Juliette Gréco, 'les feuilles mortes'
Eterna musa de la ‘chanson’ francesa y símbolo de la vanguardia contagiosa en una Europa recién salida de la guerra, la actriz y cantante fue la gloriosa efigie de su época
29 septiembre, 2020 00:00“Monsieur le Président / Je vous fais une lettre / Que vous lirez peut-être / Si vous avez le temps…….”. Cuando Juliette Gréco entonaba El desertor la gente se erizaba; ocurría bajo la Francia de De Gaulle, general de la grandeur que nunca tuvo el dudoso honor napoleónico de los 100 días de Elba ni sufrió ningún Waterloo; y que iba siempre acompañado de su ministro de confianza, el entregado Malraux, salido indemne de L’Espoir, su experiencia de piloto en la Guerra Civil española sobre el cielo de Teruel.
La Gréco fue muy amiga del autor de El desertor, Boris Vian, trompetista maravilloso en las cavas de jazz, ingeniero industrial, compositor y poeta; un tipo especialmente elegante en el porte y en el tono. Vian revela en la letra que no nos importa la guerra, que no queremos participar en ella sin ser necesariamente cobardes, ni tampoco ilusos pacifistas. Empezaban a calentarse los motores de los sesentas y Gréco le ponía una pasión muy reconocible, pero siempre sorpresiva; especialmente en el alegato final, dirigido al momio del Eliseo que ordenaba fusilamientos masivos en la colonia, Argel: “Monsieur le Président / Si vous me poursuivez / Prévenez vos gendarmes / Que je n’aurai pas d’armes/ Et qu’ils pourront tirer…”
Definitivamente, a ella le gustaba la trompeta. La cantante fue también íntima de Miles Davis, un músico único, forjado en New York City, entregado al arte de vivir dentro del arte, que cuando empezaba una actuación se sentaba en el escenario de espaldas al público, con el telón subido y a la espera de que el vuelo de un mosquito o un medio estornudo le sirvieran de diapasón introductorio; los segundos se hacían eternos hasta la llegada de la primera nota de su pentagrama improvisado. Davis desembarcó en París en la década de los cincuenta para ponerle jazz a la película de Louis Male, Ascensor para el cadalso. Lo clavó. Siguieron una serie de conciertos y las relaciones con la intelectualidad francesa de entonces, los Sartre, Merleau-Ponty y tutti quanti. El trompetista acunado en Missouri, el estado burgués de la Unión, conoció a Juliete, se enamoró de ella inevitablemente y mantuvieron ambos un tórrido romance de alto en el camino y desespero en el adiós. La versión higiénica de aquel trance, alejada al fin del mito, se la debemos al cómic, recientemente aparecido, Miles en París (Delcourt y Norma Editorial), obra del guionista Salva Rubio y del dibujante Sagar Fornies.
Juliette Gréco (1963) / JACK DE NIJS
Gréco fue la efigie de un tiempo; vivió en un glaciar, mimada por el mundo del cine y de la canción; un símbolo infeliz, adornado por cascadas de melancolía y con un inevitable toque rancio, en unos momentos en los que media Europa dirigía su mirada a Saint-Germain-des-Prés. Muchos años después de aquel fogonazo, Herbert Lotman en su libro La rive gauche (Planeta) desarmó el argumento fetiche sobre el ascenso, gloria y decadencia de la especie mal llamada del intelectual comprometido, a la que Gréco perteneció. Una estación término que el propio Lotman se encargó de enjuiciar en una entrega posterior, La depuración (Tusquets), sobre la Francia de posguerra, sancionadora de los colaboracionistas, después de la liberación aliadófila. Aquel proceso, calificado por Tony Judt como las “turbias purgas” –en su libro Pasado imperfecto (Taurus)– duró hasta 1953, cuando la República, rindiendo homenaje a la resistencia, acabó votando una amnistía.
El ascenso al estrellato de la Gréco tuvo lugar en una Francia que intentaba recuperar la diplomacia del ingenio, en pleno auge del ouvriérisme, el ideario que postulaba a la clase trabajadora como epítome de la virtud, “aunque, cuanto más lejos, mejor”, pensaban en el fondo sus defensores de chambergo y tafetán. La joven Marie-Juliete Grecó se abrió paso en un entorno en el que mandarines, como Emmanuel Mounier, director de Esprit, Louis Aragón o el dreyfusard Julien Benda, imponían la estética del compromiso social, denunciando a quienes habían consentido el acero de los tanques de Romel. Las víctimas quisieron ser consideradas héroes. Ouille!
