o es una manera de escapar?
--No es una forma de escapar de nada, es más bien, quizás tratar de ver las cosas como si no las conocieras. Yo veo las cosas desde un lado y trato de mirar desde otro lado.
--¿Y por qué en formato novela y no guion?
--El cine y la novela tienen lenguajes completamente distintos. El cine, en general, es el arte de la narración o incluso de la acción, en el sentido que el personaje se describe a través de lo que hace, de las decisiones que toma, no a través de lo que dice o de su pensamiento. En cambio, la literatura es más el arte de la introspección, de la evocación. El personaje se piensa, se reflexiona. Vemos el mundo a través de la mirada del personaje. Muchas veces no es tan importante lo que sucede o cómo se define y evoca, la sensorialidad del lenguaje que genera su propio mensaje que surge de lo irracional. En fin, son disciplinas que comparten poco. Cuando una novela es puramente narrativa, muchas veces lo que oculta es una falsa película encuadernada en busca de productor, de director. Así que me senté a escribir una historia que sabía que iba a ser eminentemente literaria y que por tanto iba a valerse de otras herramientas y que iba a estar mucho más relacionado con la propia música interna del lenguaje que con la trama, que sería inatrapable. Esta historia es fundamentalmente inadaptable, salvo en formato de serie millonaria. Ocupa más de siete décadas de la vida de un personaje, eso ya son muchos actores diferentes para empezar, muchos escenarios diferentes --una selva, un desierto, un manglar, dos París…-
--Es además un mundo muy extraño, en el que el humor se mezcla con un delicado cuidado del lenguaje. ¿Es una manera de reivindicar las novelas con humor?
--No creo haber reivindicado nada en mi vida. La novela no reivindica nada, es, de forma natural, algo, que probablemente se parezca a mí. Yo no me parezco a Jaime, pero seguro que me parezco a la novela. El humor a veces me sorprende incluso a mí porque no es un efecto buscado como una mirada o vibración natural en mí. Soy más consciente de un paisaje con un determinado aliento poético o un momento en el que sé que voy a poner en aprietos al lector que sé que no me lo va a perdonar en seis o siete páginas, hasta que pase algo. No soy consciente del humor porque no lo busco como efecto cómico, sino que responde a una manera de mirar las cosas, interpretarlas, digerirlas y devolverlas.
--¿Pero diría que a España le falta más sentido del humor?
--No hay que confundir el sentido del humor de nuestros gobernantes, aspirantes a gobernantes, opinadores profesionales y pretendidas élites del sentido del humor de nuestra sociedad. No tiene nada que ver. En lo público todo es más solemne, más literalista, más Asperger, hay un sobreentrenamiento en la ofensa, tratar de sobreanalizar el discurso del otro porque si uno pone un poco de sí mismo, con un pequeño esfuerzo podrá enfadarse. No tiene nada que ver con la sociedad normal que es muchísimo más sana, más razonable, se hacen chistes sobre todo, sobre todas las cosas que no se pueden hacer y que están prohibidas en televisión o en radio cualquier amigo lo hace de forma absolutamente natural. No hay conversación pública de WhatsApp que no pudiera quemarse en la plaza pública sometida a esos supuestos teóricos. España es incomprensible si no es desde el humor. Somos el país que después de un atentado terrible está haciendo bromas sobre el hijo de la Tomasa. Eso es lo que somos y lo que seremos.
--¿Y qué le llevó entonces a esa Guerra Civil en la que todos se rebelan contra Alicante? ¿Por qué Alicante?
--La respuesta honesta y corta es: no lo sé. No sé por qué decidí que iba a haber un trasunto de la Guerra Civil que fuera toda España contra los de Alicante, o más bien los de Alicante contra el resto de España. He estado allí dos veces y me han tratado y lo he pasado bien siempre. Sí recuerdo que cuando estuve había una especie de pique entre Alicante y Elche y tal vez eso quedó en algún lugar, porque en un momento dado habla de que esta guerra empezó con un malentendido entre ellos que acabó sembrando los palmerales de muertos. Además, ni si quería dice que es una guerra contra Alicante, sino contra los de Alicante. ¿Por qué? No sé, quizás porque suena gracioso y decir otro municipio no tiene la misma localidad.
--Otro pasaje indispensable es esa alternancia natural entre monarquía y república, de 30 años cada uno, ¿es una propuesta?
--No. No creo ni siquiera que conviniera. Yo no sé por qué hago las cosas y cuando lo escribo pongo “esa costumbre tan española de alternar monarquía y república de forma pacífica”, y sin querer estableces unas reglas que no permites que se discutan, y, antes de que te des cuenta, generas una vibración y sin que lo percibas en cuatro episodios habrá un código que todos aceptamos. La novela no propone soluciones de ningún tipo.
--¿Esta imaginación fue fruto de la pandemia?
