Las Montenegro, una vida de película
Un libro ahonda en la historia de la actriz Conchita Montenegro, 'la Greta Garbo del cine español', y sus hermanas, cuya saga resume los conflictos políticos del siglo XX
10 junio, 2021 00:00Conocida mundialmente como la Greta Garbo del cine español, Conchita Montenegro nació en San Sebastián en 1911, cuatro años después de su hermana Justa y dos antes que la pequeña, Juana. Sobre la primera –actriz de renombre del Hollywood dorado, pionera y gran diva española del cine norteamericano–, existe una literatura notable, sobre todo desde que falleciera en 2007. El libro Las Montenegro (Bala Perdida Editorial), escrito por Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo, ahonda en su fascinante historia desde un punto de partida singular: una triple biografía que, además de narrar la vida de Conchita, sigue la deriva de sus dos hermanas. Las tres pisaron escenarios, cruzaron océanos y saborearon de diferente manera e intensidad las mieles del éxito profesional y personal. El distinto destino de sus vidas refleja de manera meridiana los vaivenes políticos y las turbulencias históricas que atravesaron el siglo XX.
Libres de cualquier corsé académico, pero con un rigor exquisito, palpable en la abundante bibliografía y en fuentes en las que se apoyan, los investigadores Aguilar y Cabrerizo, especializados en la cultura popular, se asoman a las vidas de estas hermanas “cuyas decisiones vitales las convirtieron en emblema de su tiempo”. Conchita viajó a Hollywood, donde triunfó en los años de la transición al cine sonoro, pero, tras el final de la Guerra Civil, acabó casándose con un diplomático de tendencias falangistas y abandonó su carrera artística. Justa entró en la industria del doblaje y Juanita, que también soñaba con ser actriz, participó en algunas películas hasta que, con el estallido de la guerra, se puso el uniforme de miliciana y sirvió de chófer para la Unión Republicana. Acabó instalada en Río de Janeiro y disfrutando de una inesperada vocación artística, la pintura.
“Recorrieron los agitados años de la Europa de entreguerras, los Estados Unidos del New Deal, la Francia frentepopulista, la Italia fascista, la inestimable Latinoamérica de los años treinta y la España de la dictadura de Primo de Rivera, la II República, la Guerra Civil y la primera posguerra”, cuentan los autores en las primeras páginas de su semblanza. Si en la mitología literaria e histórica inglesa las aristocráticas hermanas Mitford poseen un lugar especial, gracias sobre todo gracias a la vivaracha pluma de Nancy, las biografías de estas tres hermanas donostiarras deberían ser reconocidas con mismo lustre, aunque no provengan de tan alta alcurnia como las británicas.
Las hermanas Montenegro nacieron en San Sebastián con los apellidos Andrés Picado. No pocas investigaciones señalaban que eran hijas de Severiano Martínez Anido, gobernador militar de Barcelona durante la dictadura de Primo de Rivera, pero, basándose en aportaciones más o menos recientes, Aguilar y Cabrerizo afirman que sus padres provenían de una clase social más modesta: su padre, Julián Andrés, era un viajante de comercio nacido en Santander, pero establecido en Donostia, y su madre, Anunciación Picado Robles, se dedicó a criar a las hijas. De San Sebastián se mudaron a Madrid en 1922, y al poco de instalarse en la calle Leganitos, detrás de una incipiente Gran Vía en obras, el padre desaparece dejando a la familia descabezada y con un porvenir económico incierto.
Tal vez fue la inestabilidad la que encendió la mecha de sus vidas aventureras, pero las aspiraciones artísticas de las muchachas no tardaron demasiado en aparecer. Conchita y Juana formaron un dúo de baile cuando eran adolescentes, Dresnas de Montenegro, con Justa como custodia de las jóvenes, y con ese nombre se patean cabarés y teatrillos hasta que debutan en el cine, en la película Sortilegio (1928), de Agustín de Figueroa, una “película de gran mundo que propone al público más popular una suerte de reportaje del ¡Hola! muy avant la lettre”. La película no ha sobrevivido al paso del tiempo, pero sí las declaraciones de Figueroa presumiendo de su buen ojo con Conchita: “Yo fui el descubridor de Conchita Montenegro. […] Impusimos en el cine la primera cara moderna, la primera actriz delgada de pómulos marcados y boca grande”.
Tal vez fue la inestabilidad la que encendió la mecha de sus vidas aventureras, pero las
Aunque Aguilar y Cabrerizo ponen en cuarentena muchas de las distintas versiones sobre los hechos que manejan, no escatiman detalle a la hora de explicar los momentos más estelares de las hermanas, como, por ejemplo, cuando Conchita logra su primer (y escandaloso) gran papel internacional con La mujer y el pelele (1929), adaptación de la novela de la novela de Pierre Louys por Jacques de Baroncelli. La película acaba por ser su pasaporte a Hollywood y el final de su dúo artístico con Juanita, que no consigue que la Metro la contrate junto a su hermana.
La actriz viaja a Hollywood para participar en las dobles versiones de películas sonoras en lenguas no inglesas. El sistema de doblaje no existía todavía y Montenegro participó en versiones habladas en español de los éxitos fílmicos del momento destinadas a las salas de exhibición de España e Hispanoamérica: ¡De frente, marchen! (1930), de Edward Sedgwick; Sevilla de mis amores (1930), de Ramón Novarro; Su última noche (1931), de Chester M. Franklin; o En cada puerto un amor (1931), de Marcel Silver.
