Mani Kaul durante el rodaje de Dhrupad (1982).

Mani Kaul durante el rodaje de Dhrupad (1982).

Cine & Teatro

Mani Kaul, extrañeza del cine indio

La Filmoteca de Cataluña y Xcèntric redescubren el cine del director asiático, cuyos escritos sobre el séptimo arte acaban de ser publicados por la Asociación Lumière

8 abril, 2021 00:00

En paralelo al extraordinario ciclo que la Filmoteca de Cataluña y Xcèntric han dedicado a inicios de este año a Mani Kaul, la Asociación Lumière publicaba los escritos teóricos del cineasta indio (Escuchamos y vemos y sentimos y entonces pensamos), un inesperado acontecimiento editorial que nos ayuda a penetrar en una obra exigente y distinta mientras alivia algo la pena por no haber podido asistir a las proyecciones de un evento que con dificultad se volverá a repetir. Con Kaul, como comentaba Gonzalo de Lucas, uno de los organizadores del ciclo, se sortea ese estilo unificador con el que los festivales y el circuito del arte y ensayo de autor llevan décadas igualando el cine del mundo, y, como antaño, frente a los trances visuales y sonoros de un Paradjanov, debemos asumir la distancia cultural sin por ello renunciar a la invitación, a la aventura, de participar en un exceso sensorial y mental que renueva nuestras relaciones con las imágenes: ya no clichés, convenciones o simples vehículos comunicativos sino lugares densos desde donde interrogar al mundo y a nosotros mismos.

A aceptar lo otro y lo diverso, al cinéfilo europeo le ayuda, en este caso, que, junto al compatriota Ritwik Ghatak –el gran cineasta y profesor que, desde las antípodas estilísticas, le transformara vital y profesionalmente, inculcándole asimismo la importancia del proceder teórico, el efecto clarificador de rumiar, pensar y poner por escrito lo que se experimenta en la práctica del oficio–, la principal influencia de Mani Kaul fuera Robert Bresson. Es decir, si el cineasta indio, con su frontal oposición a la hegemonía del guión y su constante denuncia del aparato ideológico de base –la cámara oscura y la naturalización de la perspectiva– bajo el invento mecánico de los Lumière, encajaba a la perfección en el clima reivindicativo que siguió a Mayo del 68, su vínculo francés venía de lejos; sería posbélico, de cuando Bresson, antes de la aforística esencial de sus Notas sobre el cinematógrafo, regresara al origen de la máquina para reanimarle otras vías expresivas. 

El cinematógrafo bressoniano, la práctica de la yuxtaposición de fragmentos, de la toma irrepetible y bajo un único ángulo que sólo a posteriori, en el engarce de la secuencia, cae en el significado, inspirará el cine de Kaul desde la inaugural Uski Roti (1969), donde las decisiones férreas y de corte estructural –el juego y las variaciones con lentes de enfrentada distancia focal según se quisiera transmitir la exterioridad circundante o la interioridad atormentada e idealista de la mujer protagonista– reforzaban la idea de plano ya no como el efecto de una mirada, de una descripción o conceptualización, sino como una realidad de sensación, un segmento preverbal que el espectador debía completar dentro de su cabeza: la narrativa desangrada por la autonomía de los gestos. 

Así, Kaul hablará en sus escritos de una imagen neutral que está en proceso de formación y que, por eso, los intervalos que genera en su concatenación ya no responden a una lógica racional –como en el clasicismo hollywoodiense– o dialéctica –como en algunas poéticas soviéticas– sino que permiten pasajes irracionales, un clima de indefinición que hace dudar del estatuto de lo que se muestra, pues su flujo va más allá de la palabra al hilo de los desarrollos argumentales de una mujer sometida que habita entre la realidad y el deseo.

Este apego, esta fe en el menos es más del cineasta francés, no desembocó en copia ni en imitación –hay en las entrevistas a Kaul, como pronto veremos, bellos pasajes didácticos sobre la necesidad de hallar en el error y la traición a los maestros idolatrados un lento camino propio–, y su desvío bressoniano le sirvió a fin de cuentas para ser más genuinamente indio. Es decir, su oposición al canon de la perspectiva que ordena el tiempo y el espacio según la narrativa y el encuadre, lo conducirá al rastreo de las raíces en las formas pre-cinematográficas del arte que lo rodeaba: pintura de miniaturas, tradiciones musicales clásicas, literatura popular y folclórica de base oral. 