--No, no es una novela de pandemia. Probablemente se escribió demasiado en la pandemia u haya una sobreexplotación (ríe). La novela se gestó en tres grandes atracones torrenciales, inesperados. Una semana después de escribir esa primera y levantar ese tapón del que no era consciente me di cuenta de que escribí 30.000 palabras, que es prácticamente un tercio de la novela. Y en tres momentos determinados se escribió el primer borrador completo, todo ello antes de la pandemia. Luego hubo sucesivas reescrituras alternadas siempre con otros proyectos: cuando acababa una fase de preproducción o de posproducción u otra vez de preproducción. En esos momentos que tenía dos o tres semanas los dedicaba de forma exclusiva y obsesiva al trabajo que, en el fondo, es el más bonito que es la reescritura. Reescribir es quitar, encontrar esa música, pulir cuando ya has hecho el trabajo duro y ya sabes quién es, adonde va, con quien se va a encontrar y, por fin, puedes apretar el polvorón y conseguir limar y picar y eliminar todo aquello que sobre, empezando por todos los adjetivos posibles. Los adjetivos son tan importantes que hay que usarlos lo menos posible. Siempre que consigas que un sustantivo o un verbo se autodefina, no lo adjetives, porque el adjetivo queda implícito.
--¿De dónde surge esa pasión suya por el cuidado del lenguaje?
--No lo sé. Amo la palabra. Incluso como director de cine siempre he cuestionado que una imagen valga más que mil palabras. El lenguaje es muy importante para mí, me expreso a través de él, con él libero mi pensamiento y siempre he reaccionado con una sensibilidad casi apasionada a sus matices, musicalidades y sutilezas, pero no sé cual fue el origen que eso. Pero fui escritor antes que director, aunque solo sea porque en lo logístico era mucho más accesible.
--Hablemos también un poco de cine. ¿Está con algo, además de con la promoción de la novela?
--Con dos cosas. Una pequeña sorpresa que se sabrá pronto y, en otoño, se estrena una reedición de las Historias para no dormir de Chicho Ibáñez Serrador y me hago cargo de una de ellas, que he escrito y dirigido. Una historia casi cercana al noir al modo de los Coen, en el sentido que compatibiliza lo cómico con lo terrible, con lo absurdo, con lo ridículo incluso. Un asesinato en el interior de un coche que dura cuatro minutos y que demuestro que es muy incómodo matar a alguien, que la gente se resiste a morir y que además es hortera y con un triangulo actoral maravilloso: Eduard Fernández, Natalie Poza y Raúl Arévalo. Llevaba bastante tiempo sin rodar en español y tenía muchas ganas de volver a hacerlo, pero con grandes actores para poder llegar a zonas hondas y matizadas de las cosas.
--Lleva ya años en Hollywood, ¿qué lo llevó hasta allí?
--Casi nada en mi vida responde a un plan y de casi nada he sido completamente consciente hasta años después, revisitándolo. Mientras lo vivía todo sucedía alrededor como si no llevara el timón de las cosas. Tiene mucho que ver con aquel guion imposible que era Buried y con la posibilidad de hacer algo muy especial. Me acuerdo de que el productor americano me dijo de hacer primero la película en España y en español porque luego es más fácil venderla allí como remake. Yo le comenté al productor español, Adrián Guerra, que hiciéramos nosotros el remake, es un actor y una caja, muy pocas veces estaremos tan cerca de poder hacerlo. Y tirar de esta primera cereza fue engarzado a otras cerezas y unas cosas llevaron a otras, que es lo que dicen los maridos adúlteros a sus esposas (ríe). Pero no hay ninguna huida.
--¿Y ahora que ha vuelto, cómo ve la salud del cine español?
--Como tantas cosas, el cine español siempre ha tenido una mala salud de hierro. Ha estado en una crisis perpetua desde su nacimiento y sin embargo parece que se resiste a morir. No creo que estemos pasando por un momento crítico y si lo es, es un momento crítico que lleva más de 100 años. Pero hay una forma, incluso una concepción del cine que siento que está desapareciendo. Responde al ritmo de las cosas y no hay que ser más nostálgicos de la cuenta porque el tablero es el que es y no se discute, pero hay una concepción del cine como yo lo entiendo y he aprendido a amarlo que está desapareciendo, empezando por la liturgia, porque lo es: tomas la decisión de ir a un sitio, un acto volitivo que es razonablemente incómodo porque te has de desplazar y te metes en una capilla donde se encierra todo, se apaga el mundo y durante dos horas te sometes a la mirada de otra persona y después se recupera el ritmo de las cosas. Eso no sucede ni puede suceder en casa con el WhatsApp al lado, ganas de ir al baño y eso cambia muchas cosas, incluso banaliza en cierta medida la experiencia. Cuando uno se sienta y ve mil títulos posibles en rectángulos, carátulas… hay una desolemnización en ese acto que hace que internamente se le conceda menos importancia y la película internamente dura menos y se va borrando. Que no es del todo así porque todos hemos visto grandes obras maestras en la televisión o en vídeo, pero sí hay algo que cambie la experiencia.
--¿Le provoca entonces ese temor y dicotomía de que exista algo bueno y malo en las plataformas?
--Más bien parto de la inevitabilidad de que tengan algo bueno y algo malo, que es lo que me pasa a mí. La libertad tiene como único sinónimo la responsabilidad y siempre viene con precio. Lo mismo le sucede con este cambio de paradigma sobre el que no conviene quejarse, lo mismo que sucedió cuando un día llega la electricidad y perjudica a los fabricantes de velas, es el ritmo de las cosas, el tablero no se discute.