No tardará en ganarse el favor de directores y mandamases de la meca del cine. Los autores de Las Montenegro se explayan en los rodajes, estrenos y hasta reportajes promocionales, en los que Conchita abre las puertas de su casa de Los Ángeles, “con una guitarra colgada y unos crótalos” colgados en la pared de una de sus habitaciones, y recuerdan su fantástica y meteórica carrera, trabajando junto a nombres propios como Buster Keaton, Irving Thalberg, Charles Boyer, Clark Gable –a quien le negó un beso devolviéndole una sonora bofetada, según cuentan algunas fuentes–, o Leslie Howard, uno de los grandes amores de su vida. Howard y la actriz se conocerían en Never the Twain Shall Meet (1931), donde ella hacía el papel de una hermosa nativa de una isla del Pacífico, y volverían a encontrarse en el Madrid de 1943, días antes de que el actor, una estrella después del éxito de Lo que el viento se llevó (1939), muriera trágicamente en un jamás explicado del todo ataque de una escuadrilla del ejército nazi sobre el vuelo comercial en que el viajaba.
Carmen Ro y Javier Moro habían fabulado en torno a la figura de Conchita Montenegro, en Mientras tú no estabas (2017) y Mi pecado (2018), respectivamente, centrándose en los aspectos más románticos y novelescos de la vida de la actriz; pero la aproximación de Aguilar y Cabrerizo se aleja de cualquier tentativa ficcional, más interesados en los tejemanejes de la industria cinematográfica del momento –el grupo de actores y actrices españoles en Hollywood, la manera en que los estudios moldean la imagen de la actriz, los tira-y-afloja de Conchita con la Fox– y en rastrear el más desconocido periplo artístico de las otras dos hermanas: Juanita probaría en el cine del país vecino, donde lograría un modesto pero dulce triunfo con la comedia musical Il est charmant! (1931), mientras que Justa emprende en la incipiente industria del doblaje, nacida al calor de los preceptos fascistas de Mussolini, emparejándose con el italiano Ugo Donarelli, fundador de los estudios Fono-Roma y Fono-España.
Tan apasionante como la historia de su origen y sus triunfos es el relato de su ocaso. La Guerra Civil marcó el destino de las Montenegro. Conchita, recién casada con Raul Roulien, observa el estallido bélico desde Brasil. Juanita, con En los jardines de Murcia (1935), de Marcel Gras y Max Joly, ya estrenada en Francia, se encuentra en Madrid cuando se declara la guerra, a punto de iniciar el rodaje de La malquerida, de José López Rubio. Se ofrece a prestar sus servicios como chófer de Unión Republicana, el partido de Manuel Azaña y el semanario Mundo Gráfico la retrata ataviada de miliciana, en una imagen que acapara la portada de la publicación. Justa sale peor parada. Donarelli es detenido por sus afinidades con el fascismo.
La familia Andrés Picado logra huir a Francia y, cuando las tropas alemanas marchan sobre Europa, sus vidas se separan definitivamente: Juanita, recién casada con Luiz Hermanny, viajará a Brasil; mientras que Conchita vuelve a España, cuando han pasado doce años desde que se marchó. A pesar de sufrir cierto ostracismo nada más regresar, vuelve al mundo del cine. “Yo he venido a trabajar a España porque hoy tengo fe en su renacimiento y el cine no puede llegar atrás”, contestaría en un reportaje de la revista Fotos. “Hay que triunfar, sí, hay que triunfar en el cine con la misma seguridad que Franco nos trajo la paz”.
La familia Andrés Picado logra huir a Francia y, cuando las tropas alemanas marchan sobre
Conchita actuó en 37 películas antes de retirarse definitivamente de la pantalla en 1944. Entre sus últimos trabajos, la polémica Rojo y negro (1942), de Carlos Arévalo, y junto a Ismael Merlo. Recientemente restaurada y disponible en la plataforma Flix Olé, el film cuenta la historia de una pareja: ella es falangista y él, militante comunista. La cinta no escatimaba críticas al bando republicano, como tampoco a las checas ni a la crueldad de sus carceleros, pero sufrió la censura de la jerarquía franquista por otros motivos políticos que “provienen de estamentos superiores al aparato censor”.
Su último papel sería en Lola Montes, de Antonio Román, en 1944. Al casarse con el embajador español en el Vaticano, Ricardo Gómez Arnau, abandona el cine y la vida pública. Justa continuó en el mundo del doblaje en España, adonde regresó una vez pasaron los años más duros de la posguerra y fallecería con el nuevo siglo. Juanita, la pequeña de las Montenegro, se quedó en Brasil, donde moriría en 1985. En el caso de Conchita, se deshizo de todo cuanto tenía sobre su vida como estrella del cine. Por deshacerse, incluso se entregó su cuerpo a la ciencia una vez muerta. “Un último acto de absoluta coherencia”, recuerdan Aguilar y Cabrerizo, para una mujer que, después de vivir sin respiro, hizo de la desaparición algo más que una declaración de intenciones.