Tavernier, el respeto y la celebridad
El director francés, que ejerció una labor encomiable como teórico y crítico de cine, fue un realizador de películas de altísimo estilo que pagó cara su independencia artística
1 abril, 2021 00:00Un clochard parisino conoce una noche a un músico flaco que toca el saxo en el Blue Note y empieza una amistad entre ambos que tiene como retablo la historia del jazz, nacido de la música negra y de las grandes migraciones, empujadas por la miseria. El músico es Dexter Gordon, uno de los grandes saxos tenores de la historia del jazz, que entabló una relación creativa con el director de cine francés, Bertrand Tavernier. El desenlace de aquel encuentro es la película Alrededor de la medianoche (1986), cuyos encuadres son una versión crédula del Paris blues de Martin Ritt, con el dúo Paul Newman-Sidney Poitier, rodada un cuarto de siglo antes, con la colaboración de Louis Armstrong y Duke Ellington. La cinta ha sido recordada también como una versión del cuento de Cortazar, El perseguidor, la historia de un saxofonista –aquel Johnny Carter, a medio camino entre la lucidez y la autodestrucción– del que nunca sabremos si estaba inspirado en Gordon o en el superlativo Charlie Parker.
Tavernier, un intelectual convertido en el cineasta que narró la imagen de la Francia pobre, era un enamorado de la música, pero se sentía hombre de letras por vía paterna; era hijo del escritor, René Tavernier, editor de la revista Confluences, enrolado en la Resistencia y convencido de que las palabras son más peligrosas que las balas. Un día, haciendo honor a su pasado, Bertrand cruzó su cine con la mejor ficción, al inmortalizar al inspector Maigret de Georges Simenon, en la película El relojero de Saint Paul, versión en el celuloide de El relojero de Everton, escrita por el maestro belga de la serie negra. Y no hace falta recordar que, en la cinta de Tavernier, el gran Phillipe Noiret, el sabueso de Francia, hizo el papel de Maigret.
El director de cine murió el pasado jueves en Sainte-Maxime dans le Var (Costa Azul); en su despedida, Le Monde recordó que el director, junto a su exesposa, Colo Tavernier, recibió el César por Un dimanche à la champagne, un homenaje a Jean Renoir, además del Oro en Berlín por La carnaza. Horas después del deceso, en La Croix, un periódico católico y franciscano (del papa Francisco), pudimos leer algo más humano sobre el gusto del director por la cocina y la literatura.
Al mandarinato galo le ha costado reconocer que un hombre como Tavernier pudiese encaramarse junto a los popes de la Nouvelle Vague que le precedieron. Pero por encima de las convenciones, el país vecino fue testigo, en las dos últimas décadas del siglo pasado, de su mejor etapa como director: La muerte en directo (1980), La vida y nada más (1990), Ley 627 (1992), La hija de d’Artagnan (1994), La carnaza (1995), Capitán Conan (1996) y la ineludible Hoy empieza todo (1999). Un periplo indiscutible tras el que quedó algo arrinconado por no pertenecer a ninguna de las corrientes en boga. Él lo resumió con esta frase que le sirvió de colofón al recibir, en 2006, el Premio Honorífico en la Mostra de Venecia: “Soy más respetado que celebrado y me siento más reconocido fuera de mi país”.
Tavernier ha llevado a cabo gran parte de sus aportaciones a la cultura del cine, ejerciendo de crítico en medios como Cahiers du Cinéma, Cinéma, Positif o Présence du cinéma. Su balance como el responsable de la mejor crítica de cine de Francia no necesitó presentaciones eximias para dejar claro su alto estilo como realizador. Ha pagado el peaje de su absoluta independencia y se ha ido sin demasiadas alharacas, aunque, en el último momento, el anuncio de su fallecimiento por parte del Institut Lumière de Lyon enmudeció a Francia entera en señal de respeto.
Su trayectoria profesional puede considerarse unida a la llamada escuela del desencanto, con un puesto reservado junto a los más grandes, como Nerval o Gautier, por su capacidad de evitar el romanticismo facilón y dar la espalda al optimismo humanitario que pasa de refilón por los problemas cotidianos. Tavernier ha sido sinónimo de autenticidad; su cine es la desolación de la verdad destinada a superar el paso del tiempo. Su rigor intelectual ha actuado como una forma de reluctancia, un inconformismo marcado por la ética del jansenismo, el cristianismo ateo, que la Ilustración impregnó para siempre en las vanguardias.