El cineasta desea así renovar los vínculos con estas artes predecesoras, sin caer en las habituales relaciones parasitarias. Fue a partir de una de sus películas más sobrecogedoras, Duvidha (1973), al abrazar de nuevo cierto amateurismo (cámara Bólex, rodaje en familia basado en una experiencia previa con personas y lugares) después de los primeros pasos en una industria que lo abocaba a las imposturas del cine de autor, que Kaul atisba la posibilidad de dialogar en su cine con la pintura y la música, artes éstas en las que previamente se había ejercitado. 

En esta alegoría de raíz folclórica y esencia cinematográfica (el tema del doble, de la vida de los espectros y la proyección que vertemos sobre ellos, del vértigo ante la imposibilidad última de someter las apariencias), Kaul arrincona los peajes de la dramaturgia para abrirse a valores plásticos (el color y la parada del fotograma) y temporales (improvisaciones singulares sobre un marco rígido y ritualístico) que participan de un entendimiento íntimo entre artes que ya no puede estar previsto en guión alguno, adaptado o formulado desde el prejuicio previo al proceso real de creación, donde la película va poco a poco encontrando su propia forma. Justo por esto calificó Satyajit Ray el estilo de Kaul en Duvidha de frágil y caprichoso: ahí donde el maestro esculpía sus potentes imágenes desde la centralidad de la mirada, el alumno desobediente empezaba a intuir que su futuro pasaba por dejar de mirar por el visor y filmar con el cuerpo, con la cámara como una extensión de la respiración y los ritmos propios. 

Hablando de Dhrupad (1983), su película sobre dos músicos de esta forma clásica del Norte de la India que se remonta al siglo XIII, una música sin notación, compuesta por tonos ascendentes y descendentes que acogen variaciones dentro del conjunto compositivo del raga, Kaul aclaraba tanto la naturaleza de su vínculo con este arte como lo que había absorbido de su pedagogía: una música transmitida oralmente –es decir, que sólo se aprende mediante la práctica y la escucha atenta– que alienta la singularidad, el ejercicio de la disonancia, la vocación a través de la repetición. Así resumía el músico el proceder correcto ante el alumno reincidente en la equivocación: “Lejos de impacientarte con él, debes tratar de entender por qué insiste repetidamente en cometer ese error. Cuando no está cometiendo ese error, me está imitando, y no es nadie. Cuando está cometiendo el error, es él mismo, y debes construir sobre eso”.

Podría decirse que los maestros confesos de Kaul, Ghatak, Bresson o Tarkovski –también el Rudolf Arnheim de Film as art (1933), uno de los pocos libros que el principiante pudo encontrar cuando se decidió a estudiar cine–, lo ayudaron a perseverar en sus errores, ya que su cine no se parece en casi nada al de aquéllos. Igualmente, puede pensarse, como lo hace el crítico Arindam Sen, que todos contribuyeron a su posicionamiento contra las jergas del realismo. Si en Occidente la historia del cine se cuenta según el paso del documental a la ficción, de la imagen cruda y policéntrica a la compuesta y guiada según reglas compositivas y anhelos lingüísticos, Kaul optó en la India por echar un pulso a ese potente brazo y doblar su dirección; en su cine las técnicas documentales llegarán para establecer una dialéctica liberadora respecto de las primeras ficciones, pero este cambio de paradigma no se sigue de una voluntad de más real, pues el realismo es el mismo: el espigueo de reflejos del mundo, sin la imposición de la narrativa lineal, le permite al cineasta sacudirse las convenciones y comprender su práctica como un trabajo de futuro. 

Así, Kaul sería baziniano no porque piense que el cine, en su mecánica registradora, actúe como asíntota de la realidad, sino por asumir que su existencia precedió a su esencia, que el cine aún no ha llegado, que es preciso alcanzarlo. Es de este modo como hay que ver algunas de sus películas más arriesgadas e inolvidables, en formato de largometraje, como Mati Manas (1985), o en menos de veinte minutos, como el caso de Arrival (1980). Ahí donde el cineasta se subsume en lo colectivo, se deshace en un equipo de filmación, que, atento a lo condenado a desaparecer –sean, por ejemplo, artesanos de la terracota, tejedores, pescadores o titiriteros– busca en su vigorosa preservación, en la arqueología y entrelazado de estas maneras de resistencia, revelar al espectador un camino de emancipación: la comprensión de que en un espacio social conviven tiempos variados, a veces incluso en pie de guerra, y que la extinción de las tradiciones y formas de vida más ancestrales bajo la ley del más fuerte estrecha nuestras capacidades sensoriales e intelectuales, obtura el montaje de nuestro porvenir.