Nos ha pillado de sopetón el anuncio de su fallecimiento, a los 93 años. Apagado su fulgor en el otoño de la vida, a la Gréco le habíamos perdido la pista, desde sus apariciones en el Teatre Grec (el 2004) y en el Palau (2007), aunque ella pisó escenarios hasta los 89 años cumplidos. En 2015 lanzó su gira de despedida, Merci, resumen de una vida en la que cantó y se divirtió junto Camus, Duke Ellington, Paul Éluard o Queneau. La dama de altos pómulos, enfundada siempre en negro raso, quiso salir de los focos con elegancia y lo logró; a la hora del recuento, nos atropellan su extensa filmografía y un número significativo de rimas musicadas junto a los bulevares adoquinados, que hicieron época. Es la Gréco, se dice uno, advertido de que ya no está. Había nacido en Montepellier, hija de un comisario de policía de origen corso –inclinado, dicen, hacia el Vichy del general Petain– y de una mujer que participó activamente en la resistencia. Su madre y su hermana mayor fueron deportadas a Ravensbrück durante la ocupación y ambas sobrevivieron; Juliete, que solo tenía 16 años, pasó unos días detenida por la Gestapo.
Mientras el brumario cubre su retirada, la voz de Gréco se mezcla entre las hojas muertas de este otoño anticipado: las Feuilles mortes, (Oh ! je voudrais tant que tu te souviennes / Des jours heureux où nous étions amis….); la letra de Jacques Prévert, que consolidó Ives Montand en el Olimpia y que ella consagró en el cabaret Le boeuf sur le toit, convertido hoy en elegante brasserie y situado todavía en la misma bocacalle de Champs-Élysées. Gréco ha cruzado la laguna Estigia, pero el barquero no sabe que esta mujer guerrera ya se las había visto metafóricamente con la muerte. Fue en el álbum Gréco chante Brel (2013), en el que se incluyó la canción J’arrive, donde, saltando entre crisantemos, entabla una conversación con la figura de la guadaña.
Cocteau la llevó al cine con el estreno de Orpheo, en 1950 y aquel mismo año, la cantante lanzó Si tu t’imagines. Rodó con Jean-Pierre Melville y con Jean Renoir; en 1958 protagonizó Las raíces del cielo de John Huston. Sus dos primeros matrimonios, con los actores Philippe Lamaire y Michel Piccoli, fueron fruto del celuloide; en el tercero, con el músico Gérard Jouannest, compositor de las letras de Jacques Brel, Juliette consiguió robustecer el frágil estatus sentimental, que la había acompañado siempre.
Juliette Gréco (1966) / RON KROON
Encarnó durante décadas la imagen de la bohemia; especialmente en la súplica de Jolie Môme y en la cadencia de Déshabillez-moi, –incluida en el famoso álbum La femme–mejorando las versiones de Brassens, Brel o Leo Ferré y volando alto con la Serge Gainsburg, compositor, pianista, poeta, pintor, escritor, actor y director de cine. Entre otras muchas cosas, Gainsburg dejó este conocido legado profano: la cinta Je t’aime moi non plus, protagonizada por Jan Birkin y el mismo director; la canción del film, mil veces difundida y envuelta en el celofán de la provocación, sonó para siempre en el sensualismo sobreactuado de Gréco. Al moi non plus le sobró solemnidad y le falto ironía. Pero lo que es verdaderamente una pena es que hoy aquel himno que quiso ser el de la libertad sexual se vea atacado por la ola de revisionismo puritano que invade el mundo.
En el panorama musical y escénico del siglo pasado, el momento de la chanson, con Gréco en el papel de gran dama, fue inmediatamente anterior a la explosión del rock and roll. Sea como sea, el tiempo ha descolorido ya el barniz de Saint-Germain-des-Près, un enclave en el que, antes del existencialismo cavernario, dejaron huella Picasso, Gertrut Stein o Henry Miller, sin olvidar al Roth de 1939, demolido y testamentario en su última novela: La leyenda del santo bebedor (Anagrama). Rincones como el Café de Flore, los Deux Magots o la Rue de l’Odeón han seguido siendo un escenario, más icónico que real, hasta la dulce extinción de una de sus musas, el pasado lunes, en su residencia de Ramatuelle, en la Costa Azul, rodeada de los suyos.