Las generaciones más jóvenes han dejado ya de ver televisión casi por completo. Es un hecho. Los abuelos, encerrados en casa por sus propias deficiencias orgánicas y por la pandemia, ven la tele más que nunca, y los noticiarios me los están volviendo locos con las catástrofes minuciosamente descritas y machaconamente repetidas. Los jóvenes, en cambio, se han desconectado de esa versión del mundo. En vez de someterse a la programación de las cadenas televisivas, y a su concepto del mundo real, de la diversión y del espectáculo, por respetable que sea, prefieren conectarse al mundo de ficción de las series en las plataformas.
Entre todas las consecuencias de este cambio de preferencia lúdica, que propiamente se puede llamar “cambio de paradigma”, está precisamente... la fascinación que sienten los jóvenes por la televisión, en los escasos ratos que se ven, que se vuelven a ver sometidos a sus radiaciones. Es como volver de visita a una ciudad en la que vivieron y que tenían casi olvidada.
Esto suele ocurrir los domingos por la tarde. Los domingos, cuando esos jóvenes van a comer a casa de sus abuelos, que siguen fieles a la vieja tecnología y tienen el monitor de la tele todavía presidiendo el salón-comedor en penumbra, se ven reclamados otra vez por ese mundo del que se habían casi olvidado y… caen irresistiblemente bajo el embrujo de los telefilmes alemanes de las productoras Bavaria Films y Frankfurter Filmproduktion, que desde hace ya algún tiempo Televisión Española compra a peso cada año y que emite, a razón de dos o tres, una detrás de otra, la tarde del domingo.
A algunos les parecerá que son productos cursis. Discrepo. Son un acierto. Son un tipo muy plausible de ficción blanda precisamente para un público familiar. La familia acaba de almorzar copiosamente, la sobremesa es perezosa, de conversación superficial para tener la fiesta en paz, y se ha trasladado a los viejos sofás frente al televisor. En la penumbra soporífera, todos tienen el sistema neuronal medio desconectado: la prima Conchi bosteza, el primo Paco directamente se ha amodorrado, los gemelos Rubén y Tito están desparramados sobre los butacones de siempre, esos butacones que tienen los reposabrazos ya un poco raídos… Todavía está puesto el mantel sembrado de migas y en la atmósfera flota el efluvio de los guisos que acaban de ser despachados; es una tarde consabida y familiar de agradable rutina, de agradable aburrimiento, de la que nadie quiere salir porque en el mundo exterior la tarde del domingo es siempre un poco tristona.
Y en la pantalla, como en un espejo mágico, se desarrollan las escenas apolíneas, límpidas, sosegantes, discretamente optimistas y primaverales, de los telefilmes alemanes, cuyo mensaje invariable dice, de forma implícita: “Anímate. En la vida aparecen a veces los problemas, pero con perseverancia y decisión, sin necesidad de atropellar a nadie, cualquiera puede resolverlos y ser feliz, que ése es, según Aristóteles, el objetivo fundamental de la vida humana: la eudemonia, vivir bien, la felicidad”.
Los telefilmes alemanes de la Frankfurter y la Bavaria explican claramente cómo: con una actitud correcta, proactiva y respetuosa y comprensiva con el prójimo. Presentan, además, la gran ventaja de que no exigen ser seguidos con demasiada atención, pues da igual si te pierdes algún meandro de la trama. Al contrario, puedes tranquilamente dormirte en medio de, por ejemplo, El verano es la estación del amor, y despertar 20 minutos después en El nuevo vecino, y apenas te das cuenta: siempre los actores y las actrices son igualmente apuestos, bien peinados y pulcros, el ambiente es soleado --nunca llueve en el mundo de Bavaria Films--, el lugar de la acción es preferentemente rural, en algún pueblecito o comunidad rural alemana o sueca, a las orillas de un lago, de un plácido río o del mar. De casa en casa --todas espaciosas, luminosas, cuidadas por algún tipo de servicio doméstico invisible--, los personajes van a visitarse en lancha, o mejor en bicicleta, por senderos entre céspedes y bajo la enramada de los bosques.
Entre los agradables personajes la figura tutelar puede ser, por ejemplo, un respetado compositor de música, ya jubilado y ligeramente cascarrabias pero con un corazón de oro, que si bien al principio, movido por unos legítimos recelos, pone obstáculos al naciente amor --tema central del telefilme-- entre el nuevo vecino de la localidad (que puede ser un arquitecto divorciado, con dos hijos pequeños; o un galerista de arte que quiere abrir una sucursal en el pueblito; o el dueño de una pequeña empresa informática) y su hija, que ha heredado (se hereda mucho en estas películas) una cuadra de preciosos caballos o una serrería para la que tiene grandes planes de expansión… poco a poco va reconociendo que el chico es estupendo. ¿Acaso no se ha metido en el bolsillo a sus nietecitos?
Gracias a la Bavaria y la Frankfurter, en la tarde del domingo nos encontramos muy lejos del agobiante clima de los telefilmes norteamericanos con sus tramas de violencia psicótica y sus mujeres protagonistas torturadas por un director que ve así satisfechas sus inconfesables pulsiones sádicas; y muy lejos también de los seriales suramericanos llenos de pobretones y de empresarios enamorados de la leal y eficaz secretaria que resulta no ser tan fea como parecía sino al contrario, preciosa, y que a su vez está enamorada de él. Fuera, fuera. Nada de cutreríos machistas para la Bavaria y la Frankfurter. Las mujeres de los telefilmes alemanes son independientes y respetadas como tales, feministas sin tener que decirlo ni que defender sus derechos, que se dan por supuestos y consagrados. Hay madres solteras o viudas, pero sus críos se entienden muy bien con los del Romeo que le hace tilín. Vivirán todos juntos en una gran casa con jardín, frente al lago. Todo el mundo es guapo y limpio y está animado, en el fondo, por muy buenas intenciones. Todos tienen un trabajo interesante, un coche reluciente, proyectos de futuro. El mundo es hermoso. El amor triunfa. Las familias duermen la siesta.