Jean-Pierre Melville, placeres solitarios
La editorial Capricci recupera el mítico y descatalogado libro-entrevista que Rui Nogueira dedicó al gran cineasta francés poco antes de su repentina desaparición
12 marzo, 2021 00:10El libro definitivo sobre Jean-Pierre Melville no nació con el afán testamentario que las circunstancias le adhirieron, aunque tras el súbito fallecimiento del cineasta fuera inevitable leer la larga entrevista con Rui Nogueira –publicada en Seghers en 1973 y luego por Cahiers/Éditions de l’Étoile en 1996– en clave premonitoria. Pero si uno se abstrae del contexto, Le cinéma selon Jean-Pierre Melville sigue sin parecer el libro de un cineasta “en la mitad del camino de la vida”, más bien las confesiones de alguien con el pie en el estribo, igual que la que fuera última película, Un flic –que en el libro irrumpe en un improvisado capítulo firmado por el colega Philippe Labro, con quien almorzaba Melville el día de su fatal infarto–, marcaba un azulado límite de afilado despojamiento tras el que resultaba difícil pensar en reverdecimientos.
Quizás lo que hoy en día más sorprenda de todo esto es la manera con la que Melville implica al propio cine en esta ubicua pulsión de muerte, ya que cerca del final del libro augura la desaparición del medio en el fatídico 2020, aderezando el certero presagio con el convencimiento de que la defunción iría a la par de una televisión todopoderosa. Por otro lado, la vida y la práctica artística del cineasta no permitían esperar mensajes especialmente alentadores, pues Melville, conservador, nostálgico y autosuficiente, siendo el más radical anunciador de lo nuevo –un modelo de integridad y disciplina en el margen industrial que señalara el camino a los jóvenes turcos de la Nouvelle Vague– encarnó en su cine un universo interior atormentado que soñaba las películas como viáticos que sustentaran el penoso peregrinaje por la vida.
Contemporáneamente al libro de Nogueira, André S. Labarthe realizaba un parecido encuentro con Melville, éste fílmico, para la serie Cinéastes de notre temps, y en éste Portrait en neuf poses, feliz como un niño grande con su caricatura, el misántropo de las sempiternas gafas oscuras llegaba a explicar la invención de unas contraventanas que por fin lo aislaban del todo en su casa de campo, y cómo el sol que anunciaba el día ya no podía interferir en las solitarias tareas de escritura y montaje con las que pautaba su eterna noche creativa.
En este oscuro útero melvilliano no resulta complicado percibir en toda su gravedad la necesidad de vivir dentro del cine, una búsqueda del escondite y del paraíso artificial que subraya la vocación primera del francés, la de exigente espectador, la de cinéfilo curtido en el legado hollywoodiense, de la que brotó el resto: capacidades de concentración y observación que lo convertirían en el decisivo cineasta que fue; también el ensueño de independencia, que le llevó a transformar una fábrica abandonada de la calle Jenner en el estudio de cine donde rodaría sus películas hasta el incendio de 1969 del que nunca llegó a recuperarse.
Melville, que, como le gustaba decir, fue “bressoniano antes de Bresson” –siempre creyó que su adaptación de Le silence de la mer de Vercors inspiró a Bresson su personalísimo estilo en la traslación del Bernanos de Journal d’un curé de campagne– les comenta a Nogueira y a Labarthe que fue huyendo de la poesía, de aquel off lírico de Vercors y del trato con Cocteau para la puesta en escena de Les enfants terribles, como encontró verdadero su camino.
El miedo a la etiqueta de intelectual y la búsqueda de la aceptación por parte del gremio profesional del cine son los argumentos que esgrime, pero su paulatina dedicación y final maestría en géneros populares como el thriller y el cine negro o de gángsters tiene que ver con esa experiencia original que ligó su destino al de Bresson. Ambos fueron, desde luego, extraños satélites de la modernidad y su afinidad debe rastrearse en la oposición a los usos habituales del modelo narrativo hegemónico.
Ahí donde Bresson regresaba al cinematógrafo (una vuelta al origen, al aparato, para mejor combatir al cine) con la intención de aplastar la imagen y ponerla en pie de igualdad –o de inferioridad– respecto al sonido, con el plano devenido en pieza más allá de la obligación gramatical y el actor en modelo desapasionado, Melville aplicaba un parecido materialismo y afán de economía expresiva pero se distinguía por su creencia en la dirección de actores y por su trabajo con la star, con ese intérprete popular habitado por un esquivo suplemento de presencia.
