La última mirada de Buñuel
El cine del director aragonés, donde la cultura católica ancestral se mezcla con la ultramodernidad de la vanguardia, describe todas las urgencias de nuestro presente
2 marzo, 2021 00:00“Las trompetas del Apocalipsis suenan a nuestras puertas desde hace unos años, y nosotros nos tapamos los oídos. Este nuevo Apocalipsis, como el antiguo, corre al galope de cuatro jinetes: la superpoblación (el primero de todos, el jefe que enarbola el estandarte negro), la ciencia, la tecnología y la información”. Esta reflexión profética de Luis Buñuel al final de Mi último suspiro (1982) sirve para hacerse una idea de cuál era su clima mental en su vejez, cuando rodó un ciclo de películas francesas, escritas con Jean-Claude Carrière, que, vistas hoy en día, constituyen una de las meditaciones más poderosas y arriesgadas sobre lo que iba a ser el mundo del siglo XXI.
Sorprende y admira comprobar hasta qué punto Buñuel se dio cuenta de todas las urgencias que iban a determinar la política del futuro, dando testimonio de que, efectivamente, el surrealismo había sido “la última instantánea de la inteligencia europea”. La inaudita libertad de la que gozó en sus últimos años –gracias sobre todo al amparo y la tolerancia del productor Serge Silberman– le permitió experimentar con la misma radicalidad con la que se había desfogado en los años veinte, pero ahora con una sabiduría y un conocimiento sedimentados a lo largo de muchas décadas de trabajo marginal, siempre independiente, ambicioso y genuino.
El milagro de la obra de Buñuel es el producto de la feliz aleación entre la cultura católica ancestral en la que se educó y la ultramodernidad de la vanguardia francesa de su juventud. El surrealismo le proporcionó un método y un lenguaje para poner en tela de juicio todos los dogmas en los que se había formado, incluidos los de la libertad y la justicia. Por eso en sus últimos años estaba aún alerta, con los ojos bien abiertos, ante los peligros que detectaba en el mundo y que se referían sobre todo a la masificación, el imperio de la tecnología, la progresiva desaparición del misterio e incluso el terrorismo. El último guión que escribió con Carrière y que por desgracia ya no pudo rodar, por falta de fuerzas, se titulaba Agón y al parecer abordaba la complicidad entre ciencia, terrorismo e información, el trípode sobre el que descansa nuestra sociedad actual.
Volver a ver, por ejemplo, Ese obscuro objeto del deseo (1977), la última película que rodó, es ahora una experiencia probablemente mucho más turbadora que en su día. Buñuel contó más de una vez que en una ocasión, en París, en los años sesenta, André Breton le comentó desolado que después de Auschwitz era imposible escandalizar y que la misión de los surrealistas ya no tenía ningún sentido. Hoy en día, sin embargo, nuestra sociedad ha vuelto a consagrar tantos tópicos ideológicos y tantas ideas supuestamente emancipadoras que de pronto la moral burguesa nos parece de una candidez enternecedora. Nunca el discurso público había estado tan vigilado y sometido a censura. La corrección del lenguaje ha llegado a tal punto de asfixia que toda expresión creativa tiene necesariamente que operar fuera de los límites de la información y el periodismo. Ese obscuro objeto del deseo vuelve a ser una película escandalosa, casi intolerable para nuestro tiempo, literalmente subversiva. En ese sentido, Buñuel también disparó contra algo que aún no veía pero que supo intuir.
La película –una adaptación libre de una novela de Pierre Louÿs– cuenta la obsesión sexual de Mathieu Faber, un viejo seductor, por Conchita, una joven y bella española de unos veinte años. Durante un viaje en tren de Sevilla a Madrid, Mathieu les explica a sus compañeros de vagón –entre ellos el inevitable enano de todas las películas de Buñuel– las razones por las que le ha tirado un cubo de agua a Conchita, que acababa de aparecer en el andén con un ojo morado para increparle. Mathieu ha tenido con la chica una relación masoquista y frustrante que ha culminado en una escena de violencia salvaje.