En plena caída del gaullismo y con la desaparición de André Malraux, el cine francés alternó la lenta extinción de maestros, como Truffaut o Godard, con las aportaciones discontinuas de figuras como Claude Chabrol o la novelista Margarite Duras. Fue el momento Tavernier, el surgimiento de un estilo singular interrumpido en parte por la victoria socialista en 1980, inclinada hacia la creación de un cine público capaz de frenar el desafío comercial de la televisión y el poder de las grandes productoras norteamericanas.
Entre el proteccionismo de la industria del cine desatado por el exministro de Cultura Jack Lang y la restauración de la Francia de Orleans, tras la victoria en 1996 de Valery Giscard d’Estaigne, el cineasta mostró su individualidad impertérrita, su republicanismo rotundo de ciudadano libre, muestra de su equidistancia. Sin caer en denuncias explícitas, sostuvo el compromiso: mostró las desigualdades sociales de la province que no fueron capaces de mitigar ni la izquierda ni la derecha. Al hilo de este argumento, Hoy empieza todo es posiblemente lo mejor de su carrera, la película basada en el drama de un profesor de guardería enfrentado a todos para que las cosas cambien; es una mirada sosegada, pero casi cruel, en la puerta de entrada del desmadre populista actual; un alegato sin palabras contra el cine social del realismo historicista y contra la izquierda cursi, amiga del melodrama.
Su primer trabajo para el séptimo arte fue como asistente de dirección de Volker Schlöndorff, en el cortometraje Wen kümmerts? Posteriormente, trabajó con directores como Godard, Jean-Pierre Melville o Éric Rohmer, y con los grandes actores franceses: Romy Schneider, Michel Piccoli, Nathalie Baye, Isabelle Huppert, Jean Rochefort o Sophie Marceau. Al final de su carrera, su última entrega como director, en 2017 es el documental titulado Las películas de mi vida, en el que abordó sus principales influencias y los momentos cenitales del cine francés; la cinta derivó en una serie de éxito, titulada Voyage à travers le cinéma français, emitida en 2018 por France 5.
La herencia Tavernier, cimentada por una treintena de películas y cortos, toca todos los palos del arte narrativo: la comedia (Daddy Nostalgie), el cine bélico de Capitán Conan, una revisitación de la Batalla de Verdún de la Gran Guerra, situada esta vez en los Balcanes como recurso de ficción, y narrada anteriormente en Senderos de gloria, sobre la piel de Francia por Stanley Kubrick y Kirk Douglas. En esta recopilación también vale el cine político de Crónicas diplomáticas, una parodia a la diplomacia francesa con doble dosis de morbo: los chistes sobre el ex primer ministro Dominique de Villepin y la presencia de Julie Gayet, presunta amante del ex presidente François Hollande. Sin olvidar el espionaje (L.672) o el cine histórico, con La princesa de Montpensier, una adaptación muy lograda de una novela de Madame de Lafayette sobre la vida de Marie de Mèzières, consorte de Montpensier, dramáticamente enamorada del Duque de Guisa, el Acuchillado.
Tavernier se va por la misma puerta por la que entró. Ha enriquecido la narrativa del celuloide casando novela y rodaje como la hizo en la citada, El Relojero de Saint Paul, la versión animada de Maigret, templo de la ficción en el mundo de la intriga; El director francés nos recuerda que Simenon conmovió a los Países Bajos con la misma intensidad que lo hizo en Gran Bretaña otro belga universal, Hércules Poirot, el detective de Agatha Christie. El primero en las figuras de Bruno Cremer o de Noirot y el segundo en la de David Suchet, ambos con triunfos tardíos en sendas series televisivas de enorme éxito; Maigret rotundo en el acopio de pruebas periciales y Poirot deductivo y llevado por una mente brillante sobre la arquitectura narrativa del cine de intriga.
Su cine negro no lleva el visado del jarrón veneciano, sino que también trasladó su mirada hacia la vida diaria de un brigada antidroga en una comisaría de París, en Salvoconducto (2002) y tuvo incluso tiempo de proyectar su atención sobre la exótica Camboya en La pequeña Lola (2004). Tavernier vivió confortablemente como pegado a la moral convencional; vivía como un esteta bajo el color de la Aurora y cavidad sin matices del sol; reclamó conocimiento y sentido de la medida, pero no ha sabido sino aproximar adeptos a la libertad de reacción y culto, un mendrugo para el Elíseo, la sala de máquinas, no el puente de mando, de una Francia desnortada.