Desde su amor por los actores del cine clásico, desde el convencimiento de que habían sido ellos los que en la mayoría de los casos dieran el estilo a las películas y singularizaran a los distintos estudios de Hollywood, Melville aprende a convertir a los suyos en imagen, a multiplicar su alcance fantasmático, ya que, como le confiesa a Nogueira, “si tienen la suerte de tener el mejor trabajo del mundo, no se pertenecen”, son del espectador. Y antes, podríamos añadir nosotros, del cineasta, el primer voyeur que asiste al milagro de la encarnación.
Melville fue el gran alquimista del cine francés, capaz de transmutar rostros populares como el de Delon, Reggiani, Ventura o Bourvil en visiones misteriosas, como percibidas por primera vez, desprendidas de los clichés y la sobreexposición, receptáculos de deseo puestos en movimiento por esa secreta ceremonia que es toda película. Esta tensión, subterránea al ilusionista tras el telón y al intérprete “que pierde su sombra”, queda subrayada cuando el actor silente, poco más que un reflejo enmudecido, se interroga a sí mismo frente al espejo: un momento melvilliano que recorre toda su filmografía, algo así como una imagen en el diván.
En la denostada Un flic –hasta Nogueira reconoce la ceguera prejuiciosa que le impidió ver en su día la importancia de la película–, cuando, tras media hora desde el anuncio de su nombre en los créditos, aparece –con el rubio moño hitchcockiano por delante– Catherine Denueve para espiar a Alain Delon, que toca el piano y hace por no advertirla, sentimos en el juego de miradas todo el arte de Melville con los actores: por un lado, el rostro de Deneuve como una placa que, al hilo del legendario efecto Kuleshov, cambia sin que las tomas que nos lo presentan difieran demasiado, según le acerquemos el plano de Delon al piano; una placa en la que delirar un mundo interior.
Por otro, la posibilidad del intercambio, del cruce de miradas, que señala la convención, –pues en realidad miran al off, a la bambalina del rodaje–, el doble actor/personaje como cimiento del arte interpretativo y gestor de esa otra doblez –la de la traición– capital en los universos de ficción de Melville, quien cierra el círculo sobrevolando todo este tejido que descubre, primero sobre el papel, luego en la mesa de montaje, como testigo privilegiado, único, en la noche estanca de su soledad a cinco (él, su esposa y tres gatos).
Estos vínculos alquímicos afianzan el hechizo por el que el cine se presenta como el único hogar posible del demiurgo noctámbulo que decora sus películas con atrezzo norteamericano. No nos referimos a anhelo escapista alguno, aunque el cine de Melville sea uno de exquisita estilización con respecto a las superficiales pieles docudramáticas, sino a la voluntad de modelar un mundo otro donde las vivencias más íntimas, extraídas del recuerdo, se espesan como invocadas por una necesidad no exenta de masoquismo según la cual el descenso a la juventud pletórica –el momento de la máxima virtualidad– exhibe su pureza precisamente a partir de su condición de tiempo condenado.
Después de la experiencia en los bajos fondos, la guerra y la Resistencia, Jean-Pierre Grumbach asumió que Melville –el apodo durante la contienda, nacido de la pasión por el autor de Moby Dick– era la piedra de toque en la que calibrar la vida pasada y futura. Así, del buceo en aquella coyuntura, directamente en Le silence de la mer de Vercors o en L’armée des ombres de Kessel, o indirectamente en el cine policiaco (de Le doulos a Le cercle rouge, pasando por cimas como Le deuxième souffle o Le samouraï), donde el hampa y la ley, las organizaciones criminales y las fuerzas del orden, acusan la influencia del pasaje por la Gestapo, el colaboracionismo y la lucha clandestina, se extrae una moral estructural básica –el hombre, o miente, o calla y muere– propia de una comprensión pesimista de la condición humana.
El drama del combatiente –sólo en la guerra el hombre es solidario, sólo allí la amistad existe, como le apunta Melville a Nogueira tras enfrentarse a Le chagrin et la pitié de Marcel Ophüls– se encabalga así al del cinéfilo tras la inmersión en el universo decantado y severo; suficiente para establecer un significativo paralelismo: la desmovilización, el regreso a la vida civil, sería parangonable a la salida de la sala, a la vuelta a la cronología tras abandonar el crisol de tiempos que acoge la pantalla.
Es ahí donde Melville vivió de verdad, dentro del cine, donde tuvo lugar el peregrinaje nostálgico que le llevó a perfilar lo visto y experimentado –aquellos “bienvenidos malos recuerdos” que recuperaban “su juventud lejana”, en las palabras del poeta Georges Courteline que abren L’armée des ombres–, envolviendo con la memoria a los amados actores para, a través de ellos, vivir esas otras vidas que pasaron y pasan al costado, sacrificadas, miserables o heroicas, esas que, antes que el espectador, el cineasta repasaba en la moviola, único testigo a espaldas del mundo.