Desde que la conoció sirviendo en su casa de París, Mathieu, interpretado por un espléndido Fernando Rey, no puede dejar de pensar en Conchita, a la que persigue hasta el piso miserable en el que vive con su madre, tratando de seducirla e incluso de sobornarla. La chica a ratos se deja querer y otras veces huye hasta que al final decide entregarse pero no del todo, impidiendo –incluso mediante un rígido corsé de esparto– que Mathieu la posea. Ella disfruta atormentándolo, le detesta pero al mismo tiempo le necesita e incluso llega a conseguir que le compre una casa en Sevilla, de la que en el último momento, cuando ya tiene la escritura y las llaves, le echa para exhibirse con su joven amante a través de la verja del patio. Al final, Mathieu, harto y asqueado, le da una paliza tremenda.
En un principio, Buñuel empezó a rodar con Maria Schneider, pero al cabo de unos días se dio cuenta de que la actriz no daba en el papel. Bastante abatido, le dijo a Silberman que sintiéndolo mucho no podía hacer la película. Hasta que un día, tomando un dry-martini, deprimidos los dos, Buñuel de pronto le soltó al productor, casi como una broma, que quizá el papel de Conchita podrían interpretarlo varias actrices, una idea que ya habían barajado con Carrière. Para su sorpresa, a Silberman la ocurrencia le pareció idónea y así fue como Ángela Molina y Carole Bouquet, dos figuraciones supremas de la belleza humana, salvaron el rodaje.
La destreza con que Buñuel impone al espectador la dualidad física del personaje es asombrosa. Desde el primer momento uno se acostumbra a la anomalía, que aún se complica más si tenemos en cuenta que una tercera actriz dobló la voz de las dos, con lo que das Weib adquiere una dimensión trinitaria e infinita. Ahí se demuestra hasta qué punto Buñuel supo explotar mejor que nadie las virtualidades del cine como un lenguaje artístico nuevo, algo que en muchos aspectos quedó abortado con la invención del sonoro. No sólo atentó deliberadamente contra la clásica legislación del argumento y la historia –lo que Ferlosio llamaba el “derecho narrativo”– sino que supo entender cuáles eran las ventajas de la imagen para explorar determinados estados de la conciencia, entre los que el deseo es sin duda uno de los más consistentes visualmente.
Ya en Belle de Jour (1967), Buñuel había explorado el problema de la fantasía sexual, hasta el punto de que lo imaginado, en esa película, termina por invadir toda la realidad hasta transformarla y destruirla, como queda patente en la última y desconcertante secuencia, cuando la momentánea restauración de la normalidad se ve de nuevo suspendida por el cascabeleo del carruaje que atrae a Catherine Deneuve al balcón, devolviéndonos al escenario de la fantasía con que se inicia la película. Lo fantástico queda así definitivamente asociado a lo real, de lo que pasa a formar parte de un modo mucho más íntimo e inextricable de lo esperado.
En Ese obscuro objeto del deseo, la frustración de Mathieu viene a reincidir en un motivo que recorre buena parte de la filmografía de Buñuel y que tiene que ver con la imposibilidad de llevar a cabo una acción, ya sea predicar el Evangelio en Nazarín (1958), salir de casa en El ángel exterminador (1962), peregrinar a Santiago en La vía láctea (1969), cenar en El discreto encanto de la burguesía (1972) o liberarse en El fantasma de la libertad (1974). La naturaleza ilusoria de la libertad, tanto en el ámbito político como en el sentimental o el creativo, fue de hecho una de las constantes preocupaciones artísticas de Buñuel.
