Reinar después de morir
No hay prueba más contundente de que has logrado imponer tu visión del mundo que cuando tu nombre se convierte en un adjetivo, aunque tú no vivas para verlo, como fue el caso del Dante o de Franz Kafka. Luis García Berlanga (Valencia, 1921--Madrid, 2010) vivió lo suficiente para ver cómo cierta gente se refería a algunas cosas como berlanguianas, pero la consagración definitiva le llegó hace unos días, cuando la RAE admitió el adjetivo berlanguiano como término fetén del diccionario de la lengua española (el siguiente neologismo debería ser almodovariano si no quieren que Pedro se les rebote).
Como dantesco o kafkiano, lo berlanguiano se aplica a algo muy concreto. En este caso, a una determinada visión de la realidad española, tremendamente fiel al original, que los ciudadanos de este bendito país han reconocido como acertada. Yo diría que lo berlanguiano es una derivación tragicómica del esperpento de Valle Inclán que nos ha sido --¡y nos es!-- muy útil a los españoles para no arrojarnos por el balcón ante las consecuencias de nuestra peculiar manera de ser. En lo que afecta a nuestro cine, negados para la épica y los grandes presupuestos y no siempre finos con el drama, hemos encontrado en las tragicomedias filmadas de Berlanga un retrato nuestro muy parecido al original y que, en cierta medida, resultaba lenitivo. Es una pena que los adjetivos no puedan alargarse en exceso, pues para mí lo berlanguiano incluye la figura de su guionista habitual, Rafael Azcona (Logroño, 1926--Madrid, 2008), cuya visión de la realidad coincidía con la del valenciano, pero podía aplicarse a otros directores (pensemos en El pisito y El cochecito, que nuestro hombre escribió para el italiano Marco Ferreri).
A mí me gustan todas las películas de Berlanga y Azcona, pero hay una en concreto que se me antoja el retrato perfecto de una época determinada de la España reciente, La escopeta nacional (1978). Me resulta hipnótica, como he podido comprobar cada vez que, zapeando, me la he encontrado en algún canal y me he puesto a verla de nuevo sin importarme si acababa de empezar, si iba por la mitad o si le faltaban veinte minutos para el final. En La escopeta nacional se encuentra el ser de la España predemocrática y, si me apuran, de la España eterna: ninguna otra película plasma con tanta eficacia lo graciosos, mezquinos, miserables y entrañables que podemos llegar a ser los españoles. Por supuesto, me encantan Plácido, El verdugo y Bienvenido, mr. Marshall, pero en La escopeta nacional me encuentro a mí mismo, a mi padre y a la sociedad que hace como que me acoge. Y hay una frase del cura ultramontano (Agustín González) ante los delirios sexuales del hijo del marqués de Leguineche (José Luís López Vázquez y Luis Escobar, respectivamente) que me acompañará hasta el fin de mis días: “Lo que yo he unido en la Tierra, ¡ni Dios lo separa en el cielo!”.
Las cosas eran berlanguianas antes de que la RAE nos diera permiso para considerarlas así, pero la bendición de una institución tan gloriosa como apolillada nunca viene mal.