La relación masoquista entre Mathieu y Conchita, además de actualizar la vieja pasión del director por Sade, ilustra de una manera descarnada y valiente cómo funciona la mente masculina frente a un envite del deseo. Hace unos años, Michel Houllebecq comentaba en una entrevista que la palabra masculina ya no existe y que ya nadie sabe exactamente lo que piensan los varones, que habrían decidido callar para dejar hablar a las mujeres. Buñuel, en su última película, dejó hablar todavía al varón, al mismo tiempo que recreaba dramáticamente la pregunta a la que Freud dijo no haber encontrado respuesta: “Was will das Weib?” (“¿Qué quiere la mujer?”). En ese sentido, la historia de Mathieu y Conchita sirve hoy para desarmar una de las ilusiones de nuestro tiempo y que tiene que ver con la presunta independencia de los sexos, como si el género pudiera emanciparse de una condición que por sí misma nos subyuga y nos relaciona a todos. Como tantas veces en la vida, Conchita y Mathieu se condenan mutuamente sin que el espectador pueda llegar a determinar con seguridad quién es el verdugo y quién la víctima, perdidos los dos en la locura de la necesidad engendrada por el azar que los unió.
Pero más allá de eso, el amour fou de los protagonistas se desarrolla a lo largo de la película en un mundo absurdamente sacudido por atentados terroristas. Desde el principio, se oye hablar de extrañas y delirantes organizaciones, religiosas o políticas, que están poniendo bombas en todas partes. La película, de hecho, empieza y acaba con un atentado. Y cuando Mathieu consigue llevarse por fin a Conchita a su casa de campo a las afueras de París, su primera y mortificante noche juntos ocurre a la luz de las velas porque poco antes un sabotaje terrorista ha destruido el tendido eléctrico. En varias escenas, además, se ve cómo Fernando Rey lee compulsivamente periódicos que termina lanzando asqueado. En las terrazas hay transistores que dan constantes boletines informativos. Y al final, Mathieu, desayunando en el jardín de su casa, oye por la radio la noticia de que un extraño virus que los científicos no pueden neutralizar se está expandiendo sin control en Barcelona, un detalle que hoy nos deja atónitos.
Buñuel, que vivió la epidemia de 1918 en la Residencia de Estudiantes de Madrid, fue muy sensible, como todos los surrealistas, al imaginario apocalíptico. Al final de sus memorias llega a decir lo siguiente: “Me impresiona tan intensamente la explosión demográfica que con frecuencia he dicho –incluso en este libro– que sueño a menudo con una catástrofe planetaria que eliminase a dos mil millones de habitantes, aunque estuviera yo entre ellos. Y añado que esa catástrofe no tendría sentido ni valor a mis ojos más que si procediera de una fuerza natural, terremoto, epidemia desconocida, virus devastador e invencible”.
Su presciencia fue en este aspecto casi inverosímil. La sociedad que imaginó en sus últimas películas está acosada por la información, desbordada por los residuos, la tecnología y la superpoblación, espiritualmente desahuciada y expuesta constantemente al caos y la catástrofe. Como él mismo dijo, el surrealismo le había servido para darse cuenta de que la justicia y la libertad no existen, pero al mismo tiempo le había procurado una idea muy sólida y ferviente de la solidaridad, que era lo único que podía salvarnos. Pensemos en la última escena de Nazarín, cuando Paco Rabal acepta, tras un primer rechazo, la piña de la mujer y sigue su camino, mientras retumban los tambores de Calanda.
La última secuencia de Ese obscuro objeto del deseo es un prodigio. Cuando Mathieu termina el relato de su historia, vemos cómo Conchita ha logrado subir al tren y aparece en el vagón cargada con un cubo de agua que le devuelve a su querido maltratador. Mathieu luego la persigue hasta un lavabo y así el cuento parece no acabarse nunca. En la última escena, los dos aparecen en un pasaje comercial de París, el Jouffroy, donde está el Hotel Ronceray, en el que a Buñuel le gustaba pensar que sus padres le habían engendrado durante su luna de miel. El director sabía que aquella iba a ser su última mirada y puso especial cuidado en componerla. De hecho, una vez terminada la película, pidió volver a filmar toda la escena porque no había quedado satisfecho con el resultado. Quería dejar claro, sobre todo, que la relación entre los dos protagonistas en ningún caso se había resuelto y que la tortura continuaría hasta el fin de los tiempos.
Mathieu y Conchita –Carole Bouquet– pasean tranquilos y risueños por el pasaje comercial y de pronto Mathieu ve algo en un escaparate que le llama la atención. Es una zurcidora que está cosiendo un desgarrón en una prenda de encaje ensangrentada. Los dos se quedan mirando la escena, con las manos entrelazadas. Él parece más absorto que Conchita, que mira sin prestar demasiada atención. La imagen de la mujer cosiendo recuerda a La encajera de Vermeer, un cuadro que ya había aparecido en Un perro andaluz (1929), su primera película, justo después del ojo rasgado. Carrière solía decir que aquí Buñuel estaba suturando la herida abierta con la que había iniciado su carrera, uniendo el principio con el final. Pero en toda la secuencia late un enigma que desborda cualquier interpretación absoluta.
Otra de las preocupaciones de Buñuel –ya lo hemos comentado–, sobre todo en su obra tardía, fue la desaparición del misterio y la hegemonía de la lógica y de la ciencia. Un personaje de La vía láctea, que parece hablar en su nombre, dice en un momento: “Todo este culto a la ciencia y la tecnología va a terminar por hacerme creer en esa absurda idea de Dios”. Lo inefable, incluso en su vertiente paródica, aparece una y otra vez en sus películas. En Belle de Jour se muestra una caja cuyo contenido nunca se revela y que repugna a todas las prostitutas menos a Catherine Deneuve. En El ángel exterminador no hay ninguna razón por la que los personajes no puedan salir de la casa. Y aquí hemos visto cómo la zurcidora ha sacado la prenda de encaje de un saco que parece ser el mismo que en algunas escenas Mathieu acarrea sin que sepamos por qué ni qué hay en su interior. Al mismo tiempo, mientras la pareja contempla a la mujer cosiendo –interpretada por cierto por la primera esposa de Carrière, Auguste– se oye un boletín de noticias por un altavoz que anuncia una ofensiva terrorista de varios grupos de extrema izquierda –todos con siglas a cual más absurda– coordinados por el GAREJ (Grupo Armado Revolucionario Eterno Jesús).
Se habla de un arzobispo que está en coma por un atentado. Mathieu y Conchita, sin embargo, no escuchan las noticias sino que miran a la zurcidora haciendo su labor, una última hierofanía en un mundo devorado por el comercio, el ruido y la información. Mathieu, un flâneur momentáneamente iluminado, le dice a la joven algo que no oímos, otro recurso constante de Buñuel, que muchas veces suprime las explicaciones racionales mediante repentinos ruidos de coches o aviones que impiden conocer las causas de lo que ocurre, como la supresión de la anécdota en la poesía simbolista, una forma de atentar contra las convenciones narrativas, suspendiendo la acción y librándonos del truco de la intriga para dejarnos a solas con la pura manifestación del carácter.
En un momento, Conchita se cansa de mirar la escena y deja a Mathieu solo, con la palabra en la boca. En ese instante, el informativo termina y da paso a la música. Suena entonces un fragmento de La Walkiria de Wagner, un detalle significativo si tenemos en cuenta lo parco que fue Buñuel siempre con la música en sus películas. Mathieu va en busca de Conchita –ahora Ángela Molina–, que se vuelve para hablar con él. Ella parece haberse enfadado por algo. Él intenta cogerla del brazo y ella le rechaza bruscamente. Nada ha cambiado y la tortura prosigue hasta el fin de los tiempos, que llega en ese preciso instante con el estallido de una bomba. En apenas unos minutos, Buñuel logró condensar –y legarnos– toda una vida de atención.